6. Tocado y hundido.
Una sombra alargada se acurrucaba entre las
huesudas manos de la muerte. Una sombra cobijada bajo el manto espectral de
aquella imponente guadaña. Una sombra mecida por la espesa oscuridad de la
noche y el consuelo de una desgarradora danza por cortesía de dos lúgubres
diablillos que agitaban sus alas confundidos por el estruendo de aquella
desértica montaña y los airados vientos que rugían entre las livianas hojas de
la arboleda.
El destello
de nuestras linternas actuaba como intermitentes párpados de aquella
inhóspita oscuridad. El ronquido de las ranas empapadas por el fango, quiénes
se regocijaban en sus relucientes baños de lodo, era arrastrado por un
enfurecido viento provocando un ligero titubeo en nuestras caderas, en nuestros
brazos, e incluso, en las zonas más cercanas a nuestros pantalones. Un baile de
muerte, una danza de pétalos desterrados y arrancados por el certero corte de
una guadaña perversa y malintencionada cuya sonrisa era tan terrorífica y
escandalosa que hasta los vivos creíamos oírla.
El aullido desconsolado de los hambrientos y
feroces lobos componía la mayor balada de amor jamás vista para una grisácea,
pálida y apagada doncella dividida por la mitad. Una doncella triste y
solitaria rodeada de pequeñas luces sumergidas en la más absoluta oscuridad.
Aquellos rabiosos músicos tarde o temprano emprenderían una exhaustiva búsqueda de comida y, nosotros, si
nos retrasábamos demasiado, constituiríamos su primer y único plato.
No había ni el más mínimo rastro de Migue.
Probablemente, se había marchado a su casa ante el miedo infundido por aquel
aterrador paisaje. El resto de la tripulación estaba como en una especie de
petrificación provocada, posiblemente, por los sospechosos gemidos que
provenían de la montaña. Sin embargo, hubo una persona que tiraba de nosotros.
Una persona que caminaba sin detenerse ni un solo instante. Una persona que
parecía sorda, ciega y muda. Una especie de espíritu valeroso y diestro alojado
en lo más profundo del corazón de una dulce y cariñosa señorita.
Yo la miraba entusiasmado. Reflexiona acerca
de la abominable estupidez que asolaba y residía en el ser humano. Todo un
pueblo cuestionaba su normalidad, su humanidad e incluso su integridad. El
mismo pueblo que se encierra como un caracol en su casa, como una abeja en su
enjambre, como un ladrón en su cueva. Un pueblo
que percibe las horripilantes pesadillas de una aciaga noche y que, a la
mañana siguiente, se despierta como si no hubiera pasado nada. Como si el
vecino al que acababan de traicionar siguiera allí, paseando a su perro por las
calles de un río sin agua, de un mar sin sal, de un corazón sin sangre. En
cambio, ella caminaba por los tormentosos laberintos de una montaña endiablada
para salvar la vida de su moribundo padre. Una esperpéntica contradicción
proveniente de un macabro creador.
Nuestras pisadas avanzaban en dirección
norte. La hoguera se situaba al final de un pedregoso camino orientado hacia
una lúgubre caverna. Los setos parecían señales alojadas en ambas direcciones
que adornaban el angosto camino que debíamos seguir. En mi cabeza, los “padre
nuestro” se sucedían como pipas. Como una especie de retrospección interminable
e incesante que comenzaba una vez acababa y
que acababa una vez comenzaba.
El miedo es un parásito que se asienta en la
zona más oscura y acogedora de un ser para absorber la fuente racional de su
espíritu e intercambiarla por los sentimientos de zozobra y terror. No
obstante, mi padre ya me había desparasitado, a mí y a mis hermanos, desde
hacía ya mucho tiempo. Cuando no tenía que visitar la alejada y enemistada
vendimia francesa, mi padre, se volcaba en nosotros. Recuerdo la forma tan
peculiar de extirparnos ese peligroso miedo. Solía esconder una serie de
objetos como pañuelos, cubiletes o canicas bien entre los árboles o bien entre
los arbustos del río. El primer hermano que consiguiera dicho objeto sería
premiado con un lujoso caramelo y un condecorado reconocimiento. Gracias a
aquellas tonterías la soledad y el ruido no enturbiaban tanto a mi corazón.
Los aventureros de la Rosa de los Vientos
deambulaban y divagaban acerca de la extraña tirita que lucía en la despejada
cabellera del padre Camilo José. Además, no acabábamos de entender por qué
estaba en aquel preciso lugar. Las posturas ideológicas respecto a seguir o
abandonar estaban sólidamente enfrentadas
.
-Camaradas, en mi humilde opinión, creo que
deberíamos salir escopeteados de aquí si no queremos
convertirnos en pasto para
los lobos. Además, ¿qué haremos si aquellos monstruosos hombres nos descubren?
No sé si los habéis visto bien, pero ¡están armados!- dijo “El Remolacho”.
-¿Qué pasa, zanahorio, es que se te ha subido
la sangre a los pelos?-mencionó el incansable Ibáñez-.
-Mira, subnormal, estoy harto de tus
estúpidas bromas. Si no hubiera sido por tu mal chiste en casa de Rosa, nada de
esto estaría pasando-contestó el petirrojo un tanto enfadado-.
-¿Perdón, por mi culpa? Tú eres el cabeza
buque que rompió aquella dichosa maleta. Maldito engreído- añadió el risueño
Ibañez-.
- ¡Tu cerebro sí que es una maleta, fantoche!
A ver, repite conmigo… Ma-ce-ta- dijo el petirrojo tripulante con un notable
tono burlesco.
-¡Qué ha sido un lapsus lingae de esos!
Además prefiero ser un analfabeto que un pobre feriante como tú. Lástima que
Migue no esté aquí para ver la tremenda pena que transmites. Solo eres un
estúpido truhan que camina de un lado para otro viendo como los demás niños
disfrutan mientras que tú limpias los
asquerosos estropicios que deja el resto- pronunció con un cierto grado de
beligerancia el joven Ibañez-.
-¡Qué sabrás tú de la vida estúpido pánfilo!
Prefiero ser un pobre feriante y hacer felices a los demás que ser hijo de un
fantasmagórico picoleto cuya meta consiste es tirar petardos en una mera montaña triste, oscura y vacía- protestó
el sollozante “Remolacho”.
La discusión pareció disolver el enorme
antifaz que encogía el corazón de estos dos miembros de la tripulación. En unos
pocos segundos, se gestó una reyerta campestre que culminó con un maratón de
puñetazos y patadas. Finalmente, el capitán, demostró una vez más por qué era
el líder de aquel desastroso grupo de bucaneros.
-¡Vosotros dos sois idiotas! Parece que no
sois conscientes de la gravedad de la situación par de cavernícolas cabezones.
Vosotros dos peleándoos por saber quién posee más dinero que quién o quién se
dedica a qué. Al menos tenéis una familia estable y comida que llevaros a la
boca. Hace un par de semanas que no sé nada de mi padre y los problemas en mi
casa se acumulan. Las racionalizaciones repartidas por la alcaldía se han visto
reducidas en mi casa debido a la ausencia de mi padre. Mi madre está enferma y
me visto obligado a trabajar cuando no sé ni hacer la cama. Ser feriante o
tener un padre picoleto no tiene por qué ser deshonroso para una familia. Algún
día dejaréis esa estúpida contienda de insultos y agresiones que lleváis años
alimentando para comprender que la vida no es un regalo, ni mucho menos, sino
un préstamo que hay que devolver con intereses. No sé ustedes, pero no voy a
permitir que mi gran amiga Rosa se quede sin padre. Yo continuaré hacia
delante. Si queréis seguirme sed bienvenidos pero dejar esas niñerías de una
vez por todas.
Un silencio incómodo se había apoderado de la
situación. Nadie decía nada, nadie miraba nada pero todos sentíamos todo. Entre
pequeños balbuceos me digné a hablar.
-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas.
Eternamente eternos- pensé que el gran lema de nuestra tripulación era la dosis
de adrenalina necesaria para que los
chicos pudieran salir hacia adelante-.
Adelanté y extendí una mano abierta en
medio de la multitud.
-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas.
Eternamente eternos- dijo el capitán de la tripulación con una ambiciosa y
complacida mirada-.
-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas.
Eternamente eternos- añadió Ibáñez quién mostraba un considerable hinchazón en
el labio-.
-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas.
Eternamente maletas- pronunció el inagotable petirrojo ante la enorme carcajada
de todos-.
-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas.
Eternamente eternos- mencionó el callado y silencioso Alonso quien apenas había
hablado desde el inicio de la misión-.
Todos los miembros direccionamos nuestros
lánguidos ojos hacia Rosa quien nos miraba asombrada. Todos repetimos al
unísono el famoso lema que tanto nos caracterizaba e invitamos a nuestra joven
doncella a que se uniera. Así lo hizo, la decisión estaba tomada: Adelante,
siempre, siempre adelante.
Durante nuestra prolongada travesía invernal
en aquel inhóspito camino de boñigas de cabra y de grillos maleducados tenía la
desconcertante sensación de que no estábamos solos. Mantenía con certeza la
idea de que decenas de miradas se
clavaban en nuestras chepadas espaldas, ocultas en la soledad de la noche,
esperando el momento adecuado para sobresaltarnos. Ojalá Tomás estuviera aquí.
Él posee la habilidad de reconocer y etiquetar cada rincón de esta dichosa montaña,
cada escondrijo y cada atajo que nos conduciría a un lugar seguro.
Tras una serie de innumerables lamentos y
sollozos y, tras soportar el moqueo continuado e interminable de nuestro
valeroso timonel, conseguimos alcanzar un sitio muy cercano para visionar todos
y cada uno de los distintos diálogos que allí se pronunciaban.
La situación había volcado hacia el lado más
drástico y dramático de la moneda. Los dos policías custodiaban al rehén
recientemente mientras que, Camilo José, con una biblia en la mano y un objeto
desconocido en su mano derecha. Parecía una especie de hierro alargado con un
gran orificio en la punta.
Arrodillado el pobre y abandonado Fran a
merced de aquellos sedientos y despiadados malhechores, comenzó un intenso
diálogo que culminaría con un final inesperado.
-¿Fran? ¿Juan Francisco Hernández Martín?-
preguntó uno de los dos guardias civiles-.
-Sí, señor. Ese es mi nombre- respondió el
desorientado Fran-.
-Supongo que sabes cuáles son los diversos
motivos que nos traen, a estas horas de la noche, hasta aquí. ¿No, Fran?-
cuestionó el mismo guardia civil, cuya malévola sonrisa se dibujaba en su
áspero y endemoniado rostro-.
-Lo único que sé, muy señor mío, es que
ustedes han irrumpido ilegalmente en mi hogar para sacarme con este ridículo
pijama de rayas por las calles y los campos más angostos y desorbitados que han
encontrado. Sé que me han arrodillado, sé que me han escupido y sé que me han
tapado mi humilde e inocente rostro con una bolsa barata. Nada más ni nada
menos.
El capitán giraba una y otra vez en torno a
la figura del arrodillado rehén. Revoloteaba en círculos como si fuese una
especie de ave carroñera que busca, ansiosamente, el momento preciso para
atacar y desmembrar a su arrinconada presa. Un trabajo rápido, sencillo y eficaz.
Mientras tanto, el soldado de turno mantenía su férrea mirada fija en la
hoguera. Una mirada avergonzada que evitaba, por todos los medios, el contacto
visual con aquella víctima, con aquella presa.
-Señor Fran, usted siempre tan ocurrente.
Cuando se va a dar cuenta de que el mundo por el que lucha no existe. Nunca ha
existido y nunca existirá. No existe una igualdad social. Fíjese en los
numerosos casos que se han repetido, una y otra vez, a lo largo de la historia.
La guerra norteamericana con su venta ambulante de negros o el imperialismo
español, cuya meta no era otra que la de conseguir esclavos. El mundo siempre
repite la misma jugada de ajedrez, si la contradecimos entraremos en un
inevitable jaque mate. Perderemos la partida, perderemos nuestra vida. Es la
voluntad de Dios, ¿a que sí, padre?-interrogó el tozudo capitán-.
-Claro que sí. Nosotros no somos quién para
cuestionar la obra de Dios-respondió con serenidad el sonrojado sacerdote-.
Hijo mío, te entiendo a la perfección. La iglesia ha emprendido largas y
prolongadas pugnas, a lo largo de su historia, para abolir cualquier injusticia
que brotara en nuestro paraíso terrenal. Nos hemos dejado la piel y el sudor
para que la solidaridad y la caridad salgan victoriosos en un mundo consumido
por los herejes y las blasfemias. Arrepiéntete, hijo, arrepiéntete. Dinos donde
están y nosotros facilitaremos tu despedida de la forma más indolora posible.
-Quién ignora su historia está condenado a
repetirla, señor. ¿Qué la iglesia se ha dejado la piel y el sudor? No, señor
mío, no. La iglesia no suda porque es inhumana. La iglesia no se deja la piel
sino que la cambia, la muda, la vende. Vosotros mismos sois la serpiente que
con tanta intensidad promulgáis como el pecado. Las cruzadas, severas y
sangrientas guerras provocadas por la ambición de una doctrina sedienta de
sangre, de un parásito que necesitaba un huésped para alimentarse. El
imperialismo español provocado por el contagio de un virus llamado cristianismo,
un virus que ha decapitado, una a una, las distintas creencias de pueblos
milenarios, de tradiciones centenarias. Por culpa de gente como usted, maldito
bastardo, el mundo se ha convertido en un ser medio moribundo que da sus
últimos coleteos para impedir que se ahogue entre el poderoso oleaje de sus
propios pecados. ¿Quiere más ejemplos?-comentó el enfurecido Fran-.
-Mida bien cada centímetro de sus palabras.
Cada milésima de sus vocales. Doy gracias a don Francisco Franco por encargarse
de herejes como tú. Seres sin cerebro que buscan estacionarse en un punto fijo
toda su vida mientras esperan vivir del estado. Franco ha sido seleccionado
como el emisario de Dios, como el pastor de un rebaño dislocado, y ustedes no
van a impedírselo. Confiésate o consúmete en las ardientes llamas del infierno.
-Podría hablarle de Francisco Franco, podría
hablarle de cómo llegó al poder por la fuerza y de la enorme mochila de
asesinatos que carga a sus espaldas. Podría hablarle del número de niños
huérfanos que van cayéndose a su paso o, incluso, del número de personas que
permanecen recostadas entre los mantos fúnebres y embarrizados de ese barranco
que se sitúa al oeste de su arma. Pero no lo voy a hacer. Lo único que espero
es que algún día, usted amigo mío y, usted capitán, paguen por todos y cada uno
de sus respectivo pecados- declaró el
pestilente Fran, quien denotaba un cierto olor a vodka y a ron.
Fundamentalmente a ron-.
Desde nuestro oculto mirador, éramos testigos
de aquella férrea disputa. Los presentimientos de un niño humilde son tímidos
pero también sinceros. Nosotros, Roberto y yo, ya olíamos el desagradable olor
de la tragedia, de la decadencia. Sabíamos que algo extraño iba a pasar así que
decidimos que, lo mejor, era llevarnos a Rosa de aquel siniestro lugar. Aunque
fuera por la fuerza.
Entre los dos decidimos que los encargados de
acompañar a Rosalinda serían Alonso, Dionisio e Ibáñez. Resulta bastante inútil
decir que la joven damisela no opuso ninguna resistencia porque lo hizo. Las
manos de la tripulación arropaban el dulce tacto de sus labios. “Lleváosla y
ponedla a buen recaudo. Nosotros nos ocuparemos de tu padre, Rosa, te lo
prometo."
Una vez sosegada aquella indomable
aventurera, los miembros de la tripulación se marcharon. Roberto y yo no
pronunciamos ni una sola palabra, pero sí que intercambiamos infinidad de
miradas. Los minutos, quizás segundos, que medían la duración de aquella
trágica escena estaban contados. Sobrecogidos por aquel confuso baile de
declaraciones malintencionadas, nos temíamos lo peor. “Dios nos protegerá,
Rubén, Dios nos protegerá.”
De una forma un tanto repentina, el padre
Camilo José, se aproximó al cuerpo arrodillado del humilde Fran, le destapó la
cara y pronunció unas desconcertantes palabras.
-Bienaventurado sea el coraje y la valentía
que acabas de demostrar. Bendito sea el lazo de lealtad que has establecido con
esos asquerosos rufianes. Eres una persona con palabra y eso me enorgullece.
Pero dime, valeroso caballero, ¿cómo esperas proteger a tu pobre, pobre niñita
después de muerto?-interrogó el risueño pastor-.
El gesto de estupefacción reflejado en un
rostro horrorizado y resquebrajado por el llanto y el dolor es imposible de
definir. Se escuchó entre la inmensidad de un oscuro océano el crujido de un
barco tocado y hundido. La lenta decadencia de un navío sólido, fuerte y bravo
que navegaba en busca de la tranquilidad y la paz pero cuyo oleaje le
proporcionó una densa brecha en lo más profundo de su ser. Sudor, lágrimas, ron
y muerte constituían la fragancia de aquel espectral hombre. Un fantasma
desalmado y roto.
-No…no serás capaz de tocarla. Juró por mi
vida que encontraré el modo, la hora y el lugar para regresar de entre los
muertos, para buscarte. Para matarte de una forma tan lenta y dolorosa que ni
el mismísimo satán podría igualar. Eres un malnacido. No tienes corazón-esbozó
entre interminables sollozos el desconsolado Fran-.
Una indescriptible carcajada sumergió a la
montaña en un chispeante vals de terror y miedo.
-Sí, creo que la penetraré con tanta fuerza
que los placenteros llantos que salgan disparados por su jugosa boquita
alcanzarán el rincón más oculto y recóndito del infierno. En primer lugar, la
encerraré en un cuarto oscuro y solitario durante, al menos, seis días. Luego,
comenzaré por darle mis sobras y, después, encenderé las luces de aquella
decrépita habitación. Y, cuando lo haga, se percatará de los millares de
espejos que habré colocado para que se vea reflejada y, así, se dé cuenta de la
clase de monstruo que es. Lo pasaremos divinamente, nunca mejor dicho- confesó
el irreconocible sacerdote acompañado de una sobre actuada alegría-.
La reacción instantánea del joven padre fue
la de levantarse promovido por la ira y el dolor en busca de aquel emisario de
Dios. No obstante, ante la carcajada interminable del pastor y el gran capitán
de la policía, la rabia contenida inevitablemente en la mirada sobresaltada de
Fran terminaría por explotar. En medio de la oscuridad de la noche, un grito de
desolación coronaba el eco difundido por la rocosa montaña. Un eco, un grito,
un chillido que se apagaría paulatinamente, como la llama de la hoguera, ante
el estruendoso sonido de un ligero gatillo. Aquél fue el último rugido de un
corazón malherido.
-Deshaceos del cuerpo. No quiero que nadie
sepa quién ha estado aquí. Ah… y buscadme a esa preciosa princesa. Soy un
hombre de palabra, yo cumplo todo lo que digo – balbuceó desternillantemente el
sacerdote.
Fin del capítulo.
Menudo sacerdote. Se me han puesto los peos de punta. espero que no se salga con la suya.
ResponderEliminarUn abrazo.
Jajajaj Los "peos de punta " jajajajja
ResponderEliminarNo me he leído el resto pero no lo he podido resistir... jeje. Me ha gustado mucho, de verdad. Y quiero darte unos consejos que harían la lectura fuera más fácil (no soy un lumbreras, por lo que te voy a mencionar detallistos "Visuales", nada más).
ResponderEliminar1. Intenta usar siempre guión largo, cansa menos el ojo y sería el correcto.
2. Te pongo un ejemplo: –¡Hola! –dijo el chico.
Antes de poner el segundo guión, deja un espacio. En el caso de mi ejemplo sería el hueco que queda después de la exclamación.
3. Cuando quieras expresar pensamientos no lo enmarques con guión. Hay varias maneras, la española y la inglesa. Yo suelo utilizar la inglesa (por haberla visto en muchos libros) que sería rodear el pensamiento entre "". Ejemplo : "Vaya día" pensó Felipe. Pero busca información, va a ser que yo también esté errado, jeje.
Normalmente escribo con word y para los guiones, una vez he terminado el texto copio en el sitio correcto uno de los largos que están en insertar símbolo. Después utilizo Reemplazar para que los cambie todos y listo.
Creo que si solucionas eso se verá mejor a la primera. Y felicidades, lo vuelvo a decir, me ha gustado mucho y me leeré los capítulos anteriores, no lo dudes. Un abrazo, compañero de letras.
Y por cierto, que asquito de sacerdote, por Dios. No le podría caer un rayo encima, o por qué no, unos cuantos lobos hambrientos... ; )
ResponderEliminarJajajaj Muchas gracias por tus consejos compañero.
ResponderEliminarQue cab..n el cura, sigue pronto, que esto está que arde
ResponderEliminarJajaja Un poco subnormal sí que es. Intentaré apresurarme lo antes posible. Un saludo.
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