lunes, 7 de diciembre de 2015

La Rosa de Los Vientos (Noveno Capítulo)

9. Misterios encajonados

No tardé demasiado tiempo en descubrir que los extensos e interminables campos, esas sartenes que hierven perturbadas por el malicioso fuego, no guardaba ningún tipo de relación con lo que mi hermano me contaba. Desde pequeñito, siempre he sido un niño cautivado y envuelto en el papel de la curiosidad, del interrogatorio. Era esa clase de niño que antes de esperar la tan ansiada respuesta ya estaba colocando otra pregunta en la recámara. Y es que sentía una auténtica admiración por las interminables y presumidas descripciones campestres con las que mi hermano me honraba durante largas y largas horas.

Recuerdo que, una vez, Juanfran definió la vida en el campo como un enjambre. Un enjambre en el que las honorables, humildes y explotadas abejas trabajan con una aspereza admirable para producir su tan apreciada miel. Miel que no iba a endulzar sus bocas, que no iba a deleitar su paladar, sino que serviría para apaciguar los constantes zumbidos de un estómago hambriento. El estómago de un zángano descansado, cómodo y caprichoso.

Sin embargo, mucho me temo que esos relatos estaban  bien dulcificados puesto que, para mí, el campo mostraba una mayor afinidad con esas pestilentes e inmundas cloacas provenientes de los reinos urbanos. Los jornaleros agrarios no eran más que un compendio de desechos y excrementos sociales producidos por un sistema urbano que únicamente planeaba deshacerse de aquellos hombres a través del conducto de la porquería. Las ciudades, en cambio, se vestían con sus más elegantes ropajes para recibir a sus puntuales visitas. Anfitrionas de una cortesía descomunal y engañosa mostraban al exterior el lado perfumado de sus tierras.

El cansancio de mi cuerpo se apoderó de los lagrimosos ojos que eran incapaces de levantar la mirada del suelo, bien por las cascadas de sudor que se desprendían por mis arqueadas cejas o, bien, por el desmesurado destello que se proyectada en las áridas tierras de aquel huraño anciano.

Como si se tratase de un pentagrama que arrastra por su esbelto caudal una serie de notas melodiosas, el viento trajo consigo un susurro de placenteras voces que respondían en mi nombre. Pensé que la insolación estaba jugando conmigo, que se estaba mofando de mis visiones, así que decidí proseguir con mi labor. Pero de nuevo, esa corriente de voces encantadas acarició el tacto de mis oídos.

Pensé que aquella música celestial no era más que un penoso monólogo elaborado minuciosamente por las maléficas y crueles manos de mi cerebro. Un chiste, una simple broma de mal gusto tallada a mano. Así que me dispuse a continuar con aquella agotadora labor. Intentaba recolectar aquel suave algodón en el menor tiempo posible puesto que mi tripulación me esperaba ansiosa para trazar un plan de salvamento que le proporcionara a Rosa la tranquilidad suficiente como para seguir viviendo. Mientras los alocados pensamientos disputaban prolongados y tensos pulsos para comprobar cuáles  eran los más estúpidos, un denso aroma a toxicidad, a contaminación, a humo, penetró en las cañerías nasales de mi cuerpo. Un zumbido, una vibración artificial y dañosa comenzó a brotar procedente del polvoriento camino de arena que conducía al lujoso cortijo del señor Romeo.

Decidí aproximarme con una delicada consideración para poder comprobar quien iba montado a lomos de aquella chatarra mecánica cuyo motor estaba más ahogado que yo. Cuando aquellas personas  abrieron las puertas y sus relucientes zapatos chocaron contra el árido suelo pobre de aquel terreno, me di cuenta de lo que era la vida, del significado de la palabra injusticia y del valor de la impotencia.
Cogí tan considerable cabreo que decidí alejarme de aquel olimpo para regresar al lugar que me correspondía. Mis airadas manos estaban desatadas e intentaban ahogar, estrangular, a aquella pobre y diminuta botella de agua que se había quedado vacía desde hacía mucho tiempo.
Me cercioré de que una extraña sombra me perseguía. Así que cogí la botella con todas mis fuerzas y la lancé como si fuese una gigantesca piedra. Obviamente la botella no dio en el blanco sino que su trayectoria se vio alterada por una ligera brisa de viento que se había levantado. Cuando levanté la mirada me di cuenta de que, la víctima de mi ira, era una inocente niña de unos ocho años que me miraba atentamente con el cuello orientado ligeramente hacia la derecha. Parecía un cachorro intentando comprender hacia donde se había marchado la piedra que tanto le gustaba recoger. La niña, quien comenzó a arrascarse la cabeza, se decidió a hablarme:

- ¿Qué te pasa a ti?- pronunció la niña con una graciosa carantoña-.

- ¡Diablos! Discúlpame por favor… Estaba cabreado y no sé…- sollozaba arrepentido-.

- Tranquilo, por suerte era una botella de agua vacía, imagínate que fuese una piedra, probablemente tendría un chichón más grande que tu cabeza- rió la desconocida chica-.

-Eres muy divertida. ¿Puedo saber cómo te llamas?- interrogué intrigado ante el misterio que envolvía a aquella repentina niña.

- Mi nombre es Carla y soy la nieta de Romeo. Ahora me gustaría saber cómo te llamas tú, don lanza botellas- cuestionó la misteriosa niña-.

- ¡Bonito nombre! El mío es Rubén, aunque para tu abuelo creo que nunca dejaré de ser Carlos- declaré sonriendo-.
Una profunda carcajada salió despedida de su risueña boca. Ciertamente no alcanzaba a comprender como una niña tan simpática como ella podía provenir de un ser tan arisco como aquel extraviado anciano.
-Bueno, tengo que seguir, sino esta noche cenaremos tierra- expuse-.

- ¿Pan y cebolla no? -añadió aquella peculiar niña-.

-¿Qué? ¡Cómo voy a comer cebolla cruda! ¡qué horror!- respondí quejoso-.

-No, no me has entendido. Simplemente estaba refiriéndome a una mención que hace un gran poeta, Miguel Hernández- dijo perpleja ante mi desconocimiento-.

- Poeta… ¡Quién fuese poeta! Otro adinerado hombre que podía permitirse el lujo de leer y divertirse en lugar de estar encerrado en esta sartén, sin ánimo de ofender por lo de la sartén- pronuncié cabreado-.

-¿Bromeas? Miguel Hernández era un simple ganadero que leía mientras trabajaba. Fue un poeta campestre, sin recursos, sin dinero, pero a pesar de todo eso, nunca se dio por vencido. Y tranquilo, no me ofendes. Lo cierto es que voy a irme de aquí porque ya estoy sudando demasiado para mi gusto. Solo venía a decirte que mi abuelo ha decidido que tu jornada laboral se acaba de terminar. Así que ya nos veremos mañana- exclamó Carla mientras se marchaba de aquella parrilla solar.
Con el eco palpitante de aquella historia en mi cabeza, me dirigía al cortijo con la esperanza de obtener alguna recompensa monetaria por toda la labor realizada. Cuando les pregunté a los criados que custodiaban las puertas de aquel cortijo que si podía hablar con el señor de aquellas tierras me respondieron que estaba reunido, que quizá más tarde, pero mis ganas de regresar y ver el dulce semblante de mi querida Rosa eran insoportables.

Pero justo cuando iba a marcharme, la puerta se abrió. El vetusto capataz había salido de su hibernación puesto que dentro del cortijo el aire era más refrescante, más embriagador, y llevaba todo el día sin salir de allí. Un par de hombres le acompañaban. Entre ellos destacaba uno, cuya vestimenta era bien distinta: una sotana, vestía una sotana. Era él, su fantasmagórica voz no dejaba lugar a dudas.

-Anda, pero mira que niño tan guapo tenemos aquí- dijo con gran entusiasmo el cura-.

-Sí, es una nueva incorporación- añadió el sonriente anciano-.

Quizás el miedo, quizás el dolor o quizás aquella aterradora imagen impregnada en mi retina me impedían mantener la mirada a aquel cruel hombre.

-No te pases con él, eh Romeo. Déjale descansar, después de todo es una dulce criaturita del Señor- exclamó con un semblante totalmente agradable.

-Sí, señor. De hecho, su jornada acaba de finalizar. Toma, chaval. Esta es tu recompensa- dijo el huraño anciano mientras extendía unas cuantas monedas en mi mano-.

-Gracias, señor. Muchas gracias. Con vuestro permiso, me gustaría regresar a casa. Ha sido un día muy largo- expliqué exhausto-.

-Claro que te perdonamos, mi querido amigo. Es más, yo en persona te llevaré hasta tu casa- propuso el padre Camilo José-.

-Es muy amable, señor. Pero no es necesario, regresaré por mis propios medios- dije con gran timidez-.

-Querido amigo, no es una molestia y tampoco una pregunta. Así que coge tus cosas que nos vamos- aseveró el infame sacerdote-.

A mi pesar, con un gran sentimiento de culpa que zarandeaba las estrechas cavidades de mi acomplejado corazón, me monté en aquella odiosa chatarra, al lado de aquel odioso sacerdote para escapar o huir de aquella odiosa parrilla.

El sacerdote puso un especial interés en saber quiénes eran mis padres y cuáles eran mis creencias. En primer lugar, era consciente de las múltiples estrategias que elaboraba para conocer al máximo tanto a mi entorno como a mi interior.

-¿Tú… Tú eres hijo de Francisca, no? Perdona si me equivoco, es que como te he visto poco por la Iglesia…-dijo el sacerdote-.

-Pues no, lo cierto es que no. Mi madre es Victoria y, últimamente, no vamos a la iglesia porque mamá está a punto de dar a luz. Yo, en cambio, intento trabajar todos los días para llevar dinero a la casa- expliqué sometido por una profunda pena-.

-¿Embarazada? Pero, si no recuerdo mal, tu padre hace más de dos años que no viene por estos barrios. Está en le vendimia francesa, según tengo entendido. ¿Cómo puede ser?- interrogó el padre Camilo José, mientras esbozaba una malévola sonrisa-.

-Pues no lo sé- contesté-.

-Bueno, a veces pasan cosas extrañas, qué se le va a hacer. Oye y cómo le va a tu hermano en la mili, tengo entendido que acudió encantado e ilusionado al saber que iba a prestar servicio a su nación y a su Señor- mencionó entusiasmado-.

La mención a mi hermano me hizo recordar en aquellas misteriosas cartas que habían aparecido por debajo de la ranura de la puerta. Así que me quedé pensativo, perplejo por qué tipo de misterio sería el que esconderían aquellos insignificantes enigmas.

La cantidad de sinuosas curvas que conducían a nuestro tan querido pero tardío destino producían una agitación estomacal y cerebral considerable. El mareo se filtraba en lo más profundo de mi sangre, inyectado como un feroz y eficaz narcótico capaz de adormecer y silenciar la templanza y coherencia de mis pensamientos. Capaz de amordazar las reivindicaciones de mi conciencia, capaz de estrangular muy lentamente las manifestaciones de una parlanchina boca.

Era consciente de la debilidad que reflejaba mi hastiado cuerpo, así que decidí cortar aquella especie de entrevista personal y bajar de aquella ruidosa chatarra.

-Señor, estoy un poco mareado, me gustaría bajar para proseguir el resto del camino a pie- confesé atemorizado-.

-Claro, claro. Por supuesto. ¡Paren el carro, que nuestro estimado invitado quiere bajar!- exclamó irritado-.

- Muchas gracias, señor. Gracias por el viaje- fingí exasperado-.

- Tranquilo, no tienes que agradecer nada. ¿Para eso, somos hermanos, no?- cuestionó-. Anda, hazme un favor, mándale recuerdos a mi querida amiga Victoria y, dile, que ardo en deseos de hablar con ella. La visitaré muy pronto.

Podría intentar definir el gesto amenazador y risueño que hizo pero no creo que exista tal palabra en el diccionario. Es curioso como cada palabra engloba un concepto, pero no todos los conceptos se pueden explicar a través de una palabra. Pues bien, aquella mirada me transmitía algo, vi algo en aquellos ojos verdosos pero, fuese lo que fuese, aquello que vi, no era humano.

Finalmente me apeé. Intenté sentarme un poco para que se me pasaran todos aquellos efectos provocados por la droga que me habían suministrado para, después, regresar a casa. No era consciente de lo buen bailarín que era hasta que comencé a andar por aquella calzada deshabitada. Después de todo era comprensible ya que pronto anochecería. Cuando pensé que lo peor ya había pasado, comenzó a diluviar al mismo tiempo que la soga de mi vientre apretaba con una ferocidad inimaginable. El hambre exprimía, balanceaba y estrujaba, como si de un trapo se tratara, a mi rugiente barriga.

-Camarada, creo que un león se te ha colado en la tripa, ¿verdad Toby?- dijo una ronca voz sepultada entre un montón de apiladas cajas y cartones-.

Sabía o, al menos, conocía el timbre de aquella ronca voz. No podía creerme que  aún estuviera por ahí, inmóvil, en el mismo sitio.

-¿Qué haces aquí?- interrogué intrigado-.

- Duchándome, compadre. ¿A ti qué te parece? Vivimos aquí- respondió acompañado de una estruendosa carcajada-.

- ¿Vives en este sucio y horripilante callejón? ¿No tienes hogar?- pregunté-.

- No, no vivimos aquí. De hecho, dudo que nos volvamos a ver. Nos mudamos de aquí, este pisito de primera línea de playa nos parece demasiado lujoso para nosotros.

El vagabundo portaba una harapienta y puntiaguda barba de la que emanaban y se deslizaban una serie de transparentes y cristalinas gotas de lluvia. Se encontraba tumbado en el suelo, abrazado a un tembloroso bulto que no paraba de tiritar. Detrás de él, había un par de cajas forradas y recubiertas con gran cantidad de plásticos. Yo no alcanzaba a comprender por qué no empleaba ese conjunto de mantas para refugiarse del frío, así que le pregunté.

-¿No quiero ser grosero pero por qué no usas las mantas que tienes ahí detrás cubriendo esas las cajas?- cuestioné-.

- Querido amigo, lo que hay dentro de esas cajas está por encima de mí. Sin esas cajas mi vida ya no tendría sentido. Mucha gente depende de ellas- pronunció muy seriamente, sin una sola carcajada-.
-¿Qué contienen?-demandé-.

-Acércate, camarada- añadió el maloliente anciano-.

Me aproximé a aquel arrugado y canoso hombre con una minuciosa y calculada precaución. No era especialmente confianza lo que había forjado con ese hombre, aun así, me sentía seguro a su lado.
-Esta caja contiene la verdad, la magia. Es una caja mágica que te transportará a otros mundos, otros lugares. Mucha gente intenta arrebatármelas para quemarlas, por eso tengo que andar huyendo de un sitio para otro, para protegerla- murmuró sigilosamente-.

-Estás como una cabra. Quien va a querer un par de cajas mojadas, sucias e insignificantes para quemarlas, es absurdo- exclamé irritado- Si no me lo quieres contar, no me lo cuentes pero no toleraré semejante tomadura de pelo.

Una leve sonrisa se esbozó en el lienzo de su rostro. Su mirada, avivada por el fuego de sus palabras comenzaba a arder, comenzaba a calentarme, comenzaba a plantearme si el loco, que estaba como una verdadera cabra, era yo.

-¿Por qué no te refugias en casa de tu familia?- cuestioné profundamente interesado -.

-Porque me la arrebataron-respondió tajantemente-. Lo siento mucho, camarada, me tengo que marchar, ya está anocheciendo, y nuestra presencia aquí comienza a ser peligrosa- añadió regado a sus delicadas palabras con una chispa de misterio-.

-Espera, espera. ¿A dónde vas a ir?-interrogué conmovida por su incapacidad de levantarse-.

-Me iré hacia donde mis pasos me lleven. Estas cajas dependen de mí para caer o no caer en el ligero polvo del olvido- respondió mientras se giraba de espaldas y se marchaba paulatinamente como una procesión-.


En ese momento, en ese instante, vi como aquel bulto tembloroso permanecía aún en el suelo. Lo había abandonado allí, en aquel siniestro y húmedo lugar. Pero cuando levanté la vista, el hombre ya no estaba pero sí el eco de su carcajada.