jueves, 20 de agosto de 2015

La Rosa de los Vientos (capítulo 7)

7.Un paseo nocturno

Como náufragos abandonados en la intemperie de un mar embravecido, nuestros pasos avanzaban por la pedregosa senda de aquella bruna montaña. El espeluznante eco de aquel dichoso disparo combinado con el embriagador aroma a pólvora quemada gestaba un panorama de guerra y desolación. La oscuridad se transformó en un arma de doble filo pues, aunque su espeso y brillante manto de estrellas no lograba protegernos de la inmensidad del frío y la negrura, nos permitía permanecer ocultos, entre incontables tinieblas, a través de los apagados focos de aquella dramática escena.

Por un instante, tan solo por un mísero instante, deseé haber nacido ciego. Bueno, haber nacido ciego y sordo. Deseé no haber presenciado aquella repugnante escena. No haber escuchado jamás los numerosos y vituperables rumores que ondeaban en torno a la figura de Fran. Deseé no haber salido de mi incómoda y agujereada cama. Deseé no haber sacado a toda mi tripulación ante el incontrolable mar de infortunios por el que acabábamos de navegar pero, sobre todo, deseé que aquél honesto hombre que ahora yacía entre el calor de la hoguera y la escarcha del suelo, entre la pureza de la vida y la podredumbre de la muerte, estuviera vivo.

Debíamos escapar o, mejor dicho, teníamos que escapar de aquel luctuoso lugar. Nuestros empapados rostros cubiertos de incesantes lágrimas debían encontrar el mismo  camino a través del cual habíamos llegado. Los nervios se habían apoderado de mí, sin embargo, era admirable el carácter impávido y sosegado que presentaba Robert quien poseía un gran don para interiorizar el dolor. Una vez sincronizadas nuestras miradas, el mensaje era claro: Huir sin mirar atrás, escapar de aquella vorágine de oscuridad, viento y frío.

Cuando al fin respiramos el contaminado oxígeno de las fábricas de ladrillos nuestro corazón retomó su ritmo habitual. Regresar cada uno por su cuenta suponía todo un riesgo pues la noche estaba constantemente vigilada por los numerosos guardias civiles que custodiaban la discreción de los asesinatos y la impunidad de los inocentes. Vástagos de una sociedad que no siente pero que sí padece. Vástagos de un ser maligno que habita en los cuadros de las casas vestido de uniforme militar y con un insignificante mostacho recortado a lápiz. Vástagos de un ser que se nutre de la inocencia y la gallardía para expandir su imperio del terror, del miedo, del dolor.

-Robert, ¿qué vamos a hacer? Somos testigos de un asesinato- dije-.

-Sí, lo somos-respondió secamente Robert quien andaba un tanto pensativo-.

-¿Estás bien?-cuestioné intrigado-.

-Rubén, ¿te has fijado en esos dos policías?-preguntó el sudoroso y sorprendido Robert-.

-¡Claro que me he fijado! Aunque la oscuridad ocultaba su rostro, ya los había visto antes. Discutían por las solitarias calles de la ciudad cuando me dirigía al domicilio de Rosa. Al parecer, uno es el capitán y, el otro, es un simple soldado raso. ¿Por qué lo preguntas?- añadí desconcertado-.

-¿Sobre qué discutían?- preguntó Robert-.

- No lo recuerdo muy bien. Estaba más preocupado en pasar inadvertido ante su presencia que de otra cosa -respondí con una agresiva tonalidad ante la ignorancia que estaba mostrando el capitán respecto a mi pequeño interrogatorio-. Robert, me estás asustando. ¿Qué sucede?

- Está bien. Te lo contaré. Durante la reyerta entre el padre de Rosa, uno de los guardias y el cura, el otro guardia permanecía callado y silencioso oteando cada palabra que salía disparada por sus respectivas bocas. Pues bien, ¿cómo es posible que no interviniera ni una sola vez? –pronunció el angustiado capitán-.

-Supongo que estaba de acuerdo con sus compañeros. ¡Qué sé yo! Además, ¿qué más da eso ahora, Robert?-dije turbado ante el extraño comportamiento que mostraba mi compañero-.

-Rubén, aquel misterioso picoleto… el que permanecía distanciado de los demás… nos vio…- añadió Robert-.

Aquellas afiladas palabras sobrevolaron la inmensidad oscura que nos rodeaba para impactar directas en el centro de mi corazón. Unas simples y meras palabras que acallaron el latir de un acelerado tambor.

-Es imposible. Completamente imposible. ¿Cómo diablos explicas que aquel monstruoso cómplice nos dejara escapar?- interrogué exaltado-.

-La lacia cabellera de aquel  extraño picoleto vestía un tono rojizo…-musitó Robert, probablemente, paralizado por sus pensamientos-.

- Ah, claro. La rojiza cabellera le aconsejó que nos dejase escapar. No digas chorradas, capitán. Creo que lo mejor será salir de aquí. Necesitamos descansar-respondí aparentando una cierta tranquilidad.
- Sí, será lo mejor…- balbuceó Robert-.

Vestí mi considerable intriga de una sólida capa de tranquilidad y serenidad. La curiosidad  actuaba como un hambriento y despiadado gusano  interno que, paulatinamente, iba consumiendo cada una de mis respectivas extremidades. Los nervios se habían asentado en lo más profundo de mi estómago. ¿Qué querría decir Robert con aquel extravagante comentario?

Fuera lo que fuera, la prioridad era hospedarse en un lugar seguro. Y así lo hicimos. Los dos descuidados transeúntes  andábamos deambulando por una silenciosa marea cargada de luces de farola y coches aparcados. Un inconfundible piélago urbano de calzadas y aceras que nos sumían en las mismísimas entrañas de una sociedad moribunda.

Finalmente alcanzamos nuestro tan ansiado destino: El escondite de la Rosa de los Vientos. Se trataba de una diminuta choza recostada en una de las zonas más enrevesadas y ocultas de la orilla del río Guadalquivir. Una fortaleza recubierta de espinas, barro y madera capaz de soportar las continuas crecidas  del incontrolable río. Una zona custodiada por gigantescos guardianes poseedores de las más afiladas ramas y cuya altura acariciaba la  más sensible piel de la luna. En lo más alto de aquella grandiosa morada desfilaba orgullosa una bandera tatuada con un sobrenombre en la parte inferior del dibujo en la que se podía leer: “La Flor de Lis”. Así se llamaba nuestro escondite, nuestra morada, nuestro hogar.

“La Flor de Lis” heredó su nombre de uno de los cuatro elementos que constituyen  la heráldica francesa junto a la cruz, el león y el águila. Un nombre que se puede traducir como “flor del lirio”. Se trata de una especie de flor cuya figura se asemeja a la del lirio que apareció durante muchos años en las cartas de navegación. Lo sabemos porque el padre de Robert era pescadero y le apasionaba el mar. Se sabía cada uno de los distintos elementos cartográficos que constituían la ruta de navegación. Gracias a él, nuestra tripulación de piratas fue bautizada  bajo el nombre de “La Rosa de los Vientos”.
Cuando nos adentramos en las fangosas profundidades de aquella cabaña, el silencio se irrumpió. Sentíamos la persistente presencia de algo más entre la lúgubre flora de aquel destartalado lugar. La presencia indescriptible de numerosos susurros cuchicheando a nuestro alrededor. No estábamos solos. Robert hizo un gesto para que retrocediéramos hacia atrás cuando, de repente, el frío tacto de una insignificante mano se posó en el hombro izquierdo del capitán. Enormes calambres sacudían la ennegrecida piel de un corsario  sucio, asustado y cabreado. No obstante, una voz bastante conocida sonó entre la tenebrosa oscuridad de la noche.

-¿Capitán, eres tú?- cuestionó Ibáñez-.

-La madre que te parió Ibáñez pero, ¿tú sabes el tremendo susto que me acabo de llevar, desgraciado?- respondió el alterado capitán-.

-Camaradas, ¿sois vosotros?- añadí-.

-Pues claro que somos nosotros. ¿No pensarías enserio que os íbamos a abandonar, no? Suponíamos que tarde o temprano volveríais aquí…-dijo “El remolacho”-.

-Gracias a dios. Chicos, ¿dónde está Rosa?- pregunté histérico-.

- ¿No está con vosotros?-interrogó Ibáñez-.

-¡Cómo va a estar con nosotros si se marchó con vosotros, so capullo!-exclamé promovido por la furia-.

-¡Qué no, qué está ahí dentro! Estaba tan cansada que nos pidió que la dejásemos descansar un poco. Para no molestarla, decidimos ir a inspeccionar la zona. Vamos lo que viene ser pasear y tal-musitó Ibáñez con una solaz carcajada esbozada en su rostro-.

Mientras mis pasos me dirigían a la humedad de aquella extravagante cabaña, era capaz de percibir como proseguía la conversación sin mí.

-¡Qué os ha pasado en el ojo! ¿No os habréis vuelto a pelear no?-interpeló Robert-.

-Esto…Díselo tú, cabeza quemada- respondió Ibáñez-.

- ¡Qué no me digas cabeza quemada! Con esa nariz puntiaguda que te gastas…-añadió el “Remolacho”-.

-¡Eh, Chicos… chicos…Rosa no está! – exclamé aterrorizado-. ¿Cuánto hace que la dejasteis aquí?
- Hará una hora o así… -comentó el sigiloso Alonso-.

-¿Qué? ¿Una hora? ¡Pero vosotros estáis locos o qué! Tenemos que ir a buscarla, no podemos abandonarla a la intemperie- comenté exaltado-.

-Cálmate, marinero. Daremos con ella. “Remolacho” y Alonso venid conmigo. Volveremos a su casa a ver si está allí.  Ibáñez acompañará a Rubén a inspeccionar la zona. Así, al menos, conseguiremos evitar una de vuestras estúpidas peleas- dictó Robert-.

-Roberto, esta vez no. Déjame ir solo. Conozco a Rosa, creo que sé dónde puede estar.- añadí con una actitud decisiva-.

-Mmm… está bien, dejaré que vayas donde quieras pero nunca irás sólo. Ibáñez te acompañará. –volvió a dictar el valeroso capitán-.

-Está bien. Andad con cuidado, mucha suerte –respondí entusiasmado-.

Sabía a la perfección donde podía estar. Era bastante improbable que Rosa hubiera regresado a su casa pues la llegada de aquellas aves carroñeras vestidas con sus altivos trajes militares sería inminente. Regresarían en busca de carne fresca.

El resto de la tripulación salió escopeteada en busca de nuestra amada doncella. Si nos cogieran, no podíamos señalar a Rosa como la culpable del encierro. En su dulce mirada deslumbraba la poderosa pasión que su padre despertaba en ella. La pasión y el amor son los únicos navíos que el mar nunca conseguirá hundir. Dos navíos capaces de aguantar las continuas sacudidas de una vida robada. Poco a poco, empiezo a entender que la vida no es sinónimo de libertad, no lo es. La libertad es esa sonrisa descuidada que se escapa en un suspiro de tiempo determinado. Ese veloz instante que nos permite evadirnos de la realidad para sumergirnos y bucear en el mar de la libertad.

Aún recuerdo la extraña canción que mi hermano solía cantar para enviarme al país de los sueños. Unas singulares letras que, aunadas bajo una manta de inteligencia y corazón, era temida por los mandatarios de aquél inhóspito lugar. Aunque, por desgracia, mi vagabunda memoria solo hizo sitio para una única estrofa:

“Qué es mi barco: mi tesoro,
qué es mi dios: la libertad,
 mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria a la mar.”                                                                                                                   
Esa afable canción se convertiría en mi otro compañero de viaje. Los tres osados camaradas corríamos veloces como si estuviésemos castigados por las continuas sacudidas de un látigo certero y cruel. Como si la noche nos torturase por cometer la semejante estupidez de caminar bajo el vuelo de un desvelado depredador.

Nuestros agotados pulmones, estrangulados por la rápida velocidad que habíamos logrado alcanzar, comenzaron a privarnos de oxígeno y de aliento. El chistoso Ibáñez yacía detrás de mí, cautivado por el lujoso cansancio que no podíamos permitirnos. Suplicaba una y otra vez, como si de un repetido loro se tratase, que nos tomásemos un respiro, pero si lo hacíamos, puede que nuestro encuentro con Rosalinda se retrasara para siempre.

-Vamos compañero, no puedes rendirte ahora. Rosa confía en nosotros- pronuncié con decisión-.
- Lo estoy intentando pero no puedo, no puedo- respondió el chistoso camarada-.

Debía de encontrar las palabras adecuadas que sedujesen a aquel exhausto bucanero. La cuestión es que Ibáñez nunca ha perdido su sentido satírico de las cosas. Hubiese sido demasiado pedir que aquel amante de la comedia se tomase aquella situación en serio por lo que opté por cometer una alocada estrategia.

-Ibáñez… ¡Qué decepción!-comenté adoptando un tono un tanto irritado-.

-Me da igual lo que pienses no voy a mover un solo centímetro de mi cuerpo- añadió el alterado Ibáñez.

¿Estás completamente seguro?-cuestioné esbozando una leve sonrisa en mi cara-.

-Seguro, no. Segurísimo- respondió firmemente Ibáñez-.

-Bueno, me encantará escuchar las interminables burlas que se le ocurrirán al “Remolacho” cuando se entere de tu rápido abandono.

-No serás capaz…-señaló el descompuesto rostro del hastiado Ibáñez.

-¿A cuánto asciende la suma de tu apuesta?-pregunté intrigado-.

-Jeje… ¡Era broma, camarada! ¡Solo te estaba tomando el pelo! En fin… ¿a qué estamos esperando?-culminó el milagrosamente recuperado Ibáñez-.

El diminuto hálito de los dos se fue recomponiendo poco a poco, de modo que acordamos proseguir con nuestra entrañable aventura. Cada vez nos aproximábamos más al objetivo hasta que, finalmente, lo alcanzamos: Nuestro amoroso descampado, nuestro oasis. En el preciso instante en el que mis debilitados pies se deslizan por las refrescantes hierbas de aquel embelesador lugar, una especie de escalofrío asciende, poco a poco, por las tímidas piernas cargadas de cicatrices que mi piel suele soportar. Posteriormente, esa discreta y húmeda sacudida sigue trepando por la cintura y los brazos hasta que, inevitablemente, acaba por acariciarme el cuello.

El viento intentaba exterminar un aroma imperturbable, inamovible. Elaboraba  complejas y feroces ráfagas de aire que intentaban esparcir y difuminar el dulce olor a néctar y a vida, pero no lo conseguía. Cuando todo mi cuerpo acabó de regocijarse en aquel oasis del amor, mis ojos presenciaron unas temblorosas y diminutas luces alojadas en torno a la hermosa figura de una pequeña silueta. Una delicada rosa agitada por el viento: Rosalinda.

Cuando miré hacia atrás, Ibáñez se encontraba tumbado en mitad de la hierba con una postura muy semejante a la de un ángel de nieve. Estaba agotado, adormecido, destrozado, así que decidí adentrarme en aquél desfile de sigilosas luciérnagas para asegurarme y conversar sobre el bienestar de Rosa. Pero su rostro, parecía dominado por las caudalosas lágrimas que discurrían por sus redondeadas mejillas. El sonido que emitía los entrecortados sollozos intentaba huir y escapar por su sepultada boquita.

-¿Dónde está papá?- susurró entre ilimitados balbuceos-.

-No lo sé- respondí precipitadamente-.

-Mientes…-replicó la entristecida niña-.

-No, de verdad que no. Roberto y yo vimos cómo tu padre se desprendió de aquellos dos policías de un puñetazo y se sumergió entre la oscuridad de la noche- mentí-.

-¿Lo dices enserio?-cuestionó entusiasmada Rosa-.

-Pues claro, acaso te mentiría yo- señalé mientras aparentaba una serenidad impecable-.

Era consciente de las carencias y deficiencias éticas y morales que mostraba mi enclenque estrategia pero no podía permitir que, la reencarnación de la alegría, perdiese su incomparable aura de vida, de diversión y de libertad.

-Por eso tienes que ser fuerte…-añadí conmocionado-.

-Sí, tienes razón- respondió con una resplandeciente sonrisa-.
Aquella situación me pareció muy similar a la de la inexplicable aparición de ese bello arco en el que se combinan casi todos los colores después de la explosión de una devastadora y atronadora tormenta.

-Rosa, hay algo que me gustaría preguntarte- interrogué con cierta delicadeza-.

-¿Si?...-musitó mientras se enjugaba las lágrimas que se habían consolidado como pequeños charcos en el surco de sus jugosos labios-.

-Aquellos desalmados guardias civiles que interrogaron a tu padre pretendían que les  confesase algo…-sugerí-.

-¿Los libros?-preguntó con cierta confusión-.

-No, no puede ser, de lo contrario aquellos emisarios hubieran raptado los libros. Dudo encarecidamente que se refirieran a esos manuscritos. Es más, hacían una constante  referencia a “ellos”… ¿tienes alguna idea de quiénes pueden ser?-aclaré-.

-Mmm…-pronunció la pensativa Rosalinda-.

-Alguien con quién se viese tu padre… algún conocido o…-dije-.

-Ahora que lo dices,  recuerdo que, una noche, escuché a mi padre conversar con alguien pero no pude identificar su rostro pues portaba un grisáceo pasamontañas.

-Y su voz… ¿pudiste escuchar su voz?-pregunté un tanto desesperado-.

No, no escuché nada. Excepto, el relincho de un caballo un tanto sofocado-señaló la reflexiva chica cuyas lágrimas habían cesado-.

-¿Un relincho? Mm, ¡qué extraño!- pensé dubitativo ante semejante declaración.

-No se me ocurre otra cosa… Desde que yo nací mi padre nunca ha vuelto a ser el mismo-exclamó agitada por los continuos remordimientos que parecían venirle a la cabeza-.

-¿Quieres decir… desde la ausencia de tu madre?- añadí sorprendido-.

- Sí, así es. Mi tío solía contarme como era mi padre de joven. La exquisita felicidad que desprendía por las calles que pisaba y su enorme pasión por la lectura lo condujeron a una afortunada niñez-confesó la acongojada doncella-. Sin embargo, tras la muerte de mi madre, papá comenzó a actuar de un modo un tanto extraño. Se encerraba a todas horas en ese lúgubre sótano rodeado de gloriosas estanterías y no salía hasta la noche, probablemente, intentando retomar su tan añorada juventud-señaló Rosa, cuyo semblante esbozaba una entristecida mirada-.

-¿Toda la tarde leyendo libros?- cuestioné intrigado ya que no podía borrar de mi mente la desagradable mezcla de vodka y ron-.

-Bueno, ¿puedo confiar en ti?-preguntó un tanto avergonzada-.

-Claro-respondí-.

-Papá consumía una enorme cantidad de alcohol…-sugirió Rosa totalmente ruborizada-.

-No tienes por qué avergonzarte. Hay mucha gente que comparte ese gusto por el alcohol- aclaré-.

-¿Gusto? Papá detesta el sabor del alcohol. De hecho, lo repudia- pronunció la turbada doncella-.

-¿Cómo? ¿Entonces? No entiendo nada, Rosa- cuestioné exhausto-.

-Un día mi padre se vio superado por el cansancio, la tristeza y la desolación. Decidió abrir un par de botellas que, mi padre, tenía guardado para los festejos y se las bebió. Mientras lo observaba con la puerta del sótano entreabierta pude ver algo excepcional. Papá, ebrio y exhausto, creyó haber visualizado a mamá. Tuvo una alucinación en la que entabló toda una conversación con ella. Le oía murmurar, en repetidas ocasiones, su nombre…-declaró conmocionada-.

La misma e imperturbable frase retumbaba una y otra vez, no  ya en mi cabeza sino en mi corazón: ¿Qué habíamos hecho?

Fin del capítulo 

miércoles, 12 de agosto de 2015

La Rosa de los Vientos (Capítulo 6)

6. Tocado y hundido.
Una sombra alargada se acurrucaba entre las huesudas manos de la muerte. Una sombra cobijada bajo el manto espectral de aquella imponente guadaña. Una sombra mecida por la espesa oscuridad de la noche y el consuelo de una desgarradora danza por cortesía de dos lúgubres diablillos que agitaban sus alas confundidos por el estruendo de aquella desértica montaña y los airados vientos que rugían entre las livianas hojas de la arboleda.

El destello  de nuestras linternas actuaba como intermitentes párpados de aquella inhóspita oscuridad. El ronquido de las ranas empapadas por el fango, quiénes se regocijaban en sus relucientes baños de lodo, era arrastrado por un enfurecido viento provocando un ligero titubeo en nuestras caderas, en nuestros brazos, e incluso, en las zonas más cercanas a nuestros pantalones. Un baile de muerte, una danza de pétalos desterrados y arrancados por el certero corte de una guadaña perversa y malintencionada cuya sonrisa era tan terrorífica y escandalosa que hasta los vivos creíamos oírla.

El aullido desconsolado de los hambrientos y feroces lobos componía la mayor balada de amor jamás vista para una grisácea, pálida y apagada doncella dividida por la mitad. Una doncella triste y solitaria rodeada de pequeñas luces sumergidas en la más absoluta oscuridad. Aquellos rabiosos músicos tarde o temprano emprenderían una  exhaustiva búsqueda de comida y, nosotros, si nos retrasábamos demasiado, constituiríamos su primer y único plato.

No había ni el más mínimo rastro de Migue. Probablemente, se había marchado a su casa ante el miedo infundido por aquel aterrador paisaje. El resto de la tripulación estaba como en una especie de petrificación provocada, posiblemente, por los sospechosos gemidos que provenían de la montaña. Sin embargo, hubo una persona que tiraba de nosotros. Una persona que caminaba sin detenerse ni un solo instante. Una persona que parecía sorda, ciega y muda. Una especie de espíritu valeroso y diestro alojado en lo más profundo del corazón de una dulce y cariñosa señorita.

Yo la miraba entusiasmado. Reflexiona acerca de la abominable estupidez que asolaba y residía en el ser humano. Todo un pueblo cuestionaba su normalidad, su humanidad e incluso su integridad. El mismo pueblo que se encierra como un caracol en su casa, como una abeja en su enjambre, como un ladrón en su cueva. Un pueblo  que percibe las horripilantes pesadillas de una aciaga noche y que, a la mañana siguiente, se despierta como si no hubiera pasado nada. Como si el vecino al que acababan de traicionar siguiera allí, paseando a su perro por las calles de un río sin agua, de un mar sin sal, de un corazón sin sangre. En cambio, ella caminaba por los tormentosos laberintos de una montaña endiablada para salvar la vida de su moribundo padre. Una esperpéntica contradicción proveniente de un macabro creador.

Nuestras pisadas avanzaban en dirección norte. La hoguera se situaba al final de un pedregoso camino orientado hacia una lúgubre caverna. Los setos parecían señales alojadas en ambas direcciones que adornaban el angosto camino que debíamos seguir. En mi cabeza, los “padre nuestro” se sucedían como pipas. Como una especie de retrospección interminable e incesante que comenzaba una vez acababa y  que acababa una vez comenzaba.

El miedo es un parásito que se asienta en la zona más oscura y acogedora de un ser para absorber la fuente racional de su espíritu e intercambiarla por los sentimientos de zozobra y terror. No obstante, mi padre ya me había desparasitado, a mí y a mis hermanos, desde hacía ya mucho tiempo. Cuando no tenía que visitar la alejada y enemistada vendimia francesa, mi padre, se volcaba en nosotros. Recuerdo la forma tan peculiar de extirparnos ese peligroso miedo. Solía esconder una serie de objetos como pañuelos, cubiletes o canicas bien entre los árboles o bien entre los arbustos del río. El primer hermano que consiguiera dicho objeto sería premiado con un lujoso caramelo y un condecorado reconocimiento. Gracias a aquellas tonterías la soledad y el ruido no enturbiaban tanto a mi corazón.

Los aventureros de la Rosa de los Vientos deambulaban y divagaban acerca de la extraña tirita que lucía en la despejada cabellera del padre Camilo José. Además, no acabábamos de entender por qué estaba en aquel preciso lugar. Las posturas ideológicas respecto a seguir o abandonar estaban sólidamente enfrentadas
.
-Camaradas, en mi humilde opinión, creo que deberíamos salir escopeteados de aquí si no queremos 
convertirnos en pasto para los lobos. Además, ¿qué haremos si aquellos monstruosos hombres nos descubren? No sé si los habéis visto bien, pero ¡están armados!- dijo “El Remolacho”.

-¿Qué pasa, zanahorio, es que se te ha subido la sangre a los pelos?-mencionó el incansable Ibáñez-.

-Mira, subnormal, estoy harto de tus estúpidas bromas. Si no hubiera sido por tu mal chiste en casa de Rosa, nada de esto estaría pasando-contestó el petirrojo un tanto enfadado-.

-¿Perdón, por mi culpa? Tú eres el cabeza buque que rompió aquella dichosa maleta. Maldito engreído- añadió el risueño Ibañez-.

- ¡Tu cerebro sí que es una maleta, fantoche! A ver, repite conmigo… Ma-ce-ta- dijo el petirrojo tripulante con un notable tono burlesco.

-¡Qué ha sido un lapsus lingae de esos! Además prefiero ser un analfabeto que un pobre feriante como tú. Lástima que Migue no esté aquí para ver la tremenda pena que transmites. Solo eres un estúpido truhan que camina de un lado para otro viendo como los demás niños disfrutan mientras que  tú limpias los asquerosos estropicios que deja el resto- pronunció con un cierto grado de beligerancia el joven Ibañez-.

-¡Qué sabrás tú de la vida estúpido pánfilo! Prefiero ser un pobre feriante y hacer felices a los demás que ser hijo de un fantasmagórico picoleto cuya meta consiste es tirar petardos en una  mera montaña triste, oscura y vacía- protestó el sollozante “Remolacho”.

La discusión pareció disolver el enorme antifaz que encogía el corazón de estos dos miembros de la tripulación. En unos pocos segundos, se gestó una reyerta campestre que culminó con un maratón de puñetazos y patadas. Finalmente, el capitán, demostró una vez más por qué era el líder de aquel desastroso grupo de bucaneros.

-¡Vosotros dos sois idiotas! Parece que no sois conscientes de la gravedad de la situación par de cavernícolas cabezones. Vosotros dos peleándoos por saber quién posee más dinero que quién o quién se dedica a qué. Al menos tenéis una familia estable y comida que llevaros a la boca. Hace un par de semanas que no sé nada de mi padre y los problemas en mi casa se acumulan. Las racionalizaciones repartidas por la alcaldía se han visto reducidas en mi casa debido a la ausencia de mi padre. Mi madre está enferma y me visto obligado a trabajar cuando no sé ni hacer la cama. Ser feriante o tener un padre picoleto no tiene por qué ser deshonroso para una familia. Algún día dejaréis esa estúpida contienda de insultos y agresiones que lleváis años alimentando para comprender que la vida no es un regalo, ni mucho menos, sino un préstamo que hay que devolver con intereses. No sé ustedes, pero no voy a permitir que mi gran amiga Rosa se quede sin padre. Yo continuaré hacia delante. Si queréis seguirme sed bienvenidos pero dejar esas niñerías de una vez por todas.

Un silencio incómodo se había apoderado de la situación. Nadie decía nada, nadie miraba nada pero todos sentíamos todo. Entre pequeños balbuceos me digné a hablar.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos- pensé que el gran lema de nuestra tripulación era la dosis de adrenalina necesaria para  que los chicos  pudieran salir hacia adelante-. Adelanté  y extendí una mano abierta en medio de la multitud.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos- dijo el capitán de la tripulación con una ambiciosa y complacida mirada-.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos- añadió Ibáñez quién mostraba un considerable hinchazón en el labio-.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente maletas- pronunció el inagotable petirrojo ante la enorme carcajada de todos-.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos- mencionó el callado y silencioso Alonso quien apenas había hablado desde el inicio de la misión-.

Todos los miembros direccionamos nuestros lánguidos ojos hacia Rosa quien nos miraba asombrada. Todos repetimos al unísono el famoso lema que tanto nos caracterizaba e invitamos a nuestra joven doncella a que se uniera. Así lo hizo, la decisión estaba tomada: Adelante, siempre, siempre adelante.
Durante nuestra prolongada travesía invernal en aquel inhóspito camino de boñigas de cabra y de grillos maleducados tenía la desconcertante sensación de que no estábamos solos. Mantenía con certeza la idea de que  decenas de miradas se clavaban en nuestras chepadas espaldas, ocultas en la soledad de la noche, esperando el momento adecuado para sobresaltarnos. Ojalá Tomás estuviera aquí. Él posee la habilidad de reconocer y etiquetar cada rincón de esta dichosa montaña, cada escondrijo y cada atajo que nos conduciría a un lugar seguro.

Tras una serie de innumerables lamentos y sollozos y, tras soportar el moqueo continuado e interminable de nuestro valeroso timonel, conseguimos alcanzar un sitio muy cercano para visionar todos y cada uno de los distintos diálogos que allí se pronunciaban.

La situación había volcado hacia el lado más drástico y dramático de la moneda. Los dos policías custodiaban al rehén recientemente mientras que, Camilo José, con una biblia en la mano y un objeto desconocido en su mano derecha. Parecía una especie de hierro alargado con un gran orificio en la punta.

Arrodillado el pobre y abandonado Fran a merced de aquellos sedientos y despiadados malhechores, comenzó un intenso diálogo que culminaría con un final inesperado.

-¿Fran? ¿Juan Francisco Hernández Martín?- preguntó uno de los dos guardias civiles-.

-Sí, señor. Ese es mi nombre- respondió el desorientado Fran-.

-Supongo que sabes cuáles son los diversos motivos que nos traen, a estas horas de la noche, hasta aquí. ¿No, Fran?- cuestionó el mismo guardia civil, cuya malévola sonrisa se dibujaba en su áspero y endemoniado rostro-.

-Lo único que sé, muy señor mío, es que ustedes han irrumpido ilegalmente en mi hogar para sacarme con este ridículo pijama de rayas por las calles y los campos más angostos y desorbitados que han encontrado. Sé que me han arrodillado, sé que me han escupido y sé que me han tapado mi humilde e inocente rostro con una bolsa barata. Nada más ni nada menos.

El capitán giraba una y otra vez en torno a la figura del arrodillado rehén. Revoloteaba en círculos como si fuese una especie de ave carroñera que busca, ansiosamente, el momento preciso para atacar y desmembrar a su arrinconada presa. Un trabajo rápido, sencillo y eficaz. Mientras tanto, el soldado de turno mantenía su férrea mirada fija en la hoguera. Una mirada avergonzada que evitaba, por todos los medios, el contacto visual con aquella víctima, con aquella presa.

-Señor Fran, usted siempre tan ocurrente. Cuando se va a dar cuenta de que el mundo por el que lucha no existe. Nunca ha existido y nunca existirá. No existe una igualdad social. Fíjese en los numerosos casos que se han repetido, una y otra vez, a lo largo de la historia. La guerra norteamericana con su venta ambulante de negros o el imperialismo español, cuya meta no era otra que la de conseguir esclavos. El mundo siempre repite la misma jugada de ajedrez, si la contradecimos entraremos en un inevitable jaque mate. Perderemos la partida, perderemos nuestra vida. Es la voluntad de Dios, ¿a que sí, padre?-interrogó el tozudo capitán-.

-Claro que sí. Nosotros no somos quién para cuestionar la obra de Dios-respondió con serenidad el sonrojado sacerdote-. Hijo mío, te entiendo a la perfección. La iglesia ha emprendido largas y prolongadas pugnas, a lo largo de su historia, para abolir cualquier injusticia que brotara en nuestro paraíso terrenal. Nos hemos dejado la piel y el sudor para que la solidaridad y la caridad salgan victoriosos en un mundo consumido por los herejes y las blasfemias. Arrepiéntete, hijo, arrepiéntete. Dinos donde están y nosotros facilitaremos tu despedida de la forma más indolora posible.

-Quién ignora su historia está condenado a repetirla, señor. ¿Qué la iglesia se ha dejado la piel y el sudor? No, señor mío, no. La iglesia no suda porque es inhumana. La iglesia no se deja la piel sino que la cambia, la muda, la vende. Vosotros mismos sois la serpiente que con tanta intensidad promulgáis como el pecado. Las cruzadas, severas y sangrientas guerras provocadas por la ambición de una doctrina sedienta de sangre, de un parásito que necesitaba un huésped para alimentarse. El imperialismo español provocado por el contagio de un virus llamado cristianismo, un virus que ha decapitado, una a una, las distintas creencias de pueblos milenarios, de tradiciones centenarias. Por culpa de gente como usted, maldito bastardo, el mundo se ha convertido en un ser medio moribundo que da sus últimos coleteos para impedir que se ahogue entre el poderoso oleaje de sus propios pecados. ¿Quiere más ejemplos?-comentó el enfurecido Fran-.

-Mida bien cada centímetro de sus palabras. Cada milésima de sus vocales. Doy gracias a don Francisco Franco por encargarse de herejes como tú. Seres sin cerebro que buscan estacionarse en un punto fijo toda su vida mientras esperan vivir del estado. Franco ha sido seleccionado como el emisario de Dios, como el pastor de un rebaño dislocado, y ustedes no van a impedírselo. Confiésate o consúmete en las ardientes llamas del infierno.

-Podría hablarle de Francisco Franco, podría hablarle de cómo llegó al poder por la fuerza y de la enorme mochila de asesinatos que carga a sus espaldas. Podría hablarle del número de niños huérfanos que van cayéndose a su paso o, incluso, del número de personas que permanecen recostadas entre los mantos fúnebres y embarrizados de ese barranco que se sitúa al oeste de su arma. Pero no lo voy a hacer. Lo único que espero es que algún día, usted amigo mío y, usted capitán, paguen por todos y cada uno de sus  respectivo pecados- declaró el pestilente Fran, quien denotaba un cierto olor a vodka y a ron. Fundamentalmente a ron-.

Desde nuestro oculto mirador, éramos testigos de aquella férrea disputa. Los presentimientos de un niño humilde son tímidos pero también sinceros. Nosotros, Roberto y yo, ya olíamos el desagradable olor de la tragedia, de la decadencia. Sabíamos que algo extraño iba a pasar así que decidimos que, lo mejor, era llevarnos a Rosa de aquel siniestro lugar. Aunque fuera por la fuerza.

Entre los dos decidimos que los encargados de acompañar a Rosalinda serían Alonso, Dionisio e Ibáñez. Resulta bastante inútil decir que la joven damisela no opuso ninguna resistencia porque lo hizo. Las manos de la tripulación arropaban el dulce tacto de sus labios. “Lleváosla y ponedla a buen recaudo. Nosotros nos ocuparemos de tu padre, Rosa, te lo prometo."

Una vez sosegada aquella indomable aventurera, los miembros de la tripulación se marcharon. Roberto y yo no pronunciamos ni una sola palabra, pero sí que intercambiamos infinidad de miradas. Los minutos, quizás segundos, que medían la duración de aquella trágica escena estaban contados. Sobrecogidos por aquel confuso baile de declaraciones malintencionadas, nos temíamos lo peor. “Dios nos protegerá, Rubén, Dios nos protegerá.”

De una forma un tanto repentina, el padre Camilo José, se aproximó al cuerpo arrodillado del humilde Fran, le destapó la cara y pronunció unas desconcertantes palabras.

-Bienaventurado sea el coraje y la valentía que acabas de demostrar. Bendito sea el lazo de lealtad que has establecido con esos asquerosos rufianes. Eres una persona con palabra y eso me enorgullece. Pero dime, valeroso caballero, ¿cómo esperas proteger a tu pobre, pobre niñita después de muerto?-interrogó el risueño pastor-.

El gesto de estupefacción reflejado en un rostro horrorizado y resquebrajado por el llanto y el dolor es imposible de definir. Se escuchó entre la inmensidad de un oscuro océano el crujido de un barco tocado y hundido. La lenta decadencia de un navío sólido, fuerte y bravo que navegaba en busca de la tranquilidad y la paz pero cuyo oleaje le proporcionó una densa brecha en lo más profundo de su ser. Sudor, lágrimas, ron y muerte constituían la fragancia de aquel espectral hombre. Un fantasma desalmado y roto.

-No…no serás capaz de tocarla. Juró por mi vida que encontraré el modo, la hora y el lugar para regresar de entre los muertos, para buscarte. Para matarte de una forma tan lenta y dolorosa que ni el mismísimo satán podría igualar. Eres un malnacido. No tienes corazón-esbozó entre interminables sollozos el desconsolado Fran-.

Una indescriptible carcajada sumergió a la montaña en un chispeante vals de terror y miedo.

-Sí, creo que la penetraré con tanta fuerza que los placenteros llantos que salgan disparados por su jugosa boquita alcanzarán el rincón más oculto y recóndito del infierno. En primer lugar, la encerraré en un cuarto oscuro y solitario durante, al menos, seis días. Luego, comenzaré por darle mis sobras y, después, encenderé las luces de aquella decrépita habitación. Y, cuando lo haga, se percatará de los millares de espejos que habré colocado para que se vea reflejada y, así, se dé cuenta de la clase de monstruo que es. Lo pasaremos divinamente, nunca mejor dicho- confesó el irreconocible sacerdote acompañado de una sobre actuada alegría-.

La reacción instantánea del joven padre fue la de levantarse promovido por la ira y el dolor en busca de aquel emisario de Dios. No obstante, ante la carcajada interminable del pastor y el gran capitán de la policía, la rabia contenida inevitablemente en la mirada sobresaltada de Fran terminaría por explotar. En medio de la oscuridad de la noche, un grito de desolación coronaba el eco difundido por la rocosa montaña. Un eco, un grito, un chillido que se apagaría paulatinamente, como la llama de la hoguera, ante el estruendoso sonido de un ligero gatillo. Aquél fue el último rugido de un corazón malherido.

-Deshaceos del cuerpo. No quiero que nadie sepa quién ha estado aquí. Ah… y buscadme a esa preciosa princesa. Soy un hombre de palabra, yo cumplo todo lo que digo – balbuceó desternillantemente el sacerdote.

Fin del capítulo.