5. Pólvora y ceniza
Vagabundeé por los laberintos fúnebres y
callejeros de una inhóspita ciudad. Las continuas oleadas de frío polar se
complacían al constituir la hermosa capucha de una gélida muerte. El silencio y
la nada habían sumergido a la ciudad en una tensísima situación de zozobra y
terror. Mucho terror. Tal era la bestialidad de los acontecimientos que tenían
lugar bajo el llanto de la pálida luna que incluso los ciegos murciélagos
escogían la sombra y no la luz, para pasearse por las calles sepultadas de una
hastiada ciudad.
Las oscuras calles quedaban a merced de las
farolas, sólidas guardianes de un recinto abandonado. Inspectores de la
oscuridad, testigos del miedo. Las luces de las casas de un vecindario lleno de
vida se apagaban como velas ante el soplido de un vendaval enfurecido. Un
vendaval con traje y tricornio. Un vendaval con una bandera tatuada en el
pecho, con la gran insignia de una patria cobijada en el corazón.
Recuerdo la lluvia deslizándose por mi húmedo
y sucio cabello. Mis manos congeladas por el frío y unos rebeldes pies
desobedientes con su señor. También
recuerdo como el ritmo de un corazón resfriado se acentuó con la enorme
velocidad que un chaval de diez inviernos conseguía alcanzar. Corría más veloz
que mis pensamientos, inmóviles por la confusión. Mientras tanto, una imagen
rondaba mi mente y rotaba en lo más
profundo de mí ser: Rosalinda.
La casa de Rosalinda estaba a solo dos
manzanas de aquí. Era consciente de la decisión que acababa de tomar, pues
había abandonado el hogar de la vida y, al abrir la puerta, me había aventurado
en la morada de la muerte. El sigilo y la discreción debían de a ser, por ahora, mi verdadera
tripulación. Al menos hasta que se produjese el reencuentro con mis compañeros
que me esperaban en la avenida oriental de la ciudad.
Toda la tripulación había despertado un
cierto interés por explorar la casa de aquel
completo lunático. Un sótano misterioso, las miles de víctimas que,
seguramente, conservaba en su casa y el rescate de una doncella. ¿Qué más se
puede pedir?
No obstante, ignorábamos el peligro que
corríamos. El toque de queda se había establecido pero creo que comienzo a ser
mayorcito para que me digan a qué hora tengo que acostarme. Excepto, si esos
guardias civiles, en lugar de portar porras, llevasen consigo zapatillas de
andar por casa. Si fuese así me comería hasta las asquerosas y malolientes
legumbres.
Justo cuando iba a reunirme en el punto de
encuentro con mis compañeros, dos guardias civiles aparecieron. Así que decidí
refugiarme detrás de unos setos que había visto, desde lejos. Recuerdo que
dichos guardias mantuvieron una conversación un tanto extraña semejante a un
tira y afloja.
-Félix, ¿crees que, realmente, estamos
haciendo lo que debemos? Quiero decir que… Yo no me alisté para esto-dijo el
lánguido y pusilánime oficial-.
-¿Pero de qué cojones me estás hablando?
Claro que estamos haciendo lo correcto. Esos desalmados y herejes piojosos
pretendían despojarnos de nuestro hogar, de nuestra vestimenta y de nuestro
dinero. Son unos ladrones y deben pagar por ello-respondió el otro oficial
quien portaba un bocadillo de jamón ibérico-.
-En realidad, creo que el comunismo no hace
referencia a eso. Es un sistema ético y moral que solo busca enriquecer la
espiritualidad del ser humano a la vez que pretende dar cobijo y víveres a los
que lo necesitan-añadió el exhausto oficial-.
- Bobadas, bobadas. No me toques los cojones,
Ramírez. No me toques los cojones. El comunismo es una secta antirreligiosa que
pretende que vivamos como perros tirados por las calles. Este es mi país, esta
es mi patria y jamás permitiré que unos cantamañanas se hagan con el
poder-contestó el hambriento oficial Félix-.
-Pero… es que yo nunca he matado a nadie. No
quiero quitar la vida a nadie. Eso es un privilegio que sólo nuestro señor
puede decidir. Imagínate que, un día, se presenta en tu casa un par de lascivos
soldados. De repente, se llevan a tu mujer y a tu hija. ¿Cómo te sentirías?
–preguntó el acongojado Ramírez-.
-¡Qué inocente es usted Ramírez! Por eso hago
esto. Esos mentirosos truhanes han intentado quitarles la vivienda a mi familia
y yo, como perro guardián que soy, debo impedirlo. Los voy a matar a todo. Uno
por uno. Ya lo decía “Ops”: El hombre es un lobo-citó el inteligentísimo
soldado-.
-Disculpe, mi capitán. Pero se pronuncia
Hobbes y, en realidad, decía que el hombre es un lobo para el hombre. No
obstante, tengo que decirle que otro grandísimo intelectual francés, Rousseau
defendió una tesis en la que establecía que el hombre es bueno por naturaleza-
comentó el respetuoso soldado-.
-“¿Ruzó?” ¿Ese comunista cabrón que fomentó
la revolución belga?-interrogó el confuso capitán quien parecía inundado por
una nube de migas de pan- No me haga usted reír. La militancia en el ejército
debería haberle abierto las persianas de esos ojos débiles y desorientados.
-Mi capitán, fue la revolución francesa…-incluyó
el aterrorizado soldado-.
- ¡Y qué más da! ¡Franchutes todos, hijos de
la gran puta! Menos mal que el misericordioso Francisco Franco es tan humilde y
tan bueno que ha decidido darles una muerte precoz porque si dependiese de mí
tendríamos leña para dar y regalar-concluyó el sediento capitán quien buscaba
alguna fuente para desprenderse de esa sólida sequedad que había invadido su boca- Ande, cállese ya.
Vamos a la casa esa que nos han destinado y solucionamos esto de una maldita
vez.
- A la orden señor-dijo un atormentado
soldado cuyo rostro reflejaba una actitud un tanto pusilánime.
Cuando aquellos malditos bastardos dejaron el
camino libre y despejado, me dispuse a ir y a proseguir mi búsqueda de la
compañía. Sin embargo, las corrientes de mi pensamiento no podían evitar
desembocar en aquel extraño diálogo de los guardias civiles. Ese tal Ramírez
actuaba de una forma algo reservada. Miles de remordimientos adornados con
plumas negras rondaban y merodeaban en círculos la inocente e ilustre
conciencia de su corazón humano.
Al final resulta que la niebla no solo se apodera
del día, también de las almas de la gente. Como si se tratase de una especie de
vaso de agua frío vertido en el caluroso y amable río de la comprensión y la
solidaridad. Mientras toda clase de reflexiones dirimían en mi mente, no me
daba cuenta de que mis compañeros estaban haciéndome señales con una linterna.
Las linternas son peligrosas pues constituyen un arma de doble filo. Portar una
durante el toque de queda era equiparable a jugar una partida a la ruleta rusa.
Finalmente nos reunimos todos los rufianes.
El capitán Robert, “El Remolacho”, Ibáñez, y, en especial, Migue. Migue era la persona que
mayor interés había mostrado por rescatar a la desprotegida Rosalinda. Fue el
primero en demostrar su valeroso e incansable ímpetu. Y es que aquel joven rubio
de la estrecha coletilla conocía el auténtico sentido de la palabra humanidad.
Todo estaba listo para emprender o partir
hacia la gran misión. El plan consistiría en asaltar la casa de Rosalinda por
el patio de atrás y así lo hicimos. Como si fuese una especie de pirámide
humana los unos le ponían las manos a los otros para que escalasen y trepasen
por aquel fresquito y considerable muro. Sin embargo, no todos podríamos entrar
en la casa pues el último de nosotros no podía contar con las manos de nadie,
por lo que debía esperar fuera. Tras echarlo un par de veces a suertes, Migue sería
el peón sacrificado.
Una vez dentro de aquel pedregoso atrio,
Ibáñez comenzó a hacer de las suyas.
-¡Hey, remolacho… remolacho! -apelaba el
fanfarrón de turno con un tono suave y silencioso-.
-¿Qué quieres ahora?- preguntó el asustado
petirrojo-.
- ¿Has visto esa maceta?-respondió con una
pregunta Ibáñez.
-Sí, ¿y qué pasa?-contestó casi carraspeando
el joven Dionisio.
- ¿Tu cama debe ser algo parecido a esta no,
remolacha?-añadió el chistoso Ibáñez quien comenzó a esbozar una gran sonrisa.
Lo cierto es que ese chiste liberó toda la
tensión contenida por los miembros de la tripulación en aquel siniestro patio
en forma de una escandalosa carcajada. Incluso se escuchaba al bueno de Migue
riéndose detrás del muro.
Dionisio completamente enfurecido sacó su
poderoso y potente tirachinas y le asestó un chinazo en la frente que
impactaría certeramente. Todo esto desembocó en un poderosa reyerta que
finalizaría con la ruptura de la dichosa maceta y, por tanto, con un
estruendoso ruido. Posteriormente, dentro de la casa se iluminó una obsoleta
lámpara y una sombría silueta se dirigió al exterior del patio. Era Rosa.
Cuando reconocimos su coqueto y gracioso
cuerpo pudimos recuperar el aliento que se había refugiado en la parte más
recóndita de nuestro ser. Le contamos que la policía se dirigía hacia su casa
en busca de su padre y que debía acompañarnos lo antes posible. Su rostro había
cultivado paulatinamente una palidez extrema que se iría cosechando a medida
que le contaba las intenciones de apresar al padre por parte de la policía.
Obviamente se negó a acompañarnos. Se dirigió hacia dentro rápida y veloz
seguida por nosotros. El capitán Robert advirtió a Migue y le dijo que el punto
de encuentro sería los barrancos de lodo, pues toda las noches se escuchaba el
estallido de numerosos petardos y, por tanto, eso significaba que habría gente
allí que nos podría proteger.
Sin embargo, cuando entramos en aquella
preciosa casa ya era demasiado tarde. Un preciso y certero sonido se disparó,
no contra nuestros tímpanos, sino contra nuestro corazón. Un mortífero “din don”.
El padre, quien ya se había despertado anteriormente al notar que,
extrañamente, la luz del comedor estaba encendida, bajó las escaleras y se
dirigió a abrir la puerta. Ante ese siniestro sonido nosotros le sugerimos a
Rosa que nos escondiéramos ya que si, los guardas, llegaban a apreciar que unos
traviesos niños estaban fuera de su casa una vez pronunciado el toque de queda,
algo muy malo pasaría. Sus palabras
fueron como un soplo de aire frío hacia nuestros oídos: “Rápido al sótano”.
No éramos capaces de escuchar nada de lo que
sucedía arriba. Las luces del sótano estaban apagadas por lo que navegábamos a
ciegas por un mar apestado de fantasmagóricos tiburones. Al parecer, Rosalinda
sabía a la perfección, palmo a palmo, como llegar a su escondrijo. Permanecimos
allí unos pocos minutos que me parecieron toda una eternidad. Finalmente, se
escuchó un ruido. La puerta del sótano estaba abierta.
Los focos se encendieron y el espectáculo
comenzó. Aquello no era una pestilente cloaca en la que el misterioso Fran
arrojaba o almacenaba todos y cada uno de los cadáveres que asesinaba. Aquello
no era un almacén de drogas en el que se dedicaba a crearlas y a asignarles una
especie de bolsa de plástico para distribuirlas. Aquello no era un despacho
propio de un detective privado en el que recibía citas y aceptaba trabajos para
investigar, secretamente, el turbio pasado de las personas. Aquél esplendoroso
sótano no era nada de eso. Los estúpidos rumores se disolvieron como la pólvora,
como la ceniza. Aquel lugar, más bien, era… era… era una biblioteca.
Las estanterías estaban repletas de libros y
libros y más libros conservados a la perfección. Me llamó curiosamente la
atención aquella bandera tricolor situada en lo alto del escritorio en cuyo
bordado se podía leer: “La república es el feto que se desarrolla en el vientre
de la madre literatura”.
En los cajones medio abiertos sobresalían lo
que parecían ser pañuelos de seda, pero en su interior no era seda lo que había
sino más banderas tricolor. ¿Qué demonios simbolizaba esa bandera y por qué las
distribuía de una forma tan discreta?
Cuando los guardias presenciaron aquel
magnífico espectáculo, la única expresión que pudieron pronunciar sin balbucear
fue: “Demos un paseo”. Después de escuchar aquella misteriosa oración, nos
costó horrores silenciar el tremendo chillido que Rosalinda iba a realizar.
-Solo van a dar un paseo, tranquilízate- dije
-.
-Será mejor que vayamos a los barrancos de
lodo, recojamos a Migue y tracemos un plan- añadió el sabio y astuto capitán-.
Desconozco los motivos, pero creo que, al
igual que un pájaro enmudece cuando presiente la presencia de su cazador,
Robert estaba más callado de lo habitual. Parecía interiorizar un dolor tan
grande que su voz se resquebrajó.
Salimos escopeteados en busca de Migue y sin
pronunciar ni una sola palabra. Supongo que cada uno de nosotros intentaba
resolver el enigma de aquella bandera por su cuenta y el por qué constituía un
delito castigado por la ley. Nuestra llegada a los barrancos de lodo se produjo
antes de lo esperado. La luz desplegada por la linterna sería la clave para
encontrar a nuestro camarada, pero nosotros no estábamos solos en aquella
escarpada montaña. La silueta de cuatro hombres apareció reflejada en el horizonte. Eran dos guardias civiles pero… ¿quiénes eran los
otros dos? No tardaríamos demasiado tiempo en descubrirlo.
Teníamos que encontrar a Migue antes de que
lo hicieran aquellos sospechosos guardias así que decidimos seguirles. Tras
unos cuantos minutos de secreto espionaje, en torno a una hoguera, pudimos
distinguir a todos y cada uno de los allí presentes. En primer lugar, los dos
policías poseían un rostro que me resultaba algo similar. Eran los dos
misteriosos y desastrosos guardias que habían estado dialogando anteriormente
frente a los setos. También estaba, Fran, el padre de Rosalinda y, por último,
alguien que vestía un lozano traje. Alguien cuya tirita en la cabeza me era
similar, alguien con una cruz en el cuello, el padre Camilo José.
Se me pasaban tantas cosas por la cabeza que
no sabía cómo reaccionar. Solo un eco sonaba recurrentemente en mi ya enajenada
cabeza, ¿qué diablos habíamos hecho?