miércoles, 29 de julio de 2015

La Rosa de los Vientos (Capítulo 5)

5. Pólvora y ceniza
Vagabundeé por los laberintos fúnebres y callejeros de una inhóspita ciudad. Las continuas oleadas de frío polar se complacían al constituir la hermosa capucha de una gélida muerte. El silencio y la nada habían sumergido a la ciudad en una tensísima situación de zozobra y terror. Mucho terror. Tal era la bestialidad de los acontecimientos que tenían lugar bajo el llanto de la pálida luna que incluso los ciegos murciélagos escogían la sombra y no la luz, para pasearse por las calles sepultadas de una hastiada ciudad.

Las oscuras calles quedaban a merced de las farolas, sólidas guardianes de un recinto abandonado. Inspectores de la oscuridad, testigos del miedo. Las luces de las casas de un vecindario lleno de vida se apagaban como velas ante el soplido de un vendaval enfurecido. Un vendaval con traje y tricornio. Un vendaval con una bandera tatuada en el pecho, con la gran insignia de una patria cobijada en el corazón.

Recuerdo la lluvia deslizándose por mi húmedo y sucio cabello. Mis manos congeladas por el frío y unos rebeldes pies desobedientes con su señor.  También recuerdo como el ritmo de un corazón resfriado se acentuó con la enorme velocidad que un chaval de diez inviernos conseguía alcanzar. Corría más veloz que mis pensamientos, inmóviles por la confusión. Mientras tanto, una imagen rondaba  mi mente y rotaba en lo más profundo de mí ser: Rosalinda.

La casa de Rosalinda estaba a solo dos manzanas de aquí. Era consciente de la decisión que acababa de tomar, pues había abandonado el hogar de la vida y, al abrir la puerta, me había aventurado en la morada de la muerte. El sigilo y la discreción debían  de a ser, por ahora, mi verdadera tripulación. Al menos hasta que se produjese el reencuentro con mis compañeros que me esperaban en la avenida oriental de la ciudad.

Toda la tripulación había despertado un cierto interés por explorar la casa de aquel  completo lunático. Un sótano misterioso, las miles de víctimas que, seguramente, conservaba en su casa y el rescate de una doncella. ¿Qué más se puede pedir?

No obstante, ignorábamos el peligro que corríamos. El toque de queda se había establecido pero creo que comienzo a ser mayorcito para que me digan a qué hora tengo que acostarme. Excepto, si esos guardias civiles, en lugar de portar porras, llevasen consigo zapatillas de andar por casa. Si fuese así me comería hasta las asquerosas y malolientes legumbres.

Justo cuando iba a reunirme en el punto de encuentro con mis compañeros, dos guardias civiles aparecieron. Así que decidí refugiarme detrás de unos setos que había visto, desde lejos. Recuerdo que dichos guardias mantuvieron una conversación un tanto extraña semejante a un tira y afloja.

-Félix, ¿crees que, realmente, estamos haciendo lo que debemos? Quiero decir que… Yo no me alisté para esto-dijo el lánguido y pusilánime oficial-.

-¿Pero de qué cojones me estás hablando? Claro que estamos haciendo lo correcto. Esos desalmados y herejes piojosos pretendían despojarnos de nuestro hogar, de nuestra vestimenta y de nuestro dinero. Son unos ladrones y deben pagar por ello-respondió el otro oficial quien portaba un bocadillo de jamón ibérico-.

-En realidad, creo que el comunismo no hace referencia a eso. Es un sistema ético y moral que solo busca enriquecer la espiritualidad del ser humano a la vez que pretende dar cobijo y víveres a los que lo necesitan-añadió el exhausto oficial-.

- Bobadas, bobadas. No me toques los cojones, Ramírez. No me toques los cojones. El comunismo es una secta antirreligiosa que pretende que vivamos como perros tirados por las calles. Este es mi país, esta es mi patria y jamás permitiré que unos cantamañanas se hagan con el poder-contestó el hambriento oficial Félix-.

-Pero… es que yo nunca he matado a nadie. No quiero quitar la vida a nadie. Eso es un privilegio que sólo nuestro señor puede decidir. Imagínate que, un día, se presenta en tu casa un par de lascivos soldados. De repente, se llevan a tu mujer y a tu hija. ¿Cómo te sentirías? –preguntó el acongojado Ramírez-.
-¡Qué inocente es usted Ramírez! Por eso hago esto. Esos mentirosos truhanes han intentado quitarles la vivienda a mi familia y yo, como perro guardián que soy, debo impedirlo. Los voy a matar a todo. Uno por uno. Ya lo decía “Ops”: El hombre es un lobo-citó el inteligentísimo soldado-.

-Disculpe, mi capitán. Pero se pronuncia Hobbes y, en realidad, decía que el hombre es un lobo para el hombre. No obstante, tengo que decirle que otro grandísimo intelectual francés, Rousseau defendió una tesis en la que establecía que el hombre es bueno por naturaleza- comentó el respetuoso soldado-.

-“¿Ruzó?” ¿Ese comunista cabrón que fomentó la revolución belga?-interrogó el confuso capitán quien parecía inundado por una nube de migas de pan- No me haga usted reír. La militancia en el ejército debería haberle abierto las persianas de esos ojos débiles y desorientados.

-Mi capitán, fue la revolución francesa…-incluyó el aterrorizado soldado-.

- ¡Y qué más da! ¡Franchutes todos, hijos de la gran puta! Menos mal que el misericordioso Francisco Franco es tan humilde y tan bueno que ha decidido darles una muerte precoz porque si dependiese de mí tendríamos leña para dar y regalar-concluyó el sediento capitán quien buscaba alguna fuente para desprenderse de esa sólida sequedad  que había invadido su boca- Ande, cállese ya. Vamos a la casa esa que nos han destinado y solucionamos esto de una maldita vez.

- A la orden señor-dijo un atormentado soldado cuyo rostro reflejaba una actitud un tanto pusilánime.

Cuando aquellos malditos bastardos dejaron el camino libre y despejado, me dispuse a ir y a proseguir mi búsqueda de la compañía. Sin embargo, las corrientes de mi pensamiento no podían evitar desembocar en aquel extraño diálogo de los guardias civiles. Ese tal Ramírez actuaba de una forma algo reservada. Miles de remordimientos adornados con plumas negras rondaban y merodeaban en círculos la inocente e ilustre conciencia de su corazón humano.

Al final resulta que la niebla no solo se apodera del día, también de las almas de la gente. Como si se tratase de una especie de vaso de agua frío vertido en el caluroso y amable río de la comprensión y la solidaridad. Mientras toda clase de reflexiones dirimían en mi mente, no me daba cuenta de que mis compañeros estaban haciéndome señales con una linterna. Las linternas son peligrosas pues constituyen un arma de doble filo. Portar una durante el toque de queda era equiparable a jugar una partida a la ruleta rusa.

Finalmente nos reunimos todos los rufianes. El capitán Robert, “El Remolacho”, Ibáñez,  y, en especial, Migue. Migue era la persona que mayor interés había mostrado por rescatar a la desprotegida Rosalinda. Fue el primero en demostrar su valeroso e incansable ímpetu. Y es que aquel joven rubio de la estrecha coletilla conocía el auténtico sentido de la palabra humanidad.

Todo estaba listo para emprender o partir hacia la gran misión. El plan consistiría en asaltar la casa de Rosalinda por el patio de atrás y así lo hicimos. Como si fuese una especie de pirámide humana los unos le ponían las manos a los otros para que escalasen y trepasen por aquel fresquito y considerable muro. Sin embargo, no todos podríamos entrar en la casa pues el último de nosotros no podía contar con las manos de nadie, por lo que debía esperar fuera. Tras echarlo un par de veces a suertes, Migue sería el peón sacrificado.

Una vez dentro de aquel pedregoso atrio, Ibáñez comenzó a hacer de las suyas.

-¡Hey, remolacho… remolacho! -apelaba el fanfarrón de turno con un tono suave y silencioso-.

-¿Qué quieres ahora?- preguntó el asustado petirrojo-.

- ¿Has visto esa maceta?-respondió con una pregunta Ibáñez.

-Sí, ¿y qué pasa?-contestó casi carraspeando el joven Dionisio.

- ¿Tu cama debe ser algo parecido a esta no, remolacha?-añadió el chistoso Ibáñez quien comenzó a esbozar una gran sonrisa.

Lo cierto es que ese chiste liberó toda la tensión contenida por los miembros de la tripulación en aquel siniestro patio en forma de una escandalosa carcajada. Incluso se escuchaba al bueno de Migue riéndose detrás del muro.

Dionisio completamente enfurecido sacó su poderoso y potente tirachinas y le asestó un chinazo en la frente que impactaría certeramente. Todo esto desembocó en un poderosa reyerta que finalizaría con la ruptura de la dichosa maceta y, por tanto, con un estruendoso ruido. Posteriormente, dentro de la casa se iluminó una obsoleta lámpara y una sombría silueta se dirigió al exterior del patio. Era Rosa.

Cuando reconocimos su coqueto y gracioso cuerpo pudimos recuperar el aliento que se había refugiado en la parte más recóndita de nuestro ser. Le contamos que la policía se dirigía hacia su casa en busca de su padre y que debía acompañarnos lo antes posible. Su rostro había cultivado paulatinamente una palidez extrema que se iría cosechando a medida que le contaba las intenciones de apresar al padre por parte de la policía. Obviamente se negó a acompañarnos. Se dirigió hacia dentro rápida y veloz seguida por nosotros. El capitán Robert advirtió a Migue y le dijo que el punto de encuentro sería los barrancos de lodo, pues toda las noches se escuchaba el estallido de numerosos petardos y, por tanto, eso significaba que habría gente allí que nos podría proteger.

Sin embargo, cuando entramos en aquella preciosa casa ya era demasiado tarde. Un preciso y certero sonido se disparó, no contra nuestros tímpanos, sino contra nuestro corazón. Un mortífero “din don”. El padre, quien ya se había despertado anteriormente al notar que, extrañamente, la luz del comedor estaba encendida, bajó las escaleras y se dirigió a abrir la puerta. Ante ese siniestro sonido nosotros le sugerimos a Rosa que nos escondiéramos ya que si, los guardas, llegaban a apreciar que unos traviesos niños estaban fuera de su casa una vez pronunciado el toque de queda, algo  muy malo pasaría. Sus palabras fueron como un soplo de aire frío hacia nuestros oídos: “Rápido al sótano”.

No éramos capaces de escuchar nada de lo que sucedía arriba. Las luces del sótano estaban apagadas por lo que navegábamos a ciegas por un mar apestado de fantasmagóricos tiburones. Al parecer, Rosalinda sabía a la perfección, palmo a palmo, como llegar a su escondrijo. Permanecimos allí unos pocos minutos que me parecieron toda una eternidad. Finalmente, se escuchó un ruido. La puerta del sótano estaba abierta.

Los focos se encendieron y el espectáculo comenzó. Aquello no era una pestilente cloaca en la que el misterioso Fran arrojaba o almacenaba todos y cada uno de los cadáveres que asesinaba. Aquello no era un almacén de drogas en el que se dedicaba a crearlas y a asignarles una especie de bolsa de plástico para distribuirlas. Aquello no era un despacho propio de un detective privado en el que recibía citas y aceptaba trabajos para investigar, secretamente, el turbio pasado de las personas. Aquél esplendoroso sótano no era nada de eso. Los estúpidos rumores se disolvieron como la pólvora, como la ceniza. Aquel lugar, más bien, era… era… era una biblioteca.

Las estanterías estaban repletas de libros y libros y más libros conservados a la perfección. Me llamó curiosamente la atención aquella bandera tricolor situada en lo alto del escritorio en cuyo bordado se podía leer: “La república es el feto que se desarrolla en el vientre de la madre literatura”.

En los cajones medio abiertos sobresalían lo que parecían ser pañuelos de seda, pero en su interior no era seda lo que había sino más banderas tricolor. ¿Qué demonios simbolizaba esa bandera y por qué las distribuía de una forma tan discreta?

Cuando los guardias presenciaron aquel magnífico espectáculo, la única expresión que pudieron pronunciar sin balbucear fue: “Demos un paseo”. Después de escuchar aquella misteriosa oración, nos costó horrores silenciar el tremendo chillido que Rosalinda iba a realizar.
-Solo van a dar un paseo, tranquilízate- dije -.

-Será mejor que vayamos a los barrancos de lodo, recojamos a Migue y tracemos un plan- añadió el sabio y astuto capitán-.

Desconozco los motivos, pero creo que, al igual que un pájaro enmudece cuando presiente la presencia de su cazador, Robert estaba más callado de lo habitual. Parecía interiorizar un dolor tan grande que su voz se resquebrajó.

Salimos escopeteados en busca de Migue y sin pronunciar ni una sola palabra. Supongo que cada uno de nosotros intentaba resolver el enigma de aquella bandera por su cuenta y el por qué constituía un delito castigado por la ley. Nuestra llegada a los barrancos de lodo se produjo antes de lo esperado. La luz desplegada por la linterna sería la clave para encontrar a nuestro camarada, pero nosotros no estábamos solos en aquella escarpada montaña. La silueta de cuatro hombres apareció  reflejada en el horizonte. Eran  dos guardias civiles pero… ¿quiénes eran los otros dos? No tardaríamos demasiado tiempo en descubrirlo.

Teníamos que encontrar a Migue antes de que lo hicieran aquellos sospechosos guardias así que decidimos seguirles. Tras unos cuantos minutos de secreto espionaje, en torno a una hoguera, pudimos distinguir a todos y cada uno de los allí presentes. En primer lugar, los dos policías poseían un rostro que me resultaba algo similar. Eran los dos misteriosos y desastrosos guardias que habían estado dialogando anteriormente frente a los setos. También estaba, Fran, el padre de Rosalinda y, por último, alguien que vestía un lozano traje. Alguien cuya tirita en la cabeza me era similar, alguien con una cruz en el cuello, el padre Camilo José.

Se me pasaban tantas cosas por la cabeza que no sabía cómo reaccionar. Solo un eco sonaba recurrentemente en mi ya enajenada cabeza, ¿qué diablos habíamos hecho?






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