jueves, 20 de agosto de 2015

La Rosa de los Vientos (capítulo 7)

7.Un paseo nocturno

Como náufragos abandonados en la intemperie de un mar embravecido, nuestros pasos avanzaban por la pedregosa senda de aquella bruna montaña. El espeluznante eco de aquel dichoso disparo combinado con el embriagador aroma a pólvora quemada gestaba un panorama de guerra y desolación. La oscuridad se transformó en un arma de doble filo pues, aunque su espeso y brillante manto de estrellas no lograba protegernos de la inmensidad del frío y la negrura, nos permitía permanecer ocultos, entre incontables tinieblas, a través de los apagados focos de aquella dramática escena.

Por un instante, tan solo por un mísero instante, deseé haber nacido ciego. Bueno, haber nacido ciego y sordo. Deseé no haber presenciado aquella repugnante escena. No haber escuchado jamás los numerosos y vituperables rumores que ondeaban en torno a la figura de Fran. Deseé no haber salido de mi incómoda y agujereada cama. Deseé no haber sacado a toda mi tripulación ante el incontrolable mar de infortunios por el que acabábamos de navegar pero, sobre todo, deseé que aquél honesto hombre que ahora yacía entre el calor de la hoguera y la escarcha del suelo, entre la pureza de la vida y la podredumbre de la muerte, estuviera vivo.

Debíamos escapar o, mejor dicho, teníamos que escapar de aquel luctuoso lugar. Nuestros empapados rostros cubiertos de incesantes lágrimas debían encontrar el mismo  camino a través del cual habíamos llegado. Los nervios se habían apoderado de mí, sin embargo, era admirable el carácter impávido y sosegado que presentaba Robert quien poseía un gran don para interiorizar el dolor. Una vez sincronizadas nuestras miradas, el mensaje era claro: Huir sin mirar atrás, escapar de aquella vorágine de oscuridad, viento y frío.

Cuando al fin respiramos el contaminado oxígeno de las fábricas de ladrillos nuestro corazón retomó su ritmo habitual. Regresar cada uno por su cuenta suponía todo un riesgo pues la noche estaba constantemente vigilada por los numerosos guardias civiles que custodiaban la discreción de los asesinatos y la impunidad de los inocentes. Vástagos de una sociedad que no siente pero que sí padece. Vástagos de un ser maligno que habita en los cuadros de las casas vestido de uniforme militar y con un insignificante mostacho recortado a lápiz. Vástagos de un ser que se nutre de la inocencia y la gallardía para expandir su imperio del terror, del miedo, del dolor.

-Robert, ¿qué vamos a hacer? Somos testigos de un asesinato- dije-.

-Sí, lo somos-respondió secamente Robert quien andaba un tanto pensativo-.

-¿Estás bien?-cuestioné intrigado-.

-Rubén, ¿te has fijado en esos dos policías?-preguntó el sudoroso y sorprendido Robert-.

-¡Claro que me he fijado! Aunque la oscuridad ocultaba su rostro, ya los había visto antes. Discutían por las solitarias calles de la ciudad cuando me dirigía al domicilio de Rosa. Al parecer, uno es el capitán y, el otro, es un simple soldado raso. ¿Por qué lo preguntas?- añadí desconcertado-.

-¿Sobre qué discutían?- preguntó Robert-.

- No lo recuerdo muy bien. Estaba más preocupado en pasar inadvertido ante su presencia que de otra cosa -respondí con una agresiva tonalidad ante la ignorancia que estaba mostrando el capitán respecto a mi pequeño interrogatorio-. Robert, me estás asustando. ¿Qué sucede?

- Está bien. Te lo contaré. Durante la reyerta entre el padre de Rosa, uno de los guardias y el cura, el otro guardia permanecía callado y silencioso oteando cada palabra que salía disparada por sus respectivas bocas. Pues bien, ¿cómo es posible que no interviniera ni una sola vez? –pronunció el angustiado capitán-.

-Supongo que estaba de acuerdo con sus compañeros. ¡Qué sé yo! Además, ¿qué más da eso ahora, Robert?-dije turbado ante el extraño comportamiento que mostraba mi compañero-.

-Rubén, aquel misterioso picoleto… el que permanecía distanciado de los demás… nos vio…- añadió Robert-.

Aquellas afiladas palabras sobrevolaron la inmensidad oscura que nos rodeaba para impactar directas en el centro de mi corazón. Unas simples y meras palabras que acallaron el latir de un acelerado tambor.

-Es imposible. Completamente imposible. ¿Cómo diablos explicas que aquel monstruoso cómplice nos dejara escapar?- interrogué exaltado-.

-La lacia cabellera de aquel  extraño picoleto vestía un tono rojizo…-musitó Robert, probablemente, paralizado por sus pensamientos-.

- Ah, claro. La rojiza cabellera le aconsejó que nos dejase escapar. No digas chorradas, capitán. Creo que lo mejor será salir de aquí. Necesitamos descansar-respondí aparentando una cierta tranquilidad.
- Sí, será lo mejor…- balbuceó Robert-.

Vestí mi considerable intriga de una sólida capa de tranquilidad y serenidad. La curiosidad  actuaba como un hambriento y despiadado gusano  interno que, paulatinamente, iba consumiendo cada una de mis respectivas extremidades. Los nervios se habían asentado en lo más profundo de mi estómago. ¿Qué querría decir Robert con aquel extravagante comentario?

Fuera lo que fuera, la prioridad era hospedarse en un lugar seguro. Y así lo hicimos. Los dos descuidados transeúntes  andábamos deambulando por una silenciosa marea cargada de luces de farola y coches aparcados. Un inconfundible piélago urbano de calzadas y aceras que nos sumían en las mismísimas entrañas de una sociedad moribunda.

Finalmente alcanzamos nuestro tan ansiado destino: El escondite de la Rosa de los Vientos. Se trataba de una diminuta choza recostada en una de las zonas más enrevesadas y ocultas de la orilla del río Guadalquivir. Una fortaleza recubierta de espinas, barro y madera capaz de soportar las continuas crecidas  del incontrolable río. Una zona custodiada por gigantescos guardianes poseedores de las más afiladas ramas y cuya altura acariciaba la  más sensible piel de la luna. En lo más alto de aquella grandiosa morada desfilaba orgullosa una bandera tatuada con un sobrenombre en la parte inferior del dibujo en la que se podía leer: “La Flor de Lis”. Así se llamaba nuestro escondite, nuestra morada, nuestro hogar.

“La Flor de Lis” heredó su nombre de uno de los cuatro elementos que constituyen  la heráldica francesa junto a la cruz, el león y el águila. Un nombre que se puede traducir como “flor del lirio”. Se trata de una especie de flor cuya figura se asemeja a la del lirio que apareció durante muchos años en las cartas de navegación. Lo sabemos porque el padre de Robert era pescadero y le apasionaba el mar. Se sabía cada uno de los distintos elementos cartográficos que constituían la ruta de navegación. Gracias a él, nuestra tripulación de piratas fue bautizada  bajo el nombre de “La Rosa de los Vientos”.
Cuando nos adentramos en las fangosas profundidades de aquella cabaña, el silencio se irrumpió. Sentíamos la persistente presencia de algo más entre la lúgubre flora de aquel destartalado lugar. La presencia indescriptible de numerosos susurros cuchicheando a nuestro alrededor. No estábamos solos. Robert hizo un gesto para que retrocediéramos hacia atrás cuando, de repente, el frío tacto de una insignificante mano se posó en el hombro izquierdo del capitán. Enormes calambres sacudían la ennegrecida piel de un corsario  sucio, asustado y cabreado. No obstante, una voz bastante conocida sonó entre la tenebrosa oscuridad de la noche.

-¿Capitán, eres tú?- cuestionó Ibáñez-.

-La madre que te parió Ibáñez pero, ¿tú sabes el tremendo susto que me acabo de llevar, desgraciado?- respondió el alterado capitán-.

-Camaradas, ¿sois vosotros?- añadí-.

-Pues claro que somos nosotros. ¿No pensarías enserio que os íbamos a abandonar, no? Suponíamos que tarde o temprano volveríais aquí…-dijo “El remolacho”-.

-Gracias a dios. Chicos, ¿dónde está Rosa?- pregunté histérico-.

- ¿No está con vosotros?-interrogó Ibáñez-.

-¡Cómo va a estar con nosotros si se marchó con vosotros, so capullo!-exclamé promovido por la furia-.

-¡Qué no, qué está ahí dentro! Estaba tan cansada que nos pidió que la dejásemos descansar un poco. Para no molestarla, decidimos ir a inspeccionar la zona. Vamos lo que viene ser pasear y tal-musitó Ibáñez con una solaz carcajada esbozada en su rostro-.

Mientras mis pasos me dirigían a la humedad de aquella extravagante cabaña, era capaz de percibir como proseguía la conversación sin mí.

-¡Qué os ha pasado en el ojo! ¿No os habréis vuelto a pelear no?-interpeló Robert-.

-Esto…Díselo tú, cabeza quemada- respondió Ibáñez-.

- ¡Qué no me digas cabeza quemada! Con esa nariz puntiaguda que te gastas…-añadió el “Remolacho”-.

-¡Eh, Chicos… chicos…Rosa no está! – exclamé aterrorizado-. ¿Cuánto hace que la dejasteis aquí?
- Hará una hora o así… -comentó el sigiloso Alonso-.

-¿Qué? ¿Una hora? ¡Pero vosotros estáis locos o qué! Tenemos que ir a buscarla, no podemos abandonarla a la intemperie- comenté exaltado-.

-Cálmate, marinero. Daremos con ella. “Remolacho” y Alonso venid conmigo. Volveremos a su casa a ver si está allí.  Ibáñez acompañará a Rubén a inspeccionar la zona. Así, al menos, conseguiremos evitar una de vuestras estúpidas peleas- dictó Robert-.

-Roberto, esta vez no. Déjame ir solo. Conozco a Rosa, creo que sé dónde puede estar.- añadí con una actitud decisiva-.

-Mmm… está bien, dejaré que vayas donde quieras pero nunca irás sólo. Ibáñez te acompañará. –volvió a dictar el valeroso capitán-.

-Está bien. Andad con cuidado, mucha suerte –respondí entusiasmado-.

Sabía a la perfección donde podía estar. Era bastante improbable que Rosa hubiera regresado a su casa pues la llegada de aquellas aves carroñeras vestidas con sus altivos trajes militares sería inminente. Regresarían en busca de carne fresca.

El resto de la tripulación salió escopeteada en busca de nuestra amada doncella. Si nos cogieran, no podíamos señalar a Rosa como la culpable del encierro. En su dulce mirada deslumbraba la poderosa pasión que su padre despertaba en ella. La pasión y el amor son los únicos navíos que el mar nunca conseguirá hundir. Dos navíos capaces de aguantar las continuas sacudidas de una vida robada. Poco a poco, empiezo a entender que la vida no es sinónimo de libertad, no lo es. La libertad es esa sonrisa descuidada que se escapa en un suspiro de tiempo determinado. Ese veloz instante que nos permite evadirnos de la realidad para sumergirnos y bucear en el mar de la libertad.

Aún recuerdo la extraña canción que mi hermano solía cantar para enviarme al país de los sueños. Unas singulares letras que, aunadas bajo una manta de inteligencia y corazón, era temida por los mandatarios de aquél inhóspito lugar. Aunque, por desgracia, mi vagabunda memoria solo hizo sitio para una única estrofa:

“Qué es mi barco: mi tesoro,
qué es mi dios: la libertad,
 mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria a la mar.”                                                                                                                   
Esa afable canción se convertiría en mi otro compañero de viaje. Los tres osados camaradas corríamos veloces como si estuviésemos castigados por las continuas sacudidas de un látigo certero y cruel. Como si la noche nos torturase por cometer la semejante estupidez de caminar bajo el vuelo de un desvelado depredador.

Nuestros agotados pulmones, estrangulados por la rápida velocidad que habíamos logrado alcanzar, comenzaron a privarnos de oxígeno y de aliento. El chistoso Ibáñez yacía detrás de mí, cautivado por el lujoso cansancio que no podíamos permitirnos. Suplicaba una y otra vez, como si de un repetido loro se tratase, que nos tomásemos un respiro, pero si lo hacíamos, puede que nuestro encuentro con Rosalinda se retrasara para siempre.

-Vamos compañero, no puedes rendirte ahora. Rosa confía en nosotros- pronuncié con decisión-.
- Lo estoy intentando pero no puedo, no puedo- respondió el chistoso camarada-.

Debía de encontrar las palabras adecuadas que sedujesen a aquel exhausto bucanero. La cuestión es que Ibáñez nunca ha perdido su sentido satírico de las cosas. Hubiese sido demasiado pedir que aquel amante de la comedia se tomase aquella situación en serio por lo que opté por cometer una alocada estrategia.

-Ibáñez… ¡Qué decepción!-comenté adoptando un tono un tanto irritado-.

-Me da igual lo que pienses no voy a mover un solo centímetro de mi cuerpo- añadió el alterado Ibáñez.

¿Estás completamente seguro?-cuestioné esbozando una leve sonrisa en mi cara-.

-Seguro, no. Segurísimo- respondió firmemente Ibáñez-.

-Bueno, me encantará escuchar las interminables burlas que se le ocurrirán al “Remolacho” cuando se entere de tu rápido abandono.

-No serás capaz…-señaló el descompuesto rostro del hastiado Ibáñez.

-¿A cuánto asciende la suma de tu apuesta?-pregunté intrigado-.

-Jeje… ¡Era broma, camarada! ¡Solo te estaba tomando el pelo! En fin… ¿a qué estamos esperando?-culminó el milagrosamente recuperado Ibáñez-.

El diminuto hálito de los dos se fue recomponiendo poco a poco, de modo que acordamos proseguir con nuestra entrañable aventura. Cada vez nos aproximábamos más al objetivo hasta que, finalmente, lo alcanzamos: Nuestro amoroso descampado, nuestro oasis. En el preciso instante en el que mis debilitados pies se deslizan por las refrescantes hierbas de aquel embelesador lugar, una especie de escalofrío asciende, poco a poco, por las tímidas piernas cargadas de cicatrices que mi piel suele soportar. Posteriormente, esa discreta y húmeda sacudida sigue trepando por la cintura y los brazos hasta que, inevitablemente, acaba por acariciarme el cuello.

El viento intentaba exterminar un aroma imperturbable, inamovible. Elaboraba  complejas y feroces ráfagas de aire que intentaban esparcir y difuminar el dulce olor a néctar y a vida, pero no lo conseguía. Cuando todo mi cuerpo acabó de regocijarse en aquel oasis del amor, mis ojos presenciaron unas temblorosas y diminutas luces alojadas en torno a la hermosa figura de una pequeña silueta. Una delicada rosa agitada por el viento: Rosalinda.

Cuando miré hacia atrás, Ibáñez se encontraba tumbado en mitad de la hierba con una postura muy semejante a la de un ángel de nieve. Estaba agotado, adormecido, destrozado, así que decidí adentrarme en aquél desfile de sigilosas luciérnagas para asegurarme y conversar sobre el bienestar de Rosa. Pero su rostro, parecía dominado por las caudalosas lágrimas que discurrían por sus redondeadas mejillas. El sonido que emitía los entrecortados sollozos intentaba huir y escapar por su sepultada boquita.

-¿Dónde está papá?- susurró entre ilimitados balbuceos-.

-No lo sé- respondí precipitadamente-.

-Mientes…-replicó la entristecida niña-.

-No, de verdad que no. Roberto y yo vimos cómo tu padre se desprendió de aquellos dos policías de un puñetazo y se sumergió entre la oscuridad de la noche- mentí-.

-¿Lo dices enserio?-cuestionó entusiasmada Rosa-.

-Pues claro, acaso te mentiría yo- señalé mientras aparentaba una serenidad impecable-.

Era consciente de las carencias y deficiencias éticas y morales que mostraba mi enclenque estrategia pero no podía permitir que, la reencarnación de la alegría, perdiese su incomparable aura de vida, de diversión y de libertad.

-Por eso tienes que ser fuerte…-añadí conmocionado-.

-Sí, tienes razón- respondió con una resplandeciente sonrisa-.
Aquella situación me pareció muy similar a la de la inexplicable aparición de ese bello arco en el que se combinan casi todos los colores después de la explosión de una devastadora y atronadora tormenta.

-Rosa, hay algo que me gustaría preguntarte- interrogué con cierta delicadeza-.

-¿Si?...-musitó mientras se enjugaba las lágrimas que se habían consolidado como pequeños charcos en el surco de sus jugosos labios-.

-Aquellos desalmados guardias civiles que interrogaron a tu padre pretendían que les  confesase algo…-sugerí-.

-¿Los libros?-preguntó con cierta confusión-.

-No, no puede ser, de lo contrario aquellos emisarios hubieran raptado los libros. Dudo encarecidamente que se refirieran a esos manuscritos. Es más, hacían una constante  referencia a “ellos”… ¿tienes alguna idea de quiénes pueden ser?-aclaré-.

-Mmm…-pronunció la pensativa Rosalinda-.

-Alguien con quién se viese tu padre… algún conocido o…-dije-.

-Ahora que lo dices,  recuerdo que, una noche, escuché a mi padre conversar con alguien pero no pude identificar su rostro pues portaba un grisáceo pasamontañas.

-Y su voz… ¿pudiste escuchar su voz?-pregunté un tanto desesperado-.

No, no escuché nada. Excepto, el relincho de un caballo un tanto sofocado-señaló la reflexiva chica cuyas lágrimas habían cesado-.

-¿Un relincho? Mm, ¡qué extraño!- pensé dubitativo ante semejante declaración.

-No se me ocurre otra cosa… Desde que yo nací mi padre nunca ha vuelto a ser el mismo-exclamó agitada por los continuos remordimientos que parecían venirle a la cabeza-.

-¿Quieres decir… desde la ausencia de tu madre?- añadí sorprendido-.

- Sí, así es. Mi tío solía contarme como era mi padre de joven. La exquisita felicidad que desprendía por las calles que pisaba y su enorme pasión por la lectura lo condujeron a una afortunada niñez-confesó la acongojada doncella-. Sin embargo, tras la muerte de mi madre, papá comenzó a actuar de un modo un tanto extraño. Se encerraba a todas horas en ese lúgubre sótano rodeado de gloriosas estanterías y no salía hasta la noche, probablemente, intentando retomar su tan añorada juventud-señaló Rosa, cuyo semblante esbozaba una entristecida mirada-.

-¿Toda la tarde leyendo libros?- cuestioné intrigado ya que no podía borrar de mi mente la desagradable mezcla de vodka y ron-.

-Bueno, ¿puedo confiar en ti?-preguntó un tanto avergonzada-.

-Claro-respondí-.

-Papá consumía una enorme cantidad de alcohol…-sugirió Rosa totalmente ruborizada-.

-No tienes por qué avergonzarte. Hay mucha gente que comparte ese gusto por el alcohol- aclaré-.

-¿Gusto? Papá detesta el sabor del alcohol. De hecho, lo repudia- pronunció la turbada doncella-.

-¿Cómo? ¿Entonces? No entiendo nada, Rosa- cuestioné exhausto-.

-Un día mi padre se vio superado por el cansancio, la tristeza y la desolación. Decidió abrir un par de botellas que, mi padre, tenía guardado para los festejos y se las bebió. Mientras lo observaba con la puerta del sótano entreabierta pude ver algo excepcional. Papá, ebrio y exhausto, creyó haber visualizado a mamá. Tuvo una alucinación en la que entabló toda una conversación con ella. Le oía murmurar, en repetidas ocasiones, su nombre…-declaró conmocionada-.

La misma e imperturbable frase retumbaba una y otra vez, no  ya en mi cabeza sino en mi corazón: ¿Qué habíamos hecho?

Fin del capítulo 

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