miércoles, 12 de agosto de 2015

La Rosa de los Vientos (Capítulo 6)

6. Tocado y hundido.
Una sombra alargada se acurrucaba entre las huesudas manos de la muerte. Una sombra cobijada bajo el manto espectral de aquella imponente guadaña. Una sombra mecida por la espesa oscuridad de la noche y el consuelo de una desgarradora danza por cortesía de dos lúgubres diablillos que agitaban sus alas confundidos por el estruendo de aquella desértica montaña y los airados vientos que rugían entre las livianas hojas de la arboleda.

El destello  de nuestras linternas actuaba como intermitentes párpados de aquella inhóspita oscuridad. El ronquido de las ranas empapadas por el fango, quiénes se regocijaban en sus relucientes baños de lodo, era arrastrado por un enfurecido viento provocando un ligero titubeo en nuestras caderas, en nuestros brazos, e incluso, en las zonas más cercanas a nuestros pantalones. Un baile de muerte, una danza de pétalos desterrados y arrancados por el certero corte de una guadaña perversa y malintencionada cuya sonrisa era tan terrorífica y escandalosa que hasta los vivos creíamos oírla.

El aullido desconsolado de los hambrientos y feroces lobos componía la mayor balada de amor jamás vista para una grisácea, pálida y apagada doncella dividida por la mitad. Una doncella triste y solitaria rodeada de pequeñas luces sumergidas en la más absoluta oscuridad. Aquellos rabiosos músicos tarde o temprano emprenderían una  exhaustiva búsqueda de comida y, nosotros, si nos retrasábamos demasiado, constituiríamos su primer y único plato.

No había ni el más mínimo rastro de Migue. Probablemente, se había marchado a su casa ante el miedo infundido por aquel aterrador paisaje. El resto de la tripulación estaba como en una especie de petrificación provocada, posiblemente, por los sospechosos gemidos que provenían de la montaña. Sin embargo, hubo una persona que tiraba de nosotros. Una persona que caminaba sin detenerse ni un solo instante. Una persona que parecía sorda, ciega y muda. Una especie de espíritu valeroso y diestro alojado en lo más profundo del corazón de una dulce y cariñosa señorita.

Yo la miraba entusiasmado. Reflexiona acerca de la abominable estupidez que asolaba y residía en el ser humano. Todo un pueblo cuestionaba su normalidad, su humanidad e incluso su integridad. El mismo pueblo que se encierra como un caracol en su casa, como una abeja en su enjambre, como un ladrón en su cueva. Un pueblo  que percibe las horripilantes pesadillas de una aciaga noche y que, a la mañana siguiente, se despierta como si no hubiera pasado nada. Como si el vecino al que acababan de traicionar siguiera allí, paseando a su perro por las calles de un río sin agua, de un mar sin sal, de un corazón sin sangre. En cambio, ella caminaba por los tormentosos laberintos de una montaña endiablada para salvar la vida de su moribundo padre. Una esperpéntica contradicción proveniente de un macabro creador.

Nuestras pisadas avanzaban en dirección norte. La hoguera se situaba al final de un pedregoso camino orientado hacia una lúgubre caverna. Los setos parecían señales alojadas en ambas direcciones que adornaban el angosto camino que debíamos seguir. En mi cabeza, los “padre nuestro” se sucedían como pipas. Como una especie de retrospección interminable e incesante que comenzaba una vez acababa y  que acababa una vez comenzaba.

El miedo es un parásito que se asienta en la zona más oscura y acogedora de un ser para absorber la fuente racional de su espíritu e intercambiarla por los sentimientos de zozobra y terror. No obstante, mi padre ya me había desparasitado, a mí y a mis hermanos, desde hacía ya mucho tiempo. Cuando no tenía que visitar la alejada y enemistada vendimia francesa, mi padre, se volcaba en nosotros. Recuerdo la forma tan peculiar de extirparnos ese peligroso miedo. Solía esconder una serie de objetos como pañuelos, cubiletes o canicas bien entre los árboles o bien entre los arbustos del río. El primer hermano que consiguiera dicho objeto sería premiado con un lujoso caramelo y un condecorado reconocimiento. Gracias a aquellas tonterías la soledad y el ruido no enturbiaban tanto a mi corazón.

Los aventureros de la Rosa de los Vientos deambulaban y divagaban acerca de la extraña tirita que lucía en la despejada cabellera del padre Camilo José. Además, no acabábamos de entender por qué estaba en aquel preciso lugar. Las posturas ideológicas respecto a seguir o abandonar estaban sólidamente enfrentadas
.
-Camaradas, en mi humilde opinión, creo que deberíamos salir escopeteados de aquí si no queremos 
convertirnos en pasto para los lobos. Además, ¿qué haremos si aquellos monstruosos hombres nos descubren? No sé si los habéis visto bien, pero ¡están armados!- dijo “El Remolacho”.

-¿Qué pasa, zanahorio, es que se te ha subido la sangre a los pelos?-mencionó el incansable Ibáñez-.

-Mira, subnormal, estoy harto de tus estúpidas bromas. Si no hubiera sido por tu mal chiste en casa de Rosa, nada de esto estaría pasando-contestó el petirrojo un tanto enfadado-.

-¿Perdón, por mi culpa? Tú eres el cabeza buque que rompió aquella dichosa maleta. Maldito engreído- añadió el risueño Ibañez-.

- ¡Tu cerebro sí que es una maleta, fantoche! A ver, repite conmigo… Ma-ce-ta- dijo el petirrojo tripulante con un notable tono burlesco.

-¡Qué ha sido un lapsus lingae de esos! Además prefiero ser un analfabeto que un pobre feriante como tú. Lástima que Migue no esté aquí para ver la tremenda pena que transmites. Solo eres un estúpido truhan que camina de un lado para otro viendo como los demás niños disfrutan mientras que  tú limpias los asquerosos estropicios que deja el resto- pronunció con un cierto grado de beligerancia el joven Ibañez-.

-¡Qué sabrás tú de la vida estúpido pánfilo! Prefiero ser un pobre feriante y hacer felices a los demás que ser hijo de un fantasmagórico picoleto cuya meta consiste es tirar petardos en una  mera montaña triste, oscura y vacía- protestó el sollozante “Remolacho”.

La discusión pareció disolver el enorme antifaz que encogía el corazón de estos dos miembros de la tripulación. En unos pocos segundos, se gestó una reyerta campestre que culminó con un maratón de puñetazos y patadas. Finalmente, el capitán, demostró una vez más por qué era el líder de aquel desastroso grupo de bucaneros.

-¡Vosotros dos sois idiotas! Parece que no sois conscientes de la gravedad de la situación par de cavernícolas cabezones. Vosotros dos peleándoos por saber quién posee más dinero que quién o quién se dedica a qué. Al menos tenéis una familia estable y comida que llevaros a la boca. Hace un par de semanas que no sé nada de mi padre y los problemas en mi casa se acumulan. Las racionalizaciones repartidas por la alcaldía se han visto reducidas en mi casa debido a la ausencia de mi padre. Mi madre está enferma y me visto obligado a trabajar cuando no sé ni hacer la cama. Ser feriante o tener un padre picoleto no tiene por qué ser deshonroso para una familia. Algún día dejaréis esa estúpida contienda de insultos y agresiones que lleváis años alimentando para comprender que la vida no es un regalo, ni mucho menos, sino un préstamo que hay que devolver con intereses. No sé ustedes, pero no voy a permitir que mi gran amiga Rosa se quede sin padre. Yo continuaré hacia delante. Si queréis seguirme sed bienvenidos pero dejar esas niñerías de una vez por todas.

Un silencio incómodo se había apoderado de la situación. Nadie decía nada, nadie miraba nada pero todos sentíamos todo. Entre pequeños balbuceos me digné a hablar.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos- pensé que el gran lema de nuestra tripulación era la dosis de adrenalina necesaria para  que los chicos  pudieran salir hacia adelante-. Adelanté  y extendí una mano abierta en medio de la multitud.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos- dijo el capitán de la tripulación con una ambiciosa y complacida mirada-.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos- añadió Ibáñez quién mostraba un considerable hinchazón en el labio-.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente maletas- pronunció el inagotable petirrojo ante la enorme carcajada de todos-.

-Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos- mencionó el callado y silencioso Alonso quien apenas había hablado desde el inicio de la misión-.

Todos los miembros direccionamos nuestros lánguidos ojos hacia Rosa quien nos miraba asombrada. Todos repetimos al unísono el famoso lema que tanto nos caracterizaba e invitamos a nuestra joven doncella a que se uniera. Así lo hizo, la decisión estaba tomada: Adelante, siempre, siempre adelante.
Durante nuestra prolongada travesía invernal en aquel inhóspito camino de boñigas de cabra y de grillos maleducados tenía la desconcertante sensación de que no estábamos solos. Mantenía con certeza la idea de que  decenas de miradas se clavaban en nuestras chepadas espaldas, ocultas en la soledad de la noche, esperando el momento adecuado para sobresaltarnos. Ojalá Tomás estuviera aquí. Él posee la habilidad de reconocer y etiquetar cada rincón de esta dichosa montaña, cada escondrijo y cada atajo que nos conduciría a un lugar seguro.

Tras una serie de innumerables lamentos y sollozos y, tras soportar el moqueo continuado e interminable de nuestro valeroso timonel, conseguimos alcanzar un sitio muy cercano para visionar todos y cada uno de los distintos diálogos que allí se pronunciaban.

La situación había volcado hacia el lado más drástico y dramático de la moneda. Los dos policías custodiaban al rehén recientemente mientras que, Camilo José, con una biblia en la mano y un objeto desconocido en su mano derecha. Parecía una especie de hierro alargado con un gran orificio en la punta.

Arrodillado el pobre y abandonado Fran a merced de aquellos sedientos y despiadados malhechores, comenzó un intenso diálogo que culminaría con un final inesperado.

-¿Fran? ¿Juan Francisco Hernández Martín?- preguntó uno de los dos guardias civiles-.

-Sí, señor. Ese es mi nombre- respondió el desorientado Fran-.

-Supongo que sabes cuáles son los diversos motivos que nos traen, a estas horas de la noche, hasta aquí. ¿No, Fran?- cuestionó el mismo guardia civil, cuya malévola sonrisa se dibujaba en su áspero y endemoniado rostro-.

-Lo único que sé, muy señor mío, es que ustedes han irrumpido ilegalmente en mi hogar para sacarme con este ridículo pijama de rayas por las calles y los campos más angostos y desorbitados que han encontrado. Sé que me han arrodillado, sé que me han escupido y sé que me han tapado mi humilde e inocente rostro con una bolsa barata. Nada más ni nada menos.

El capitán giraba una y otra vez en torno a la figura del arrodillado rehén. Revoloteaba en círculos como si fuese una especie de ave carroñera que busca, ansiosamente, el momento preciso para atacar y desmembrar a su arrinconada presa. Un trabajo rápido, sencillo y eficaz. Mientras tanto, el soldado de turno mantenía su férrea mirada fija en la hoguera. Una mirada avergonzada que evitaba, por todos los medios, el contacto visual con aquella víctima, con aquella presa.

-Señor Fran, usted siempre tan ocurrente. Cuando se va a dar cuenta de que el mundo por el que lucha no existe. Nunca ha existido y nunca existirá. No existe una igualdad social. Fíjese en los numerosos casos que se han repetido, una y otra vez, a lo largo de la historia. La guerra norteamericana con su venta ambulante de negros o el imperialismo español, cuya meta no era otra que la de conseguir esclavos. El mundo siempre repite la misma jugada de ajedrez, si la contradecimos entraremos en un inevitable jaque mate. Perderemos la partida, perderemos nuestra vida. Es la voluntad de Dios, ¿a que sí, padre?-interrogó el tozudo capitán-.

-Claro que sí. Nosotros no somos quién para cuestionar la obra de Dios-respondió con serenidad el sonrojado sacerdote-. Hijo mío, te entiendo a la perfección. La iglesia ha emprendido largas y prolongadas pugnas, a lo largo de su historia, para abolir cualquier injusticia que brotara en nuestro paraíso terrenal. Nos hemos dejado la piel y el sudor para que la solidaridad y la caridad salgan victoriosos en un mundo consumido por los herejes y las blasfemias. Arrepiéntete, hijo, arrepiéntete. Dinos donde están y nosotros facilitaremos tu despedida de la forma más indolora posible.

-Quién ignora su historia está condenado a repetirla, señor. ¿Qué la iglesia se ha dejado la piel y el sudor? No, señor mío, no. La iglesia no suda porque es inhumana. La iglesia no se deja la piel sino que la cambia, la muda, la vende. Vosotros mismos sois la serpiente que con tanta intensidad promulgáis como el pecado. Las cruzadas, severas y sangrientas guerras provocadas por la ambición de una doctrina sedienta de sangre, de un parásito que necesitaba un huésped para alimentarse. El imperialismo español provocado por el contagio de un virus llamado cristianismo, un virus que ha decapitado, una a una, las distintas creencias de pueblos milenarios, de tradiciones centenarias. Por culpa de gente como usted, maldito bastardo, el mundo se ha convertido en un ser medio moribundo que da sus últimos coleteos para impedir que se ahogue entre el poderoso oleaje de sus propios pecados. ¿Quiere más ejemplos?-comentó el enfurecido Fran-.

-Mida bien cada centímetro de sus palabras. Cada milésima de sus vocales. Doy gracias a don Francisco Franco por encargarse de herejes como tú. Seres sin cerebro que buscan estacionarse en un punto fijo toda su vida mientras esperan vivir del estado. Franco ha sido seleccionado como el emisario de Dios, como el pastor de un rebaño dislocado, y ustedes no van a impedírselo. Confiésate o consúmete en las ardientes llamas del infierno.

-Podría hablarle de Francisco Franco, podría hablarle de cómo llegó al poder por la fuerza y de la enorme mochila de asesinatos que carga a sus espaldas. Podría hablarle del número de niños huérfanos que van cayéndose a su paso o, incluso, del número de personas que permanecen recostadas entre los mantos fúnebres y embarrizados de ese barranco que se sitúa al oeste de su arma. Pero no lo voy a hacer. Lo único que espero es que algún día, usted amigo mío y, usted capitán, paguen por todos y cada uno de sus  respectivo pecados- declaró el pestilente Fran, quien denotaba un cierto olor a vodka y a ron. Fundamentalmente a ron-.

Desde nuestro oculto mirador, éramos testigos de aquella férrea disputa. Los presentimientos de un niño humilde son tímidos pero también sinceros. Nosotros, Roberto y yo, ya olíamos el desagradable olor de la tragedia, de la decadencia. Sabíamos que algo extraño iba a pasar así que decidimos que, lo mejor, era llevarnos a Rosa de aquel siniestro lugar. Aunque fuera por la fuerza.

Entre los dos decidimos que los encargados de acompañar a Rosalinda serían Alonso, Dionisio e Ibáñez. Resulta bastante inútil decir que la joven damisela no opuso ninguna resistencia porque lo hizo. Las manos de la tripulación arropaban el dulce tacto de sus labios. “Lleváosla y ponedla a buen recaudo. Nosotros nos ocuparemos de tu padre, Rosa, te lo prometo."

Una vez sosegada aquella indomable aventurera, los miembros de la tripulación se marcharon. Roberto y yo no pronunciamos ni una sola palabra, pero sí que intercambiamos infinidad de miradas. Los minutos, quizás segundos, que medían la duración de aquella trágica escena estaban contados. Sobrecogidos por aquel confuso baile de declaraciones malintencionadas, nos temíamos lo peor. “Dios nos protegerá, Rubén, Dios nos protegerá.”

De una forma un tanto repentina, el padre Camilo José, se aproximó al cuerpo arrodillado del humilde Fran, le destapó la cara y pronunció unas desconcertantes palabras.

-Bienaventurado sea el coraje y la valentía que acabas de demostrar. Bendito sea el lazo de lealtad que has establecido con esos asquerosos rufianes. Eres una persona con palabra y eso me enorgullece. Pero dime, valeroso caballero, ¿cómo esperas proteger a tu pobre, pobre niñita después de muerto?-interrogó el risueño pastor-.

El gesto de estupefacción reflejado en un rostro horrorizado y resquebrajado por el llanto y el dolor es imposible de definir. Se escuchó entre la inmensidad de un oscuro océano el crujido de un barco tocado y hundido. La lenta decadencia de un navío sólido, fuerte y bravo que navegaba en busca de la tranquilidad y la paz pero cuyo oleaje le proporcionó una densa brecha en lo más profundo de su ser. Sudor, lágrimas, ron y muerte constituían la fragancia de aquel espectral hombre. Un fantasma desalmado y roto.

-No…no serás capaz de tocarla. Juró por mi vida que encontraré el modo, la hora y el lugar para regresar de entre los muertos, para buscarte. Para matarte de una forma tan lenta y dolorosa que ni el mismísimo satán podría igualar. Eres un malnacido. No tienes corazón-esbozó entre interminables sollozos el desconsolado Fran-.

Una indescriptible carcajada sumergió a la montaña en un chispeante vals de terror y miedo.

-Sí, creo que la penetraré con tanta fuerza que los placenteros llantos que salgan disparados por su jugosa boquita alcanzarán el rincón más oculto y recóndito del infierno. En primer lugar, la encerraré en un cuarto oscuro y solitario durante, al menos, seis días. Luego, comenzaré por darle mis sobras y, después, encenderé las luces de aquella decrépita habitación. Y, cuando lo haga, se percatará de los millares de espejos que habré colocado para que se vea reflejada y, así, se dé cuenta de la clase de monstruo que es. Lo pasaremos divinamente, nunca mejor dicho- confesó el irreconocible sacerdote acompañado de una sobre actuada alegría-.

La reacción instantánea del joven padre fue la de levantarse promovido por la ira y el dolor en busca de aquel emisario de Dios. No obstante, ante la carcajada interminable del pastor y el gran capitán de la policía, la rabia contenida inevitablemente en la mirada sobresaltada de Fran terminaría por explotar. En medio de la oscuridad de la noche, un grito de desolación coronaba el eco difundido por la rocosa montaña. Un eco, un grito, un chillido que se apagaría paulatinamente, como la llama de la hoguera, ante el estruendoso sonido de un ligero gatillo. Aquél fue el último rugido de un corazón malherido.

-Deshaceos del cuerpo. No quiero que nadie sepa quién ha estado aquí. Ah… y buscadme a esa preciosa princesa. Soy un hombre de palabra, yo cumplo todo lo que digo – balbuceó desternillantemente el sacerdote.

Fin del capítulo.

7 comentarios:

  1. Menudo sacerdote. Se me han puesto los peos de punta. espero que no se salga con la suya.
    Un abrazo.

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  2. Jajajaj Los "peos de punta " jajajajja

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  3. No me he leído el resto pero no lo he podido resistir... jeje. Me ha gustado mucho, de verdad. Y quiero darte unos consejos que harían la lectura fuera más fácil (no soy un lumbreras, por lo que te voy a mencionar detallistos "Visuales", nada más).
    1. Intenta usar siempre guión largo, cansa menos el ojo y sería el correcto.
    2. Te pongo un ejemplo: –¡Hola! –dijo el chico.
    Antes de poner el segundo guión, deja un espacio. En el caso de mi ejemplo sería el hueco que queda después de la exclamación.
    3. Cuando quieras expresar pensamientos no lo enmarques con guión. Hay varias maneras, la española y la inglesa. Yo suelo utilizar la inglesa (por haberla visto en muchos libros) que sería rodear el pensamiento entre "". Ejemplo : "Vaya día" pensó Felipe. Pero busca información, va a ser que yo también esté errado, jeje.
    Normalmente escribo con word y para los guiones, una vez he terminado el texto copio en el sitio correcto uno de los largos que están en insertar símbolo. Después utilizo Reemplazar para que los cambie todos y listo.
    Creo que si solucionas eso se verá mejor a la primera. Y felicidades, lo vuelvo a decir, me ha gustado mucho y me leeré los capítulos anteriores, no lo dudes. Un abrazo, compañero de letras.

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  4. Y por cierto, que asquito de sacerdote, por Dios. No le podría caer un rayo encima, o por qué no, unos cuantos lobos hambrientos... ; )

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  5. Jajajaj Muchas gracias por tus consejos compañero.

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  6. Que cab..n el cura, sigue pronto, que esto está que arde

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  7. Jajaja Un poco subnormal sí que es. Intentaré apresurarme lo antes posible. Un saludo.

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