lunes, 7 de diciembre de 2015

La Rosa de Los Vientos (Noveno Capítulo)

9. Misterios encajonados

No tardé demasiado tiempo en descubrir que los extensos e interminables campos, esas sartenes que hierven perturbadas por el malicioso fuego, no guardaba ningún tipo de relación con lo que mi hermano me contaba. Desde pequeñito, siempre he sido un niño cautivado y envuelto en el papel de la curiosidad, del interrogatorio. Era esa clase de niño que antes de esperar la tan ansiada respuesta ya estaba colocando otra pregunta en la recámara. Y es que sentía una auténtica admiración por las interminables y presumidas descripciones campestres con las que mi hermano me honraba durante largas y largas horas.

Recuerdo que, una vez, Juanfran definió la vida en el campo como un enjambre. Un enjambre en el que las honorables, humildes y explotadas abejas trabajan con una aspereza admirable para producir su tan apreciada miel. Miel que no iba a endulzar sus bocas, que no iba a deleitar su paladar, sino que serviría para apaciguar los constantes zumbidos de un estómago hambriento. El estómago de un zángano descansado, cómodo y caprichoso.

Sin embargo, mucho me temo que esos relatos estaban  bien dulcificados puesto que, para mí, el campo mostraba una mayor afinidad con esas pestilentes e inmundas cloacas provenientes de los reinos urbanos. Los jornaleros agrarios no eran más que un compendio de desechos y excrementos sociales producidos por un sistema urbano que únicamente planeaba deshacerse de aquellos hombres a través del conducto de la porquería. Las ciudades, en cambio, se vestían con sus más elegantes ropajes para recibir a sus puntuales visitas. Anfitrionas de una cortesía descomunal y engañosa mostraban al exterior el lado perfumado de sus tierras.

El cansancio de mi cuerpo se apoderó de los lagrimosos ojos que eran incapaces de levantar la mirada del suelo, bien por las cascadas de sudor que se desprendían por mis arqueadas cejas o, bien, por el desmesurado destello que se proyectada en las áridas tierras de aquel huraño anciano.

Como si se tratase de un pentagrama que arrastra por su esbelto caudal una serie de notas melodiosas, el viento trajo consigo un susurro de placenteras voces que respondían en mi nombre. Pensé que la insolación estaba jugando conmigo, que se estaba mofando de mis visiones, así que decidí proseguir con mi labor. Pero de nuevo, esa corriente de voces encantadas acarició el tacto de mis oídos.

Pensé que aquella música celestial no era más que un penoso monólogo elaborado minuciosamente por las maléficas y crueles manos de mi cerebro. Un chiste, una simple broma de mal gusto tallada a mano. Así que me dispuse a continuar con aquella agotadora labor. Intentaba recolectar aquel suave algodón en el menor tiempo posible puesto que mi tripulación me esperaba ansiosa para trazar un plan de salvamento que le proporcionara a Rosa la tranquilidad suficiente como para seguir viviendo. Mientras los alocados pensamientos disputaban prolongados y tensos pulsos para comprobar cuáles  eran los más estúpidos, un denso aroma a toxicidad, a contaminación, a humo, penetró en las cañerías nasales de mi cuerpo. Un zumbido, una vibración artificial y dañosa comenzó a brotar procedente del polvoriento camino de arena que conducía al lujoso cortijo del señor Romeo.

Decidí aproximarme con una delicada consideración para poder comprobar quien iba montado a lomos de aquella chatarra mecánica cuyo motor estaba más ahogado que yo. Cuando aquellas personas  abrieron las puertas y sus relucientes zapatos chocaron contra el árido suelo pobre de aquel terreno, me di cuenta de lo que era la vida, del significado de la palabra injusticia y del valor de la impotencia.
Cogí tan considerable cabreo que decidí alejarme de aquel olimpo para regresar al lugar que me correspondía. Mis airadas manos estaban desatadas e intentaban ahogar, estrangular, a aquella pobre y diminuta botella de agua que se había quedado vacía desde hacía mucho tiempo.
Me cercioré de que una extraña sombra me perseguía. Así que cogí la botella con todas mis fuerzas y la lancé como si fuese una gigantesca piedra. Obviamente la botella no dio en el blanco sino que su trayectoria se vio alterada por una ligera brisa de viento que se había levantado. Cuando levanté la mirada me di cuenta de que, la víctima de mi ira, era una inocente niña de unos ocho años que me miraba atentamente con el cuello orientado ligeramente hacia la derecha. Parecía un cachorro intentando comprender hacia donde se había marchado la piedra que tanto le gustaba recoger. La niña, quien comenzó a arrascarse la cabeza, se decidió a hablarme:

- ¿Qué te pasa a ti?- pronunció la niña con una graciosa carantoña-.

- ¡Diablos! Discúlpame por favor… Estaba cabreado y no sé…- sollozaba arrepentido-.

- Tranquilo, por suerte era una botella de agua vacía, imagínate que fuese una piedra, probablemente tendría un chichón más grande que tu cabeza- rió la desconocida chica-.

-Eres muy divertida. ¿Puedo saber cómo te llamas?- interrogué intrigado ante el misterio que envolvía a aquella repentina niña.

- Mi nombre es Carla y soy la nieta de Romeo. Ahora me gustaría saber cómo te llamas tú, don lanza botellas- cuestionó la misteriosa niña-.

- ¡Bonito nombre! El mío es Rubén, aunque para tu abuelo creo que nunca dejaré de ser Carlos- declaré sonriendo-.
Una profunda carcajada salió despedida de su risueña boca. Ciertamente no alcanzaba a comprender como una niña tan simpática como ella podía provenir de un ser tan arisco como aquel extraviado anciano.
-Bueno, tengo que seguir, sino esta noche cenaremos tierra- expuse-.

- ¿Pan y cebolla no? -añadió aquella peculiar niña-.

-¿Qué? ¡Cómo voy a comer cebolla cruda! ¡qué horror!- respondí quejoso-.

-No, no me has entendido. Simplemente estaba refiriéndome a una mención que hace un gran poeta, Miguel Hernández- dijo perpleja ante mi desconocimiento-.

- Poeta… ¡Quién fuese poeta! Otro adinerado hombre que podía permitirse el lujo de leer y divertirse en lugar de estar encerrado en esta sartén, sin ánimo de ofender por lo de la sartén- pronuncié cabreado-.

-¿Bromeas? Miguel Hernández era un simple ganadero que leía mientras trabajaba. Fue un poeta campestre, sin recursos, sin dinero, pero a pesar de todo eso, nunca se dio por vencido. Y tranquilo, no me ofendes. Lo cierto es que voy a irme de aquí porque ya estoy sudando demasiado para mi gusto. Solo venía a decirte que mi abuelo ha decidido que tu jornada laboral se acaba de terminar. Así que ya nos veremos mañana- exclamó Carla mientras se marchaba de aquella parrilla solar.
Con el eco palpitante de aquella historia en mi cabeza, me dirigía al cortijo con la esperanza de obtener alguna recompensa monetaria por toda la labor realizada. Cuando les pregunté a los criados que custodiaban las puertas de aquel cortijo que si podía hablar con el señor de aquellas tierras me respondieron que estaba reunido, que quizá más tarde, pero mis ganas de regresar y ver el dulce semblante de mi querida Rosa eran insoportables.

Pero justo cuando iba a marcharme, la puerta se abrió. El vetusto capataz había salido de su hibernación puesto que dentro del cortijo el aire era más refrescante, más embriagador, y llevaba todo el día sin salir de allí. Un par de hombres le acompañaban. Entre ellos destacaba uno, cuya vestimenta era bien distinta: una sotana, vestía una sotana. Era él, su fantasmagórica voz no dejaba lugar a dudas.

-Anda, pero mira que niño tan guapo tenemos aquí- dijo con gran entusiasmo el cura-.

-Sí, es una nueva incorporación- añadió el sonriente anciano-.

Quizás el miedo, quizás el dolor o quizás aquella aterradora imagen impregnada en mi retina me impedían mantener la mirada a aquel cruel hombre.

-No te pases con él, eh Romeo. Déjale descansar, después de todo es una dulce criaturita del Señor- exclamó con un semblante totalmente agradable.

-Sí, señor. De hecho, su jornada acaba de finalizar. Toma, chaval. Esta es tu recompensa- dijo el huraño anciano mientras extendía unas cuantas monedas en mi mano-.

-Gracias, señor. Muchas gracias. Con vuestro permiso, me gustaría regresar a casa. Ha sido un día muy largo- expliqué exhausto-.

-Claro que te perdonamos, mi querido amigo. Es más, yo en persona te llevaré hasta tu casa- propuso el padre Camilo José-.

-Es muy amable, señor. Pero no es necesario, regresaré por mis propios medios- dije con gran timidez-.

-Querido amigo, no es una molestia y tampoco una pregunta. Así que coge tus cosas que nos vamos- aseveró el infame sacerdote-.

A mi pesar, con un gran sentimiento de culpa que zarandeaba las estrechas cavidades de mi acomplejado corazón, me monté en aquella odiosa chatarra, al lado de aquel odioso sacerdote para escapar o huir de aquella odiosa parrilla.

El sacerdote puso un especial interés en saber quiénes eran mis padres y cuáles eran mis creencias. En primer lugar, era consciente de las múltiples estrategias que elaboraba para conocer al máximo tanto a mi entorno como a mi interior.

-¿Tú… Tú eres hijo de Francisca, no? Perdona si me equivoco, es que como te he visto poco por la Iglesia…-dijo el sacerdote-.

-Pues no, lo cierto es que no. Mi madre es Victoria y, últimamente, no vamos a la iglesia porque mamá está a punto de dar a luz. Yo, en cambio, intento trabajar todos los días para llevar dinero a la casa- expliqué sometido por una profunda pena-.

-¿Embarazada? Pero, si no recuerdo mal, tu padre hace más de dos años que no viene por estos barrios. Está en le vendimia francesa, según tengo entendido. ¿Cómo puede ser?- interrogó el padre Camilo José, mientras esbozaba una malévola sonrisa-.

-Pues no lo sé- contesté-.

-Bueno, a veces pasan cosas extrañas, qué se le va a hacer. Oye y cómo le va a tu hermano en la mili, tengo entendido que acudió encantado e ilusionado al saber que iba a prestar servicio a su nación y a su Señor- mencionó entusiasmado-.

La mención a mi hermano me hizo recordar en aquellas misteriosas cartas que habían aparecido por debajo de la ranura de la puerta. Así que me quedé pensativo, perplejo por qué tipo de misterio sería el que esconderían aquellos insignificantes enigmas.

La cantidad de sinuosas curvas que conducían a nuestro tan querido pero tardío destino producían una agitación estomacal y cerebral considerable. El mareo se filtraba en lo más profundo de mi sangre, inyectado como un feroz y eficaz narcótico capaz de adormecer y silenciar la templanza y coherencia de mis pensamientos. Capaz de amordazar las reivindicaciones de mi conciencia, capaz de estrangular muy lentamente las manifestaciones de una parlanchina boca.

Era consciente de la debilidad que reflejaba mi hastiado cuerpo, así que decidí cortar aquella especie de entrevista personal y bajar de aquella ruidosa chatarra.

-Señor, estoy un poco mareado, me gustaría bajar para proseguir el resto del camino a pie- confesé atemorizado-.

-Claro, claro. Por supuesto. ¡Paren el carro, que nuestro estimado invitado quiere bajar!- exclamó irritado-.

- Muchas gracias, señor. Gracias por el viaje- fingí exasperado-.

- Tranquilo, no tienes que agradecer nada. ¿Para eso, somos hermanos, no?- cuestionó-. Anda, hazme un favor, mándale recuerdos a mi querida amiga Victoria y, dile, que ardo en deseos de hablar con ella. La visitaré muy pronto.

Podría intentar definir el gesto amenazador y risueño que hizo pero no creo que exista tal palabra en el diccionario. Es curioso como cada palabra engloba un concepto, pero no todos los conceptos se pueden explicar a través de una palabra. Pues bien, aquella mirada me transmitía algo, vi algo en aquellos ojos verdosos pero, fuese lo que fuese, aquello que vi, no era humano.

Finalmente me apeé. Intenté sentarme un poco para que se me pasaran todos aquellos efectos provocados por la droga que me habían suministrado para, después, regresar a casa. No era consciente de lo buen bailarín que era hasta que comencé a andar por aquella calzada deshabitada. Después de todo era comprensible ya que pronto anochecería. Cuando pensé que lo peor ya había pasado, comenzó a diluviar al mismo tiempo que la soga de mi vientre apretaba con una ferocidad inimaginable. El hambre exprimía, balanceaba y estrujaba, como si de un trapo se tratara, a mi rugiente barriga.

-Camarada, creo que un león se te ha colado en la tripa, ¿verdad Toby?- dijo una ronca voz sepultada entre un montón de apiladas cajas y cartones-.

Sabía o, al menos, conocía el timbre de aquella ronca voz. No podía creerme que  aún estuviera por ahí, inmóvil, en el mismo sitio.

-¿Qué haces aquí?- interrogué intrigado-.

- Duchándome, compadre. ¿A ti qué te parece? Vivimos aquí- respondió acompañado de una estruendosa carcajada-.

- ¿Vives en este sucio y horripilante callejón? ¿No tienes hogar?- pregunté-.

- No, no vivimos aquí. De hecho, dudo que nos volvamos a ver. Nos mudamos de aquí, este pisito de primera línea de playa nos parece demasiado lujoso para nosotros.

El vagabundo portaba una harapienta y puntiaguda barba de la que emanaban y se deslizaban una serie de transparentes y cristalinas gotas de lluvia. Se encontraba tumbado en el suelo, abrazado a un tembloroso bulto que no paraba de tiritar. Detrás de él, había un par de cajas forradas y recubiertas con gran cantidad de plásticos. Yo no alcanzaba a comprender por qué no empleaba ese conjunto de mantas para refugiarse del frío, así que le pregunté.

-¿No quiero ser grosero pero por qué no usas las mantas que tienes ahí detrás cubriendo esas las cajas?- cuestioné-.

- Querido amigo, lo que hay dentro de esas cajas está por encima de mí. Sin esas cajas mi vida ya no tendría sentido. Mucha gente depende de ellas- pronunció muy seriamente, sin una sola carcajada-.
-¿Qué contienen?-demandé-.

-Acércate, camarada- añadió el maloliente anciano-.

Me aproximé a aquel arrugado y canoso hombre con una minuciosa y calculada precaución. No era especialmente confianza lo que había forjado con ese hombre, aun así, me sentía seguro a su lado.
-Esta caja contiene la verdad, la magia. Es una caja mágica que te transportará a otros mundos, otros lugares. Mucha gente intenta arrebatármelas para quemarlas, por eso tengo que andar huyendo de un sitio para otro, para protegerla- murmuró sigilosamente-.

-Estás como una cabra. Quien va a querer un par de cajas mojadas, sucias e insignificantes para quemarlas, es absurdo- exclamé irritado- Si no me lo quieres contar, no me lo cuentes pero no toleraré semejante tomadura de pelo.

Una leve sonrisa se esbozó en el lienzo de su rostro. Su mirada, avivada por el fuego de sus palabras comenzaba a arder, comenzaba a calentarme, comenzaba a plantearme si el loco, que estaba como una verdadera cabra, era yo.

-¿Por qué no te refugias en casa de tu familia?- cuestioné profundamente interesado -.

-Porque me la arrebataron-respondió tajantemente-. Lo siento mucho, camarada, me tengo que marchar, ya está anocheciendo, y nuestra presencia aquí comienza a ser peligrosa- añadió regado a sus delicadas palabras con una chispa de misterio-.

-Espera, espera. ¿A dónde vas a ir?-interrogué conmovida por su incapacidad de levantarse-.

-Me iré hacia donde mis pasos me lleven. Estas cajas dependen de mí para caer o no caer en el ligero polvo del olvido- respondió mientras se giraba de espaldas y se marchaba paulatinamente como una procesión-.


En ese momento, en ese instante, vi como aquel bulto tembloroso permanecía aún en el suelo. Lo había abandonado allí, en aquel siniestro y húmedo lugar. Pero cuando levanté la vista, el hombre ya no estaba pero sí el eco de su carcajada.

domingo, 4 de octubre de 2015

La Rosa de Los Vientos(Capítulo 8)

8. Cadena perpetua.

Como si de una pequeña y diminuta perla encajonada y encerrada entre las gruesas paredes de una robusta ostra se tratara, mi amada conciencia cayó presa en aquella dichosa penitenciaría. Maniatada y amordazada por la maliciosa actitud de un remordimiento cruel y hostil. Una celda, con aspecto de velatorio, decorada con un sucio y pueril inodoro, embriagada por el refrescante tufo a humedad que desprendían las vigorosas paredes que custodiaban aquella asfixiante jaula.

Había sido apresado por mi propia culpa. Si, quizás, me presentase ante el juez que instruye y dirige el caso podría confesar y reducir mi condena. Podría volver a disfrutar de la vida, del extasiado canto de los solemnes pájaros acompañado de una sinfonía folclórica compuesta por el recurrente sonido que nace del choque entre la indescriptible agua contra las férreas e inamovibles rocas. Podría volver a vivir en mi estado de bondad y templanza, podría sumergirme entre los angostos y dulces caminos del sueño sin miedo a tropezar y revolcarme por el polvoriento suelo de mis interminables pesadillas.

Pero, por otro lado, si confesaba todos y cada uno de mis pecados relacionados con el asesinato de Fran, quizás estaría cometiendo el mayor pecado de todos: desprenderme, desmembrarme, abandonar u obstaculizar la travesía de ese deleitoso y rojizo néctar que nutre y bombea  mi corazón. Perdería la razón de mi existencia, la esencia de mis lágrimas, la saliva de mi boca. Y no, no podía permitirlo.

Debía de ingeniar un nuevo plan para asegurar el futuro de Rosalinda, y debía hacerlo con la mayor brevedad que me fuera posible pues, al alba, mis pasos tendrían que  partir entre las siniestras lluvias que azotaban la inmensidad selvática de mi amada Sevilla en dirección a los campos de cultivo, para coquetear, seducir e interactuar con los complejos y huraños olivos que se habían convertido en los mayores distribuidores de comida de un famélico hogar.

Sin embargo, toda aquella condena, todo aquel sacrificio, se vería recompensado al pensar que yo, Rubén, podría suplantar y reemplazar las funciones y las hazañas de mi heroico hermano. Cuántas veces, desde que era un bebé que caminaba con sus gasas, (ya que los paquetes de pañales no se inventaron hasta años más tarde por lo que las madres tenían la “gustosa” ocasión de limpiar todos aquellos desechos humanos que se hubieran arraigado en las blanquecinas paredes de las gasas, para luego reutilizarlas) las despedida de mi hermano se producían bajo la cálida mirada de admiración de toda su familia. Ahora empiezo a comprender que, mi hermano, no solo portaba unos cuantos guantes y, de vez en cuando, algún que otro chubasquero, no. Mi hermano cargaba con una mochila inmensa llena de responsabilidades que funcionaban como pesadas piedras que le impedían avanzar hacia el desvío de la libertad, de la comodidad, de la libre elección. He tardado demasiado en comprender que el camino de rosas, que comencé desde el mismo día en que nací, se había convertido en una senda de afiladas espinas en la que mis pies se despojarían de todo aquello que sirviera para su protección.

La rueda giratoria de mis pensamientos no cesaba de parar. Los ojos hundidos por el insomnio y los pies doloridos por el largo paseo nocturno que protagonizamos el día anterior me convirtieron en una especie de ser sonámbulo, en una especie de fantasmagórico personaje que deambulaba por el lóbrego dormitorio como un alma en pena.

-Pss… pss… Rú…-pronunció una escondida voz, sepultada por la oscuridad que inundaba la habitación-.

- ¿Qué es?-pregunté a cualquier ente que hubiera emitido aquel discreto ruido-.

- ¿Adónde vas?- cuestionó la atronadora voz, señal inequívoca de que se acababa de despertar-.

- Voy a prepararme para irme. La hora acordada queda muy próxima y no me gustaría quedarme rezagado en mi primer día de trabajo- contesté ante un repentino brote de orgullo que había florecido dentro de mi ser-.

-Ah… pues si no te importa, yo seguiré durmiendo- pronunció el hastiado Tomás, cuya voz había sido capaz de reconocer-.

-Tomás, necesito pedirte un favor. Soy consciente del enorme riesgo que corriste al excusar mi ausencia delante de mamá. También quería agradecerte que acogieras a Rosa entre nuestras pueriles sábanas. Gracias de corazón. Pero me gustaría que me hicieses un último favor. Quiero que protejas y ocultes a Rosa, por favor te lo pido.

Un estrepitoso silencio se apoderó de Tomás. O eso creía…

-¿Tomás? ¿Tomás?-cuestioné intrigado-.

-¡Tomás, hostia!-exclamé abordado por un poderoso nerviosismo-.

-¡Ah… Joder, Rú! ¿Qué quieres ahora?- respondió el sobresaltado Tomás-.

-Increíble, absolutamente increíble. Yo aquí mostrándote toda mi gratitud y resulta que te habías vuelto a dormir. Alucino cada vez más contigo…-añadí un tanto enfurecido-.

De repente, una espectral carcajada sonó en toda la habitación. La puerta estaba entreabierta y, el ruido, procedía del exterior. Con el mayor sigilo que mis veloces movimientos me permitían cometer, me aproximé a la puerta y la abrí en su totalidad. Cuando me asomé al pasillo de aquella vetusta casa, pude apreciar la silueta de una niña tumbada en el suelo en posición fetal, con las manos rodeando su vientre y las lágrimas sobresaltadas. Era Araceli.

-¿Qué haces aquí, Ara?-interrogué con el rostro totalmente pálido-.

-Tranquilo, Rú, tranquilo. Lo sé todo- respondió Araceli- yo la cuidaré.

-Puedo explicártelo. Verás, todo comenzó…-empecé a explicar-.

-Rubén, Tomás me lo contó todo. ¿De verdad crees que con su magnificada inteligencia, por sí solo, sería capaz de engañar a mamá? Claro que no-añadió la todavía risueña Araceli-.

-¿Es eso cierto, Tomás?... ¿Tomás?- cuestioné irritado-. ¡Será posible! Se ha vuelto a dormir… Ese maldito zángano…

-¡Qué esperas de tu hermano! Anda ve, ve a trabajar. Yo te cubro pero, a cambio, quiero una explicación minuciosa y detallada de todo lo que ha ocurrido. ¿Está claro?- pronunció la personificación de la bondad y la salvación-.

-¡Trato hecho!- exclamé entusiasmado-.

Después de endosar una decena de besos a mi querida hermanita, descendí por las obsoletas escaleras para, posteriormente, aproximarme a la cocina donde un refrescante zumo permanecía expectante. Una vez comprobado que reunía todos los instrumentos necesarios que iba a utilizar, me dispuse a marcharme. De repente, un blanquecino rectángulo se deslizó por debajo de la puerta. Era una carta. Una carta que parecía del ejército. Entonces, comenzó un tenso conflicto entre el deber y la curiosidad, entre la curiosidad y el deber. Cuando levanté la mirada para ver la hora que marcaban las  estrechas agujas del reloj, la curiosidad se esfumó. Llegaba tarde, llegaba tarde. Puse la extraña carta encima del armario y me marché. Llegaba tarde.

Las serpenteantes calles que me conducirían a mi laborioso trabajo estaban abarrotadas de gente. Una auténtica marabunta de adormecidas hormigas que caminaban en busca de su recóndito hormiguero. Jamás pensé que Sevilla abriera sus somnolientos ojos, desayunara con tanta velocidad y se vistiera con su respectivo mono de trabajo para madrugar más que el caluroso sol.

La venenosa prisa que había sido inyectada a las exhaustas presas de aquella inhumana jornada laboral provocaba una oleada de inconfundibles pisotones y numerosos empujones que acabaron arrojándome contra el desaliñado suelo. Esperaba que alguno de aquellos tan elegantes caballeros me ofreciera su pulcra y aseada mano para levantarme pero nadie lo hizo. Fue entonces cuando una alocada carcajada me sobresaltó.

-Amigo, como tengas que esperar a que alguno de esos robóticos tipos se disculpe por haberte tirado al suelo vas a acabar con el culo anestesiado. Tan anestesiado que no vas a saber ni cuando te estás peyendo – exclamó una resquebrajada voz que provenía del lúgubre callejón que tenía al lado-.

-¡Y qué lo digas! Si se hubieran despertado antes no caminarían con tanta bulla…- añadí-.

Otra estruendosa carcajada se hizo eco de aquel estrecho callejón.

-¿Eres nuevo en esto de trabajar no, chaval?- cuestionó la misteriosa silueta que se refugiaba tras una sólida cortina de oscuridad-.

- Este es mi primer día de trabajo, sí- respondí mientras hacía esfuerzos con la intención de levantarme-.

- Estos pobres hombres no se han quedado dormidos ni se han pasado toda la noche de marcha, ni siquiera se acostaron tarde viendo alguna película…- pronunció la oculta voz-.

-¿Entonces por qué caminan con tanta prisa?- interrogué desconcertado-.

-Por conservar su birria de sueldo. Los magnates que lideran  las empresas tratan a sus empleados como si fueran míseros seres sin personalidad ni voluntad. Si quieres pertenecer a una empresa debes cumplir cada uno de los requisitos y objetivos que te mandan, sino acabas en la calle con cuatro hijos, una mujer que alimentar y un esquelético perro que no para de ladrar durante toda la noche. Por eso caminan con prisa- añadió el jovial personaje que se escondía tras los húmedos cartones que compartía junto a aquel extraño bulto que no se movía-.

-Yo no quiero ser alguien como ellos-confesé preocupado-.

- Tendrás que estudiar muy duro, hijo. Por cierto, ¿tú no tienes que irte a trabajar?- preguntó aquella intrigante voz-.

-¡Hostias! ¡Llego tarde! ¡Llego tarde!- exclamé desatado por la locura-.

-¿Hacia dónde vas, campeón?- cuestionó -.

-A los terrenos del señor Romeo Arias- respondí mientras me disponía a correr-.

Mientras mis apresurados y atrevidos pasos esquivaban los continuos golpetazos de aquellas estresadas y envenenadas hormigas que vestían traje y corbata, la atronadora y resquebrajada voz sonó desde el fondo: “Chaval, chaval. Gira por el tercer callejón a la izquierda y luego atraviesa el descampado, llegarás allí en un periquete.” No tenía nada que perder así que lo hice.

Sorteé con una inigualable destreza cada una de las dichosas ramas que constituían el árbol urbano de mi ciudad. Atravesé sin ningún tipo de pudor aquel gigantesco descampado cargado de peligrosas y asquerosas boñigas que se camuflaban con el amarillento polvo del suelo como si fueran una especie de minas anti-persona.

Aun así, llegué tarde. Cuando alcancé mi objetivo y visualicé el decrépito y enojado rostro de aquella especie de pasa campesina, no pude evitar agachar la cabeza y, en cierta medida, las orejas.

-Disculpe, señor Romeo, por mi tardanza-dije avergonzado.

-Ya…-pronunció aquella chimenea con sombrero-.

-Verá es que…-comencé a explicar-.

-Déjate de absurdas explicaciones, niñato. ¿Te crees que esto es un juego?

-No, señor. Lo lamento…-tartamudeé-.

-Estoy perdiendo mi tiempo y, por tanto, mi dinero-gruñó aquel enrabietado buldog-.
-Le estoy haciendo un favor a tu madre y ¿así me lo paga?… Mira que sabía que los negocios no se pueden mezclar con la amistad…-parloteó-.

-Señor, de verdad, no volverá a ocurrir. Estoy aquí para sacar a mi familia del profundo pozo en el que estamos atrapados y, pienso hacerlo, sea como sea. Si no me quiere aquí con usted, dígamelo, porque en lugar de perder mi tiempo podré buscar mil trabajos mucho mejores que éste para dar de comer a mi familia…-enuncié corroído por la interpretación y la ira. En este juego de cartas estaba marcándome la madre de todos los faroles. Si aquella estropeada pasa con sombrero me despedía sin ni siquiera empezar a trabajar, estaba perdido.

Tras pronunciar aquellas insensatas palabras, la saliva que se deslizaba por mi seca y desértica garganta se volvió de una espesura considerable. Era incapaz de tragar ni una sola gota de aquella húmeda sustancia. Finalmente, ante la inmóvil mirada de aquel ancestral gruñón, mis nervios florecieron al exterior.

-Vamos al lío y dejémonos de pamplinas- murmuró Romeo Arias-.

Aquellas gloriosas palabras resultaron la llave para librarme del continuo estrangulamiento que estaba padeciendo ante el inminente silencio que se había proliferado en aquel dichoso instante.
-¿Qué parcela de olivos es la que tengo que recoger, don Romeo?-interrogué acongojado por la regañina que acababa de recibir unos minutos antes-.

-¿Olivos? Chaval estás más perdido que los maricones esos…-estableció Romeo-. Tus sucias y asquerosas manos no van a palpar el dulce tacto de mis golosas aceitunas, Carlos-.
-¿Carlos? Mi nombre es Rubén ,señor- exclamé -.

-Hijo, mírame  a la cara.¿Creés que me importa cómo te llames?-pronunció el huraño anciano cuyo escupitajo aterrizó en la superficie derecha de mi zapato-. Para mí, tu nombre no es otro que hambre.
-Sí, señor- respondí-.

-En definitiva, vas a recoger algodón, chaval-. añadió Romeo-. Volveré aquí dentro de una hora. Si completas la cantidad estimada tu sombra será bienvenida en mis tierras. Buena suerte.

El cojeante anciano se marchó y yo me puse manos a la obra. Después de pasar unos cuantos minutos en aquellos tediosos campos, mi cabeza comenzó a retumbar. La poderosa luz del sol azotaba con sus calurosos e hervientes látigos de fuego mi quemada espalda, castigada por los arañazos y los sudores que se precipitaban por la pendiente trasera de mi torso. Un diluvio de agua salada que humedeció todo mi cuerpo. Un cuerpo agitado por las convulsas corrientes de tórrido fuego que abrasaban todo a su paso.

Las celestiales hojas del árbol de mi ilusión día que parloteaban y danzaban mecidas por la suavidad y dulzura del viento se transformaron en una hojarasca seca y marchita, recostada entre el fangoso y mugriento suelo de un espeso pantano.


Las resquebrajadas manos formaban junto a mis mareados pies todo un recital de baile protagonizado por unos ebrios y alocados pasos. La insolación penetró en mi mirada y la cautivó. Fue entonces cuando me percaté de que , aquellas peculiares tierras, no eran los campos de un honorable y terco capataz. No eran el hogar de los insultos y los desprecios laborales. No eran la mazmorra de un ardiente verdugo. Ni tan siquiera era una horrible pesadilla. No, nada de eso. Simplemente era una horno, una parrilla. Un lugar donde se quemaba y se horneaba a los trabajadores para alimentarse de sus laboriosos trabajos mientras que, ellos, se tostaban ante la penetrante mirada de una risueña bola de fuego. Cocinaban trabajadores, los sazonaban, hasta que acababan con sus ilusiones, con sus pensamientos. Con esa parte humana que los caracteriza. Sólo era cuestión de gustos y de tiempo. ¿Hechos, muy hechos o al punto?

jueves, 20 de agosto de 2015

La Rosa de los Vientos (capítulo 7)

7.Un paseo nocturno

Como náufragos abandonados en la intemperie de un mar embravecido, nuestros pasos avanzaban por la pedregosa senda de aquella bruna montaña. El espeluznante eco de aquel dichoso disparo combinado con el embriagador aroma a pólvora quemada gestaba un panorama de guerra y desolación. La oscuridad se transformó en un arma de doble filo pues, aunque su espeso y brillante manto de estrellas no lograba protegernos de la inmensidad del frío y la negrura, nos permitía permanecer ocultos, entre incontables tinieblas, a través de los apagados focos de aquella dramática escena.

Por un instante, tan solo por un mísero instante, deseé haber nacido ciego. Bueno, haber nacido ciego y sordo. Deseé no haber presenciado aquella repugnante escena. No haber escuchado jamás los numerosos y vituperables rumores que ondeaban en torno a la figura de Fran. Deseé no haber salido de mi incómoda y agujereada cama. Deseé no haber sacado a toda mi tripulación ante el incontrolable mar de infortunios por el que acabábamos de navegar pero, sobre todo, deseé que aquél honesto hombre que ahora yacía entre el calor de la hoguera y la escarcha del suelo, entre la pureza de la vida y la podredumbre de la muerte, estuviera vivo.

Debíamos escapar o, mejor dicho, teníamos que escapar de aquel luctuoso lugar. Nuestros empapados rostros cubiertos de incesantes lágrimas debían encontrar el mismo  camino a través del cual habíamos llegado. Los nervios se habían apoderado de mí, sin embargo, era admirable el carácter impávido y sosegado que presentaba Robert quien poseía un gran don para interiorizar el dolor. Una vez sincronizadas nuestras miradas, el mensaje era claro: Huir sin mirar atrás, escapar de aquella vorágine de oscuridad, viento y frío.

Cuando al fin respiramos el contaminado oxígeno de las fábricas de ladrillos nuestro corazón retomó su ritmo habitual. Regresar cada uno por su cuenta suponía todo un riesgo pues la noche estaba constantemente vigilada por los numerosos guardias civiles que custodiaban la discreción de los asesinatos y la impunidad de los inocentes. Vástagos de una sociedad que no siente pero que sí padece. Vástagos de un ser maligno que habita en los cuadros de las casas vestido de uniforme militar y con un insignificante mostacho recortado a lápiz. Vástagos de un ser que se nutre de la inocencia y la gallardía para expandir su imperio del terror, del miedo, del dolor.

-Robert, ¿qué vamos a hacer? Somos testigos de un asesinato- dije-.

-Sí, lo somos-respondió secamente Robert quien andaba un tanto pensativo-.

-¿Estás bien?-cuestioné intrigado-.

-Rubén, ¿te has fijado en esos dos policías?-preguntó el sudoroso y sorprendido Robert-.

-¡Claro que me he fijado! Aunque la oscuridad ocultaba su rostro, ya los había visto antes. Discutían por las solitarias calles de la ciudad cuando me dirigía al domicilio de Rosa. Al parecer, uno es el capitán y, el otro, es un simple soldado raso. ¿Por qué lo preguntas?- añadí desconcertado-.

-¿Sobre qué discutían?- preguntó Robert-.

- No lo recuerdo muy bien. Estaba más preocupado en pasar inadvertido ante su presencia que de otra cosa -respondí con una agresiva tonalidad ante la ignorancia que estaba mostrando el capitán respecto a mi pequeño interrogatorio-. Robert, me estás asustando. ¿Qué sucede?

- Está bien. Te lo contaré. Durante la reyerta entre el padre de Rosa, uno de los guardias y el cura, el otro guardia permanecía callado y silencioso oteando cada palabra que salía disparada por sus respectivas bocas. Pues bien, ¿cómo es posible que no interviniera ni una sola vez? –pronunció el angustiado capitán-.

-Supongo que estaba de acuerdo con sus compañeros. ¡Qué sé yo! Además, ¿qué más da eso ahora, Robert?-dije turbado ante el extraño comportamiento que mostraba mi compañero-.

-Rubén, aquel misterioso picoleto… el que permanecía distanciado de los demás… nos vio…- añadió Robert-.

Aquellas afiladas palabras sobrevolaron la inmensidad oscura que nos rodeaba para impactar directas en el centro de mi corazón. Unas simples y meras palabras que acallaron el latir de un acelerado tambor.

-Es imposible. Completamente imposible. ¿Cómo diablos explicas que aquel monstruoso cómplice nos dejara escapar?- interrogué exaltado-.

-La lacia cabellera de aquel  extraño picoleto vestía un tono rojizo…-musitó Robert, probablemente, paralizado por sus pensamientos-.

- Ah, claro. La rojiza cabellera le aconsejó que nos dejase escapar. No digas chorradas, capitán. Creo que lo mejor será salir de aquí. Necesitamos descansar-respondí aparentando una cierta tranquilidad.
- Sí, será lo mejor…- balbuceó Robert-.

Vestí mi considerable intriga de una sólida capa de tranquilidad y serenidad. La curiosidad  actuaba como un hambriento y despiadado gusano  interno que, paulatinamente, iba consumiendo cada una de mis respectivas extremidades. Los nervios se habían asentado en lo más profundo de mi estómago. ¿Qué querría decir Robert con aquel extravagante comentario?

Fuera lo que fuera, la prioridad era hospedarse en un lugar seguro. Y así lo hicimos. Los dos descuidados transeúntes  andábamos deambulando por una silenciosa marea cargada de luces de farola y coches aparcados. Un inconfundible piélago urbano de calzadas y aceras que nos sumían en las mismísimas entrañas de una sociedad moribunda.

Finalmente alcanzamos nuestro tan ansiado destino: El escondite de la Rosa de los Vientos. Se trataba de una diminuta choza recostada en una de las zonas más enrevesadas y ocultas de la orilla del río Guadalquivir. Una fortaleza recubierta de espinas, barro y madera capaz de soportar las continuas crecidas  del incontrolable río. Una zona custodiada por gigantescos guardianes poseedores de las más afiladas ramas y cuya altura acariciaba la  más sensible piel de la luna. En lo más alto de aquella grandiosa morada desfilaba orgullosa una bandera tatuada con un sobrenombre en la parte inferior del dibujo en la que se podía leer: “La Flor de Lis”. Así se llamaba nuestro escondite, nuestra morada, nuestro hogar.

“La Flor de Lis” heredó su nombre de uno de los cuatro elementos que constituyen  la heráldica francesa junto a la cruz, el león y el águila. Un nombre que se puede traducir como “flor del lirio”. Se trata de una especie de flor cuya figura se asemeja a la del lirio que apareció durante muchos años en las cartas de navegación. Lo sabemos porque el padre de Robert era pescadero y le apasionaba el mar. Se sabía cada uno de los distintos elementos cartográficos que constituían la ruta de navegación. Gracias a él, nuestra tripulación de piratas fue bautizada  bajo el nombre de “La Rosa de los Vientos”.
Cuando nos adentramos en las fangosas profundidades de aquella cabaña, el silencio se irrumpió. Sentíamos la persistente presencia de algo más entre la lúgubre flora de aquel destartalado lugar. La presencia indescriptible de numerosos susurros cuchicheando a nuestro alrededor. No estábamos solos. Robert hizo un gesto para que retrocediéramos hacia atrás cuando, de repente, el frío tacto de una insignificante mano se posó en el hombro izquierdo del capitán. Enormes calambres sacudían la ennegrecida piel de un corsario  sucio, asustado y cabreado. No obstante, una voz bastante conocida sonó entre la tenebrosa oscuridad de la noche.

-¿Capitán, eres tú?- cuestionó Ibáñez-.

-La madre que te parió Ibáñez pero, ¿tú sabes el tremendo susto que me acabo de llevar, desgraciado?- respondió el alterado capitán-.

-Camaradas, ¿sois vosotros?- añadí-.

-Pues claro que somos nosotros. ¿No pensarías enserio que os íbamos a abandonar, no? Suponíamos que tarde o temprano volveríais aquí…-dijo “El remolacho”-.

-Gracias a dios. Chicos, ¿dónde está Rosa?- pregunté histérico-.

- ¿No está con vosotros?-interrogó Ibáñez-.

-¡Cómo va a estar con nosotros si se marchó con vosotros, so capullo!-exclamé promovido por la furia-.

-¡Qué no, qué está ahí dentro! Estaba tan cansada que nos pidió que la dejásemos descansar un poco. Para no molestarla, decidimos ir a inspeccionar la zona. Vamos lo que viene ser pasear y tal-musitó Ibáñez con una solaz carcajada esbozada en su rostro-.

Mientras mis pasos me dirigían a la humedad de aquella extravagante cabaña, era capaz de percibir como proseguía la conversación sin mí.

-¡Qué os ha pasado en el ojo! ¿No os habréis vuelto a pelear no?-interpeló Robert-.

-Esto…Díselo tú, cabeza quemada- respondió Ibáñez-.

- ¡Qué no me digas cabeza quemada! Con esa nariz puntiaguda que te gastas…-añadió el “Remolacho”-.

-¡Eh, Chicos… chicos…Rosa no está! – exclamé aterrorizado-. ¿Cuánto hace que la dejasteis aquí?
- Hará una hora o así… -comentó el sigiloso Alonso-.

-¿Qué? ¿Una hora? ¡Pero vosotros estáis locos o qué! Tenemos que ir a buscarla, no podemos abandonarla a la intemperie- comenté exaltado-.

-Cálmate, marinero. Daremos con ella. “Remolacho” y Alonso venid conmigo. Volveremos a su casa a ver si está allí.  Ibáñez acompañará a Rubén a inspeccionar la zona. Así, al menos, conseguiremos evitar una de vuestras estúpidas peleas- dictó Robert-.

-Roberto, esta vez no. Déjame ir solo. Conozco a Rosa, creo que sé dónde puede estar.- añadí con una actitud decisiva-.

-Mmm… está bien, dejaré que vayas donde quieras pero nunca irás sólo. Ibáñez te acompañará. –volvió a dictar el valeroso capitán-.

-Está bien. Andad con cuidado, mucha suerte –respondí entusiasmado-.

Sabía a la perfección donde podía estar. Era bastante improbable que Rosa hubiera regresado a su casa pues la llegada de aquellas aves carroñeras vestidas con sus altivos trajes militares sería inminente. Regresarían en busca de carne fresca.

El resto de la tripulación salió escopeteada en busca de nuestra amada doncella. Si nos cogieran, no podíamos señalar a Rosa como la culpable del encierro. En su dulce mirada deslumbraba la poderosa pasión que su padre despertaba en ella. La pasión y el amor son los únicos navíos que el mar nunca conseguirá hundir. Dos navíos capaces de aguantar las continuas sacudidas de una vida robada. Poco a poco, empiezo a entender que la vida no es sinónimo de libertad, no lo es. La libertad es esa sonrisa descuidada que se escapa en un suspiro de tiempo determinado. Ese veloz instante que nos permite evadirnos de la realidad para sumergirnos y bucear en el mar de la libertad.

Aún recuerdo la extraña canción que mi hermano solía cantar para enviarme al país de los sueños. Unas singulares letras que, aunadas bajo una manta de inteligencia y corazón, era temida por los mandatarios de aquél inhóspito lugar. Aunque, por desgracia, mi vagabunda memoria solo hizo sitio para una única estrofa:

“Qué es mi barco: mi tesoro,
qué es mi dios: la libertad,
 mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria a la mar.”                                                                                                                   
Esa afable canción se convertiría en mi otro compañero de viaje. Los tres osados camaradas corríamos veloces como si estuviésemos castigados por las continuas sacudidas de un látigo certero y cruel. Como si la noche nos torturase por cometer la semejante estupidez de caminar bajo el vuelo de un desvelado depredador.

Nuestros agotados pulmones, estrangulados por la rápida velocidad que habíamos logrado alcanzar, comenzaron a privarnos de oxígeno y de aliento. El chistoso Ibáñez yacía detrás de mí, cautivado por el lujoso cansancio que no podíamos permitirnos. Suplicaba una y otra vez, como si de un repetido loro se tratase, que nos tomásemos un respiro, pero si lo hacíamos, puede que nuestro encuentro con Rosalinda se retrasara para siempre.

-Vamos compañero, no puedes rendirte ahora. Rosa confía en nosotros- pronuncié con decisión-.
- Lo estoy intentando pero no puedo, no puedo- respondió el chistoso camarada-.

Debía de encontrar las palabras adecuadas que sedujesen a aquel exhausto bucanero. La cuestión es que Ibáñez nunca ha perdido su sentido satírico de las cosas. Hubiese sido demasiado pedir que aquel amante de la comedia se tomase aquella situación en serio por lo que opté por cometer una alocada estrategia.

-Ibáñez… ¡Qué decepción!-comenté adoptando un tono un tanto irritado-.

-Me da igual lo que pienses no voy a mover un solo centímetro de mi cuerpo- añadió el alterado Ibáñez.

¿Estás completamente seguro?-cuestioné esbozando una leve sonrisa en mi cara-.

-Seguro, no. Segurísimo- respondió firmemente Ibáñez-.

-Bueno, me encantará escuchar las interminables burlas que se le ocurrirán al “Remolacho” cuando se entere de tu rápido abandono.

-No serás capaz…-señaló el descompuesto rostro del hastiado Ibáñez.

-¿A cuánto asciende la suma de tu apuesta?-pregunté intrigado-.

-Jeje… ¡Era broma, camarada! ¡Solo te estaba tomando el pelo! En fin… ¿a qué estamos esperando?-culminó el milagrosamente recuperado Ibáñez-.

El diminuto hálito de los dos se fue recomponiendo poco a poco, de modo que acordamos proseguir con nuestra entrañable aventura. Cada vez nos aproximábamos más al objetivo hasta que, finalmente, lo alcanzamos: Nuestro amoroso descampado, nuestro oasis. En el preciso instante en el que mis debilitados pies se deslizan por las refrescantes hierbas de aquel embelesador lugar, una especie de escalofrío asciende, poco a poco, por las tímidas piernas cargadas de cicatrices que mi piel suele soportar. Posteriormente, esa discreta y húmeda sacudida sigue trepando por la cintura y los brazos hasta que, inevitablemente, acaba por acariciarme el cuello.

El viento intentaba exterminar un aroma imperturbable, inamovible. Elaboraba  complejas y feroces ráfagas de aire que intentaban esparcir y difuminar el dulce olor a néctar y a vida, pero no lo conseguía. Cuando todo mi cuerpo acabó de regocijarse en aquel oasis del amor, mis ojos presenciaron unas temblorosas y diminutas luces alojadas en torno a la hermosa figura de una pequeña silueta. Una delicada rosa agitada por el viento: Rosalinda.

Cuando miré hacia atrás, Ibáñez se encontraba tumbado en mitad de la hierba con una postura muy semejante a la de un ángel de nieve. Estaba agotado, adormecido, destrozado, así que decidí adentrarme en aquél desfile de sigilosas luciérnagas para asegurarme y conversar sobre el bienestar de Rosa. Pero su rostro, parecía dominado por las caudalosas lágrimas que discurrían por sus redondeadas mejillas. El sonido que emitía los entrecortados sollozos intentaba huir y escapar por su sepultada boquita.

-¿Dónde está papá?- susurró entre ilimitados balbuceos-.

-No lo sé- respondí precipitadamente-.

-Mientes…-replicó la entristecida niña-.

-No, de verdad que no. Roberto y yo vimos cómo tu padre se desprendió de aquellos dos policías de un puñetazo y se sumergió entre la oscuridad de la noche- mentí-.

-¿Lo dices enserio?-cuestionó entusiasmada Rosa-.

-Pues claro, acaso te mentiría yo- señalé mientras aparentaba una serenidad impecable-.

Era consciente de las carencias y deficiencias éticas y morales que mostraba mi enclenque estrategia pero no podía permitir que, la reencarnación de la alegría, perdiese su incomparable aura de vida, de diversión y de libertad.

-Por eso tienes que ser fuerte…-añadí conmocionado-.

-Sí, tienes razón- respondió con una resplandeciente sonrisa-.
Aquella situación me pareció muy similar a la de la inexplicable aparición de ese bello arco en el que se combinan casi todos los colores después de la explosión de una devastadora y atronadora tormenta.

-Rosa, hay algo que me gustaría preguntarte- interrogué con cierta delicadeza-.

-¿Si?...-musitó mientras se enjugaba las lágrimas que se habían consolidado como pequeños charcos en el surco de sus jugosos labios-.

-Aquellos desalmados guardias civiles que interrogaron a tu padre pretendían que les  confesase algo…-sugerí-.

-¿Los libros?-preguntó con cierta confusión-.

-No, no puede ser, de lo contrario aquellos emisarios hubieran raptado los libros. Dudo encarecidamente que se refirieran a esos manuscritos. Es más, hacían una constante  referencia a “ellos”… ¿tienes alguna idea de quiénes pueden ser?-aclaré-.

-Mmm…-pronunció la pensativa Rosalinda-.

-Alguien con quién se viese tu padre… algún conocido o…-dije-.

-Ahora que lo dices,  recuerdo que, una noche, escuché a mi padre conversar con alguien pero no pude identificar su rostro pues portaba un grisáceo pasamontañas.

-Y su voz… ¿pudiste escuchar su voz?-pregunté un tanto desesperado-.

No, no escuché nada. Excepto, el relincho de un caballo un tanto sofocado-señaló la reflexiva chica cuyas lágrimas habían cesado-.

-¿Un relincho? Mm, ¡qué extraño!- pensé dubitativo ante semejante declaración.

-No se me ocurre otra cosa… Desde que yo nací mi padre nunca ha vuelto a ser el mismo-exclamó agitada por los continuos remordimientos que parecían venirle a la cabeza-.

-¿Quieres decir… desde la ausencia de tu madre?- añadí sorprendido-.

- Sí, así es. Mi tío solía contarme como era mi padre de joven. La exquisita felicidad que desprendía por las calles que pisaba y su enorme pasión por la lectura lo condujeron a una afortunada niñez-confesó la acongojada doncella-. Sin embargo, tras la muerte de mi madre, papá comenzó a actuar de un modo un tanto extraño. Se encerraba a todas horas en ese lúgubre sótano rodeado de gloriosas estanterías y no salía hasta la noche, probablemente, intentando retomar su tan añorada juventud-señaló Rosa, cuyo semblante esbozaba una entristecida mirada-.

-¿Toda la tarde leyendo libros?- cuestioné intrigado ya que no podía borrar de mi mente la desagradable mezcla de vodka y ron-.

-Bueno, ¿puedo confiar en ti?-preguntó un tanto avergonzada-.

-Claro-respondí-.

-Papá consumía una enorme cantidad de alcohol…-sugirió Rosa totalmente ruborizada-.

-No tienes por qué avergonzarte. Hay mucha gente que comparte ese gusto por el alcohol- aclaré-.

-¿Gusto? Papá detesta el sabor del alcohol. De hecho, lo repudia- pronunció la turbada doncella-.

-¿Cómo? ¿Entonces? No entiendo nada, Rosa- cuestioné exhausto-.

-Un día mi padre se vio superado por el cansancio, la tristeza y la desolación. Decidió abrir un par de botellas que, mi padre, tenía guardado para los festejos y se las bebió. Mientras lo observaba con la puerta del sótano entreabierta pude ver algo excepcional. Papá, ebrio y exhausto, creyó haber visualizado a mamá. Tuvo una alucinación en la que entabló toda una conversación con ella. Le oía murmurar, en repetidas ocasiones, su nombre…-declaró conmocionada-.

La misma e imperturbable frase retumbaba una y otra vez, no  ya en mi cabeza sino en mi corazón: ¿Qué habíamos hecho?

Fin del capítulo