miércoles, 29 de julio de 2015

La Rosa de los Vientos (Capítulo 5)

5. Pólvora y ceniza
Vagabundeé por los laberintos fúnebres y callejeros de una inhóspita ciudad. Las continuas oleadas de frío polar se complacían al constituir la hermosa capucha de una gélida muerte. El silencio y la nada habían sumergido a la ciudad en una tensísima situación de zozobra y terror. Mucho terror. Tal era la bestialidad de los acontecimientos que tenían lugar bajo el llanto de la pálida luna que incluso los ciegos murciélagos escogían la sombra y no la luz, para pasearse por las calles sepultadas de una hastiada ciudad.

Las oscuras calles quedaban a merced de las farolas, sólidas guardianes de un recinto abandonado. Inspectores de la oscuridad, testigos del miedo. Las luces de las casas de un vecindario lleno de vida se apagaban como velas ante el soplido de un vendaval enfurecido. Un vendaval con traje y tricornio. Un vendaval con una bandera tatuada en el pecho, con la gran insignia de una patria cobijada en el corazón.

Recuerdo la lluvia deslizándose por mi húmedo y sucio cabello. Mis manos congeladas por el frío y unos rebeldes pies desobedientes con su señor.  También recuerdo como el ritmo de un corazón resfriado se acentuó con la enorme velocidad que un chaval de diez inviernos conseguía alcanzar. Corría más veloz que mis pensamientos, inmóviles por la confusión. Mientras tanto, una imagen rondaba  mi mente y rotaba en lo más profundo de mí ser: Rosalinda.

La casa de Rosalinda estaba a solo dos manzanas de aquí. Era consciente de la decisión que acababa de tomar, pues había abandonado el hogar de la vida y, al abrir la puerta, me había aventurado en la morada de la muerte. El sigilo y la discreción debían  de a ser, por ahora, mi verdadera tripulación. Al menos hasta que se produjese el reencuentro con mis compañeros que me esperaban en la avenida oriental de la ciudad.

Toda la tripulación había despertado un cierto interés por explorar la casa de aquel  completo lunático. Un sótano misterioso, las miles de víctimas que, seguramente, conservaba en su casa y el rescate de una doncella. ¿Qué más se puede pedir?

No obstante, ignorábamos el peligro que corríamos. El toque de queda se había establecido pero creo que comienzo a ser mayorcito para que me digan a qué hora tengo que acostarme. Excepto, si esos guardias civiles, en lugar de portar porras, llevasen consigo zapatillas de andar por casa. Si fuese así me comería hasta las asquerosas y malolientes legumbres.

Justo cuando iba a reunirme en el punto de encuentro con mis compañeros, dos guardias civiles aparecieron. Así que decidí refugiarme detrás de unos setos que había visto, desde lejos. Recuerdo que dichos guardias mantuvieron una conversación un tanto extraña semejante a un tira y afloja.

-Félix, ¿crees que, realmente, estamos haciendo lo que debemos? Quiero decir que… Yo no me alisté para esto-dijo el lánguido y pusilánime oficial-.

-¿Pero de qué cojones me estás hablando? Claro que estamos haciendo lo correcto. Esos desalmados y herejes piojosos pretendían despojarnos de nuestro hogar, de nuestra vestimenta y de nuestro dinero. Son unos ladrones y deben pagar por ello-respondió el otro oficial quien portaba un bocadillo de jamón ibérico-.

-En realidad, creo que el comunismo no hace referencia a eso. Es un sistema ético y moral que solo busca enriquecer la espiritualidad del ser humano a la vez que pretende dar cobijo y víveres a los que lo necesitan-añadió el exhausto oficial-.

- Bobadas, bobadas. No me toques los cojones, Ramírez. No me toques los cojones. El comunismo es una secta antirreligiosa que pretende que vivamos como perros tirados por las calles. Este es mi país, esta es mi patria y jamás permitiré que unos cantamañanas se hagan con el poder-contestó el hambriento oficial Félix-.

-Pero… es que yo nunca he matado a nadie. No quiero quitar la vida a nadie. Eso es un privilegio que sólo nuestro señor puede decidir. Imagínate que, un día, se presenta en tu casa un par de lascivos soldados. De repente, se llevan a tu mujer y a tu hija. ¿Cómo te sentirías? –preguntó el acongojado Ramírez-.
-¡Qué inocente es usted Ramírez! Por eso hago esto. Esos mentirosos truhanes han intentado quitarles la vivienda a mi familia y yo, como perro guardián que soy, debo impedirlo. Los voy a matar a todo. Uno por uno. Ya lo decía “Ops”: El hombre es un lobo-citó el inteligentísimo soldado-.

-Disculpe, mi capitán. Pero se pronuncia Hobbes y, en realidad, decía que el hombre es un lobo para el hombre. No obstante, tengo que decirle que otro grandísimo intelectual francés, Rousseau defendió una tesis en la que establecía que el hombre es bueno por naturaleza- comentó el respetuoso soldado-.

-“¿Ruzó?” ¿Ese comunista cabrón que fomentó la revolución belga?-interrogó el confuso capitán quien parecía inundado por una nube de migas de pan- No me haga usted reír. La militancia en el ejército debería haberle abierto las persianas de esos ojos débiles y desorientados.

-Mi capitán, fue la revolución francesa…-incluyó el aterrorizado soldado-.

- ¡Y qué más da! ¡Franchutes todos, hijos de la gran puta! Menos mal que el misericordioso Francisco Franco es tan humilde y tan bueno que ha decidido darles una muerte precoz porque si dependiese de mí tendríamos leña para dar y regalar-concluyó el sediento capitán quien buscaba alguna fuente para desprenderse de esa sólida sequedad  que había invadido su boca- Ande, cállese ya. Vamos a la casa esa que nos han destinado y solucionamos esto de una maldita vez.

- A la orden señor-dijo un atormentado soldado cuyo rostro reflejaba una actitud un tanto pusilánime.

Cuando aquellos malditos bastardos dejaron el camino libre y despejado, me dispuse a ir y a proseguir mi búsqueda de la compañía. Sin embargo, las corrientes de mi pensamiento no podían evitar desembocar en aquel extraño diálogo de los guardias civiles. Ese tal Ramírez actuaba de una forma algo reservada. Miles de remordimientos adornados con plumas negras rondaban y merodeaban en círculos la inocente e ilustre conciencia de su corazón humano.

Al final resulta que la niebla no solo se apodera del día, también de las almas de la gente. Como si se tratase de una especie de vaso de agua frío vertido en el caluroso y amable río de la comprensión y la solidaridad. Mientras toda clase de reflexiones dirimían en mi mente, no me daba cuenta de que mis compañeros estaban haciéndome señales con una linterna. Las linternas son peligrosas pues constituyen un arma de doble filo. Portar una durante el toque de queda era equiparable a jugar una partida a la ruleta rusa.

Finalmente nos reunimos todos los rufianes. El capitán Robert, “El Remolacho”, Ibáñez,  y, en especial, Migue. Migue era la persona que mayor interés había mostrado por rescatar a la desprotegida Rosalinda. Fue el primero en demostrar su valeroso e incansable ímpetu. Y es que aquel joven rubio de la estrecha coletilla conocía el auténtico sentido de la palabra humanidad.

Todo estaba listo para emprender o partir hacia la gran misión. El plan consistiría en asaltar la casa de Rosalinda por el patio de atrás y así lo hicimos. Como si fuese una especie de pirámide humana los unos le ponían las manos a los otros para que escalasen y trepasen por aquel fresquito y considerable muro. Sin embargo, no todos podríamos entrar en la casa pues el último de nosotros no podía contar con las manos de nadie, por lo que debía esperar fuera. Tras echarlo un par de veces a suertes, Migue sería el peón sacrificado.

Una vez dentro de aquel pedregoso atrio, Ibáñez comenzó a hacer de las suyas.

-¡Hey, remolacho… remolacho! -apelaba el fanfarrón de turno con un tono suave y silencioso-.

-¿Qué quieres ahora?- preguntó el asustado petirrojo-.

- ¿Has visto esa maceta?-respondió con una pregunta Ibáñez.

-Sí, ¿y qué pasa?-contestó casi carraspeando el joven Dionisio.

- ¿Tu cama debe ser algo parecido a esta no, remolacha?-añadió el chistoso Ibáñez quien comenzó a esbozar una gran sonrisa.

Lo cierto es que ese chiste liberó toda la tensión contenida por los miembros de la tripulación en aquel siniestro patio en forma de una escandalosa carcajada. Incluso se escuchaba al bueno de Migue riéndose detrás del muro.

Dionisio completamente enfurecido sacó su poderoso y potente tirachinas y le asestó un chinazo en la frente que impactaría certeramente. Todo esto desembocó en un poderosa reyerta que finalizaría con la ruptura de la dichosa maceta y, por tanto, con un estruendoso ruido. Posteriormente, dentro de la casa se iluminó una obsoleta lámpara y una sombría silueta se dirigió al exterior del patio. Era Rosa.

Cuando reconocimos su coqueto y gracioso cuerpo pudimos recuperar el aliento que se había refugiado en la parte más recóndita de nuestro ser. Le contamos que la policía se dirigía hacia su casa en busca de su padre y que debía acompañarnos lo antes posible. Su rostro había cultivado paulatinamente una palidez extrema que se iría cosechando a medida que le contaba las intenciones de apresar al padre por parte de la policía. Obviamente se negó a acompañarnos. Se dirigió hacia dentro rápida y veloz seguida por nosotros. El capitán Robert advirtió a Migue y le dijo que el punto de encuentro sería los barrancos de lodo, pues toda las noches se escuchaba el estallido de numerosos petardos y, por tanto, eso significaba que habría gente allí que nos podría proteger.

Sin embargo, cuando entramos en aquella preciosa casa ya era demasiado tarde. Un preciso y certero sonido se disparó, no contra nuestros tímpanos, sino contra nuestro corazón. Un mortífero “din don”. El padre, quien ya se había despertado anteriormente al notar que, extrañamente, la luz del comedor estaba encendida, bajó las escaleras y se dirigió a abrir la puerta. Ante ese siniestro sonido nosotros le sugerimos a Rosa que nos escondiéramos ya que si, los guardas, llegaban a apreciar que unos traviesos niños estaban fuera de su casa una vez pronunciado el toque de queda, algo  muy malo pasaría. Sus palabras fueron como un soplo de aire frío hacia nuestros oídos: “Rápido al sótano”.

No éramos capaces de escuchar nada de lo que sucedía arriba. Las luces del sótano estaban apagadas por lo que navegábamos a ciegas por un mar apestado de fantasmagóricos tiburones. Al parecer, Rosalinda sabía a la perfección, palmo a palmo, como llegar a su escondrijo. Permanecimos allí unos pocos minutos que me parecieron toda una eternidad. Finalmente, se escuchó un ruido. La puerta del sótano estaba abierta.

Los focos se encendieron y el espectáculo comenzó. Aquello no era una pestilente cloaca en la que el misterioso Fran arrojaba o almacenaba todos y cada uno de los cadáveres que asesinaba. Aquello no era un almacén de drogas en el que se dedicaba a crearlas y a asignarles una especie de bolsa de plástico para distribuirlas. Aquello no era un despacho propio de un detective privado en el que recibía citas y aceptaba trabajos para investigar, secretamente, el turbio pasado de las personas. Aquél esplendoroso sótano no era nada de eso. Los estúpidos rumores se disolvieron como la pólvora, como la ceniza. Aquel lugar, más bien, era… era… era una biblioteca.

Las estanterías estaban repletas de libros y libros y más libros conservados a la perfección. Me llamó curiosamente la atención aquella bandera tricolor situada en lo alto del escritorio en cuyo bordado se podía leer: “La república es el feto que se desarrolla en el vientre de la madre literatura”.

En los cajones medio abiertos sobresalían lo que parecían ser pañuelos de seda, pero en su interior no era seda lo que había sino más banderas tricolor. ¿Qué demonios simbolizaba esa bandera y por qué las distribuía de una forma tan discreta?

Cuando los guardias presenciaron aquel magnífico espectáculo, la única expresión que pudieron pronunciar sin balbucear fue: “Demos un paseo”. Después de escuchar aquella misteriosa oración, nos costó horrores silenciar el tremendo chillido que Rosalinda iba a realizar.
-Solo van a dar un paseo, tranquilízate- dije -.

-Será mejor que vayamos a los barrancos de lodo, recojamos a Migue y tracemos un plan- añadió el sabio y astuto capitán-.

Desconozco los motivos, pero creo que, al igual que un pájaro enmudece cuando presiente la presencia de su cazador, Robert estaba más callado de lo habitual. Parecía interiorizar un dolor tan grande que su voz se resquebrajó.

Salimos escopeteados en busca de Migue y sin pronunciar ni una sola palabra. Supongo que cada uno de nosotros intentaba resolver el enigma de aquella bandera por su cuenta y el por qué constituía un delito castigado por la ley. Nuestra llegada a los barrancos de lodo se produjo antes de lo esperado. La luz desplegada por la linterna sería la clave para encontrar a nuestro camarada, pero nosotros no estábamos solos en aquella escarpada montaña. La silueta de cuatro hombres apareció  reflejada en el horizonte. Eran  dos guardias civiles pero… ¿quiénes eran los otros dos? No tardaríamos demasiado tiempo en descubrirlo.

Teníamos que encontrar a Migue antes de que lo hicieran aquellos sospechosos guardias así que decidimos seguirles. Tras unos cuantos minutos de secreto espionaje, en torno a una hoguera, pudimos distinguir a todos y cada uno de los allí presentes. En primer lugar, los dos policías poseían un rostro que me resultaba algo similar. Eran los dos misteriosos y desastrosos guardias que habían estado dialogando anteriormente frente a los setos. También estaba, Fran, el padre de Rosalinda y, por último, alguien que vestía un lozano traje. Alguien cuya tirita en la cabeza me era similar, alguien con una cruz en el cuello, el padre Camilo José.

Se me pasaban tantas cosas por la cabeza que no sabía cómo reaccionar. Solo un eco sonaba recurrentemente en mi ya enajenada cabeza, ¿qué diablos habíamos hecho?






sábado, 25 de julio de 2015

La Rosa de los vientos (Capítulo 4)

4.Tic-tac
El sutil parpadeo de las farolas alojadas en las penumbrosas calles de una resquebrajada Sevilla propició la creación o el surgimiento de un pesadillesco paisaje. El leve titubeo de los grillos acomodados entre el follaje intempestivo bajo aquellas ventanas capaces de oír y escuchar los más íntimos secretos de cada hogar  se habían pronunciado de la forma más inoportuna posible.
La recurrencia  diaria e interminable de esos  sonoros petardos explotados en los barrancos de lodo simulaban la finalización de la guerra, o eso decía mi madre. Tras la famosa y conocida Guerra Civil, todos los miembros y componentes del bando militar franquista inauguraron esta repetitiva e incesante tradición en recuerdo de los múltiples compañeros que cayeron en combate.
La espesa oscuridad de la noche me englobaba en su pegajosa y exhausta tela de araña. El firmamento constituía el gran decorado de fondo coronado por el todopoderoso faro de la luna. El interminable tic-tac, banda sonora de nuestra vida y de mi habitación, comenzó a ralentizarse mientras que los nervios empezaron  a aflorar. Pues eran las tres de la madrugada y de mi plan aún no se sabía prácticamente nada.
El febril y atónito  corazón malherido de un simple niño comenzó a palpitar de un modo más acelerado. Las empapadas y sudorosas manos, símbolo inequívoco de temor y terror, se deslizaban por la resbaladiza mesa y el humeante papel.
Los ojos somnolientos de un soñador no lograban divisar el puerto de las ideas. El cerebro debía cumplir una compleja función de albañilería para construir un sencillo plan en base a las escasas y estrechas pistas  facilitadas por la tímida lengua de una linda flor asediada por un cúmulo de espinas. Espinas que serían arrancadas de cuajo por un valeroso jardinero.
“Debo concentrarme. De mí depende que ese apestoso malhechor siga perturbando las calles de esta buena ciudad. Se lo debo a Sevilla pero también a Rosalinda.” Pensé.
Cuando las diminutas pestañas de mis ojos comenzaron a despegarse, el sol ya lideraba el tenebroso y nublado cielo. Siempre he pensado que el sol y la luna son víctimas de una trágica historia de amor en la que su espera dura días, meses e incluso años para cruzarse, durante solo unos minutos, en una preciosa y fantástica unión. Es el vínculo entre la ardiente pasión y el frío corazón que, juntos, forman un templado amor.
Todos los papeles y dibujos que había estado elaborando  la noche anterior aparecieron desperdigados por todo el escritorio. Incluso, pegados en mi amplia y despejada frente. En ese momento, el timbre sonó. Unas sólidas y solemnes voces de ultratumba saludaron a mi madre. Buscaban algo o a alguien. Entre eternas palabras cruzadas distinguí tres palabras: “Su hijo Juanfran”.
En ese instante fui en busca de mi lúcido y brillante hermano quien estaba, otra vez, hablando de mi madre con Tomás.
-Ya está… Al fin lo tenemos. ¿Cómo nos íbamos a imaginar que esa misteriosa persona era el padre de nuestro hermano?-preguntó Juanfran mirando al aun dormido Tomás.
-Si si…- respondió Tomás-.
- Esta misma tarde hablaré con mamá y le pediré que me cuente la verdad. Cómo pasó, dónde y por qué. Si se enterasen las autoridades de lo que ha sucedido le quitarían el título a ese imbécil- añadió el enfurecido Juanfran-.
- Si si…-volvió a responder Tomás quien probablemente estuviera cogiendo setas en uno de sus grandes sueños-.
- ¿Cazurro, me estás escuchando? No entiendo cómo puedes estar así de tranquilo sabiendo que tu padre es…- dijo Juanfran quien no pudo completar su intervención ya que una estruendosa voz lo llamó-.
Cuando escuché a mamá llamar al ya adolescente Juanfran pensé que una lluvia de chancletazos caería sobre su horrible bigote. Bajé lo más rápido que pude y me escondí en una especie de despensa que teníamos situada bajo la ristra de escaleras. La conversación que presencié me absorbió el aliento y bombeó mi temor.
-Hijo siéntate… Necesito hablar contigo- pronunció mamá ante la atenta mirada de los dos guardias civiles-.
-¿Mamá, qué pasa? Todo lo que te hayan contado es mentira. Yo solo lo visité para hablar con él. Simplemente se resbaló y se cayó contra el banco.
-¿Qué? ¿Qué banco dices, hijo? Mantén el pico cerrado que no es nada de eso. Tú sabes que la valerosa persona que nos salvó de la imposición y el hambre comunista fue  el generalísimo Francisco Franco, verdad? -preguntó mamá con una impaciente y delicada mirada-.
¿Valerosa persona? Mamá detestaba, desde siempre, el machismo de la sociedad franquista y nos prohibía que pronunciásemos ese nombre bajo pena de chancletazo. Juanfran padecía una inmensa tormenta de sudor frío que se deslizaba por su pálido semblante. Estaba tan confuso como yo. Tan aterrorizado como yo. Tan acongojado como yo. Sus palabras debían de estar medidas pues la guardia civil no se anda con chiquitas.
-Por supuesto, mamá -respondió mientras la policía esperaba impaciente- Siempre ha sido un honor para mí hablar de la figura de nuestro líder y de nuestro señor. Es un ejemplo para todos nosotros y sus hazañas militares nunca han pasado desapercibidas entre los miembros de esta familia.
-Entonces te alegrará saber que vas a tener la oportunidad de devolverle el favor- intervino el grueso policía con una maliciosa sonrisa-. Te vienes con nosotros joven.
- Mamá, ¿qué está diciendo este “humilde señor”?-interrogó a una mujer invadida, asolada y, ahogada en su propio llanto-.
Los sollozos se habían convertido en el dialecto oficial de aquella hastiada y confusa conversación.
-Hijo mío, escúchame. Debes irte con ellos. Has cumplido dieciséis años y te han convocado para militar en el ejército. Ya sabes que es todo un honor, no puedes rechazarlo- añadió mamá.
-En realidad, señora, nosotros no hemos convocado a nadie. Siempre se realiza un “sorteo” justo. Además, este orgulloso joven se ha presentado voluntario. ¿Verdad que sí?-añadió el otro macilento policía.
- ¿Qué? ¡No! En mi vida he dicho nada de querer militar en ningún ejército que se dedique a matar a personas inocentes por la simple razón de defender sus ideales.
Desde mi escondite, pude apreciar como el grueso soldado se acercó al oído izquierdo de mi joven hermano y le susurró unas pocas palabras que no conseguí escuchar. Solo sé que el gesto que se le quedó en el rostro a Juanfran era mucho peor que el que esbozaba al tener una horrible pesadilla. Tras aquellas palabras, aquellos dardos envenenados, mi hermano cedió. “Si estuviese aquí mi padre, otro gallo cantaría”.
Realmente, desconocía qué era el servicio militar y cómo funcionaba pero una de las mayores trampas de la infancia es que no hace falta comprender algo para sentirlo. Aquel día reuní a la tripulación de La Rosa de los vientos para contarles lo sucedido respecto a Rosalinda. Mi hermano era un cobarde, no quería saber nada de él. Simplemente había renunciado a sus ideales por sumergirse en el mundo de las balas y la destrucción. Su tic-tac iba a ser aún más rápido que el mío.
La Rosa de los Vientos era el símbolo de la orientación. Justo lo que nosotros necesitábamos. Finalmente, la resolución y el veredicto de la compañía de navegantes mugrientos y despiadados fue intervenir ante los continuos abusos del hombre del chaleco negro a nuestra querida Rosalinda. Para ello, nuestra decisión final fue acudir al padre Camilo José. Contadle lo sucedido y obrar en el nombre del bien.
La iglesia estaba situada justo en la zona central de la ciudad  como  si fuera una especie de ojo de cíclope. Gozaba de un dulce estilo romántico sobrecargado de elementos decorativos. La cruz que coronaba la cima de esa montaña religiosa estaba bañada en oro. Se podía apreciar imponente y resplandeciente se mirara donde se mirara. Las vidrieras parecían la mirada de una montaña bañada por la honestidad y la humildad. Dos preciosas ventanas redondas que compartían su perfección con la armonía de las flores de la naturaleza.
El poder que la iglesia poseía era inmenso. Todos los ciudadanos debían acudir a misa y hacer sucesivas donaciones a la santa madre iglesia. El pastor de nuestro rebaño, el padre Camilo José, fue un excombatiente de la Guerra Civil. Además, gozaba de una famosísima fama por su enorme capacidad de escribir. Se dice que un día un leproso se acercó a su iglesia para reclamar solidaridad y misericordia. Se trataba de un hombre poco afortunado ya que no disponía ni de casa ni de familia. No obstante, el padre Camilo José lo metió para adentro y le dejó su cama hasta un total de cinco días. Ese hombre era la reencarnación del bien. Su dulce pero ronca voz lo convertían en un sacerdote ejemplar. Por estos motivos, pensamos que si nos confesábamos y le contábamos lo sucedido, todo se arreglaría. Y así sucedió. Le contamos todo lo referido a Rosalinda .Todos aquellos famosos rumores divagados por el pueblo y que perseguían a aquel alcohólico empedernido. Pero lo que más miedo le causó fue la mención de que traficaba con una especie de pañuelos de seda.
El sacerdote, quien extrañamente portaba una tirita en la cabeza, nos recomendó y nos autorizó que saliésemos con un par de amigos y con él para guiarles ante la morada de  aquel misterioso malhechor que nunca había acudido a misa. Se trataba de un hereje y un pecador según las propias palabras del padre Camilo José. Pero toda esta búsqueda se produciría de noche. Por tanto, debía sacar a la joven Rosalinda antes de las nueve o mi plan se vería perturbado y atrofiado.

Finalmente, el sacerdote nos dictó que, mejor, nos quedásemos en casa  ya que ellos se ocuparían de todo. Les hablé en especial de su lúgubre y misterioso sótano y de su horripilante olor a vodka y a ron. Principalmente a ron. Por fin, después de tanto tiempo y tantas heridas, Rosalinda iba a poder gozar de la pomada de la libertad. No obstante, no podía olvidar la idea de que ese hermano traidor nos haya abandonado. Supongo que las mentiras tienen las patas muy cortas y el corazón muy muy pequeño.

martes, 21 de julio de 2015

La Rosa de los Vientos (Capítulo 3)

"Rumores de un alcohólico empedernido"
La esquizofrenia de la mentalidad corrompida de la gente logró difundir toda una serie de rumores y ecos en torno a la misteriosa personalidad de Fran, el padre de Rosalinda. Absorbía tal cantidad de alcohol que los poros de su piel dejaron de supurar sudor para derrochar ron y vodka. Principalmente ron. Fran mostraba una apariencia un tanto peculiar: Sus vestimentas eran pobres como las de casi todo el pueblo, pero empleaba un chaleco negro y lúgubre que potenciaba esa dosis de terror que generaba en la propia gente. Sus ojos escondían ira, escondían rabia, escondían dolor. Jamás se le había visto recoger a su hija del colegio, jamás se le había visto tirar la basura o sacar al perro, y, sobre todo, jamás se le había visto en otro sitio que no fuera un bar.
El bautizo de su apodo se produjo nada más llegar al pueblo. Debido a la enfermedad que padecía su hija, empezó a ser conocido bajo el nombre de “El padre de la tonta”. La hipocresía de una sociedad que ni siente ni padece les había asignado el adjetivo de tontos. En incontables ocasiones, Rosalinda volvía a la mañana siguiente al colegio con una serie de heridas y moratones. Las costras se habían convertido en los cuadros que decoraban sus diminutas rodillas. Todo el pueblo pensaba que la niña recibía brutales palizas de su progenitor. Todo el pueblo consideraba que la preciosa, dulce y tonta niña, era maltratada.
También se llegó a pensar que Fran era un detective privado que servía al régimen fascista. Su función como la de muchos otros no sería otra que la chivatear a cerca del comportamiento “indebido” de sus vecinos, o eso se pensaba. El padre de Rosalinda sería el emisario o mensajero de las invitaciones que reunían a los pobres moribundos con los temidos barrancos de lodo.
Otro rumor asolaba o rotaba en torno a la figura de Fran. Era un consumidor de droga. En más de una ocasión, se le había visto trapichear a escondidas con determinadas personas, pero nunca al producto. Se desconocía prácticamente todo sobre su persona, excepto su extraordinaria pasión por el alcohol. Principalmente por el ron.
Todas estas cuestiones se habían deslizado por mi mente. Era jueves y estaba sentado en la incómoda silla de mi asiento. A esa hora teníamos la asignatura de religión pero mis pensamientos me habían conducido fuera del alcance de aquella terrible aula. Mis días en aquel lugar estaban contados, ¿para qué atender?
Recuerdo que aquel día mi gran amiga Verónica recibiría un severo castigo “ético y moral”. Semanalmente, las chicas de mi clase debían informar a la profesora en cuestión de qué color eran las prendas íntimas que guardaban sus respectivos tesoros. La familia de Verónica era extremadamente  pobre por lo que compraban en el mercadillo un paquete de bragas blancas e idénticas entre sí. El día anterior ya había citado el adjetivo “blancas”. Cuando volvió a preguntarle la profesora…
-Señorita Verónica, le toca… ¿podría decirme cuál es el color de sus bragas? –preguntó la profesora de religión con una amenazadora sonrisa-.
- Verá doña Marga… Es que mi mamá no tiene mucho dinero y me ha comprado un paquete de esta prenda, todas del mismo color -respondió la acongojada niña-.
El estruendo de la clase se había silenciado radicalmente. Los susurros y los cuchicheos se habían convertido en la banda sonora de esa tragicomedia. Las miradas de nuestros compañeros eran de compasión y de pena. Todos sabían la “cruz” que le iba a venir encima. Y es que la profesora de religión, Marga (probablemente de Amargada),le asestó una sonora bofetada. La silla se deslizó por la resbaladiza aula y, Verónica, acabó besando el suelo. Acto seguido, levantó a la aterrorizada niña, cuyas delicadas lágrimas parecían gotitas de cristal, y la obligó a ponerse de rodillas con los brazos extendidos en una curiosa forma de cruz. En cada mano debía mantener el peso de tres grandes libros y aguantar o soportar el dolor hasta el final de la clase.
Este hecho, al principio, nos sorprendió a todos los niños pero cuando uno lo lleva viendo a lo largo de todo un curso se convierte en parte  y miembro de esa agua estancada de la monotonía.
Era incapaz de entender por qué el castigo debía ser en forma de cruz. Parece ser que cualquier signo religioso actúa como una especie de parche que oculta y cubre  la herida del perdón por cualquier pecado, pero no hay peor pecado que el de la violación.
En este mundo, compañeros, el pecado que paga por su viaje puede viajar libremente y sin pasaporte, mientras que la virtud, si es pobre, es detenida en todas las fronteras.
La barca de mis recuerdos volvió a flote. Era imposible olvidar como era todo antes de la llegada de Rosalinda. No me refiero al dulce néctar del amor sino a la forma en la que me trataban los matones de mi pueblo. Cuando una persona se sale de las modas o  de la sumisión a la que pretenden someterle, empieza a convertirse en  todo un peligro. Leer no era solo salirse de las normas, leer  no solo suponía escapar de la monotonía y las modas, sino que leer era mucho más que eso. Leer era reforzar la coraza de un barco para convertirlo en todo un trasatlántico. Leer simbolizaba la vida, pues mi generación fue tan pobre que nacimos con una metáfora debajo del brazo.
Finalmente, los matones acabaron por olvidarse de mí. Dejaron de pedirme el bocadillo de salchichón con mantequilla que todos los días me echaba mi madre a la mochila para almorzar aunque, a juzgar por la cantidad de ambos alimentos, el bocadillo era más bien de mantequilla con salchichón. Se acabaron los empujones, los pellizcos y las continuas humillaciones. Aquellos insufribles días en los que volvía a casa llorando, triste, melancólico, abrumado.
El interminable jueves había  acabado. Un viernes. El último día que mi  barco de la infancia divisaría el puerto de la enseñanza sería un viernes. Recuerdo que, aquel jueves, regresé completamente nostálgico a mi hogar. Era menester volver a quedar con mi compañera de agresiones en nuestro punto de encuentro. Siempre solíamos quedar en una explanada que había en el montecillo, rodeado de esplendorosas luciérnagas. Los olivos y las flores de los almendros decoraban el hermoso paisaje que nos cortejaba. El aire puro penetraba en nuestros sucios pulmones haciéndonos esbozar una gran sonrisa.
Aquellas insignificantes luces reflejadas en el paisaje me traían a la memoria las imágenes de millones de estrellas protegiendo y decorando la travesía marítima de un valeroso y atrevido trasatlántico. Entre los dos logramos crear una burbuja cálida de amor y cariño que nos permitía sobrevivir a aquel espantoso frío. La melodía de una orquesta de grillos perfectamente sintonizados y el leve pasar de alguna que otra estrella fugaz terminaban por crear un paisaje muy superior al de los cuentos de hadas.
Nuestras suaves cabezas eran apoyadas en un par de mantas extendidas en el campo. Gracias a la desaparición del acoso elaborado por los matones del pueblo podía reservar mi bocadillo de mantequilla con salchichón y mi zumo de melocotón con uva para compartirlo con mi dulce Rosalinda y su dulce fragancia de rosas. Jamás un bucanero como yo había soñado con un tesoro mayor que  el inmenso corazón de aquella niña. Nuestras manos entrelazadas, unidas, fusionadas, nos permitían compartir el dulce tacto de nuestra piel.
De repente el tiempo se paró. Todo se ralentizó. Los grillos cantaban en un tono más débil, las luciérnagas comenzaron a expandirse y los almendros, acompañados por los olivos, comenzaron a imitar y plagiar la sensación de un gran oleaje movidos por la marea del viento. Y pasó. Al fin pasó. Dos años esperando a que sucediera y, finalmente, sucedió. Me besó. La besé. Nos besamos.
Quizás hubiera sido más romántico si mi pestilente aliento no oliera a mantequilla pero qué se le va a hacer. Las ilusiones se siembran en un pequeño e íntimo huerto donde no se recogen tempestades sino recompensas. El tío de la guadaña no podía segar mi cortijo particular gracias a la presencia del espantapájaros del amor. Gracias a Rosalinda descubrí que el oro era la menor de las recompensas que un corsario de la libertad enamorado como yo podía conseguir.
Nunca pude olvidar aquella noche, aquella casi despedida pues recordar es fácil para el que tiene memoria,  pero olvidar es difícil para el que tiene corazón.
Cuando regresé a casa debido al famoso toque de queda, era el niño más feliz del mundo. Seguramente los dientes de un feroz león me esperaban al cruzar la puerta de ese circo romano al que llamo hogar. No obstante, a pesar de las numerosas latas esparcidas por el suelo, decidí renegar del juego azaroso de la suerte. No me hacía falta, pues sudaba suerte y lloraba felicidad.
De camino a casa sucedió algo un tanto extraño. De repente, noté en el ambiente un fuerte olor a vodka y a ron. Principalmente a ron. Era Fran. Estaba iluminado por la leve luz de una farola. Vi cómo se sacaba algún extraño y cuadrado producto del bolsillo del bolsillo izquierdo de su negra chaqueta y se lo entregaba a otro harapiento hombre. Después, Fran, cabreado y enfurecido, volvió por el camino en el que estaba yo y, sin decir nada, se marchó. Aunque su fuerte olor a ron persistía en el lúgubre ambiente de aquel desastroso camino.
“Al final va a ser verdad el rumor que afirma que este borracho es un drogadicto que trapichea y ensucia el buen nombre de esta elegante patria (esta frase se me había quedado en la mente de tanto oírla por la televisión) “ pensé. Ahora lo tengo claro, debo sacar a Rosalinda de allí y esconderla en mi casa. Mis camaradas me ayudarían a elaborar un complejo y exitoso plan para deshacernos de aquel corrompido hombre.
Tras tocar el timbre y entrar en casa, una sonora y atronadora  voz se alzaría desde el comedor. Mamá estaba muy cabreada. La regañina que tuvo que aguantar, al menos, una parte de mí fue tremenda pero, por suerte, yo estaba muy lejos de aquella gélida habitación. Conspirar y planear se iba a convertir en mi más abominable obsesión. Cuando subí las escaleras para dirigirme al dormitorio común, escuché una pequeña  parte del diálogo entre mis dos hermanos mayores Tomás y Juanfran.
-Vamos a pensar Tomás… ¿Dónde demonios va mamá con frecuencia?-preguntó el confuso Juanfran- Tiene que ser un lugar conocido y discreto.
-Al quiosco, al mercadillo, al reparto de la comida, a misa…-respondió Tomás “El Campestre” con su característico dedo posicionado entre sus carnosos labios-.
La repartición de la comida era un elemento tradicional en la época franquista. Básicamente consistía en racionalizar los víveres necesarios para subsistir en base al número de hijos que contribuyeran a la formación de la familia. Cuanto más hijos, más comida. Así de simple.
-Pues hermanito…Uno de esos caballeros es el padre de nuestro nuevo huésped-reflexionó el incesante Juanfran- Estamos cerca, realmente cerca. El padre Camilo José es un hombre honesto e inteligente. Si mamá ha cometido algún pecado seguramente se haya confesado al párroco del pueblo. Le haremos una visita pues ¿quién mejor para guardar un secreto que un emisario de Dios?

Eso es. Debía acudir al padre Camilo José, ¿quién sino podría tener la solución para este complicado dilema? Él sabría cómo deshacernos del pestilente Fran y sus sucios trapicheos mientras que, Rosalinda, se mudaría a mi casa. Todo encajaba, todo era perfecto. ¡Muchas gracias hermanito!

sábado, 18 de julio de 2015

La Rosa de los Vientos(capítulo 2)

“El murmullo de un corazón helado”
La alegría es para aquel cuyos brazos fuertes todavía lo sostienen cuando el barco de este mundo vil y traicionero se ha hundido bajo sus pies. Sin embargo, la tristeza es esa lacra que poco a poco engulle y deteriora cada uno de los pilares esenciales que sustentan el barco de nuestra Infancia. Es decir, la melancolía es el virus que se expande a una velocidad atroz por todo nuestro navío favoreciendo la llegada de su hundimiento. Un hundimiento que nunca debería producirse, ni siquiera después de nuestra cita con la muerte. Pues bien, mi barco se acababa de hundir por la inesperada aparición de un  glaciar con pañales.
Durante la lujosa travesía de mi niñez, todas y cada una de mis ilusiones y esperanzas se reunían en la brillante taberna de mi corazón, donde festejaban hasta altas horas de la noche y brindaban por esa distraída felicidad que divagaba por todo mi cuerpo debido a los resplandecientes sueños que me situaban en la cima más alta de un trono llamado “Mar”.
 Al principio era incapaz de averiguar y descifrar el dichoso  motivo por el que el agua era capaz de embrujarme. Un poderoso e indestructible hechizo era el culpable de mis incontables visitas al río o al lago. Incluso cuando las nubes decidían regar los verdes campos de olivos y almendros que formaban el mágico manto de mi amada Sevilla, no podía evitar mantener una férrea mirada a su rápida y fantasmagórica caída. La lluvia es una de las experiencias más complacedoras, gratuitas y libres que en la vida se puede tener. El ser humano ha intentado imitarlas pero jamás se ha apoderado del gozoso libertinaje que posee el todo poderoso tiempo.
En definitiva, el mar es la libertad que no solo nos permite escapar del severo yugo de una sociedad inmunda y putrefacta  basada en las imposiciones y   en la obediencia ciega de una dictadura  sino que, también, simboliza el pasaporte para huir del mandato a la que cualquier deidad nos expone.
Todos estos eran los sueños de un alma en pena que ahora camina en este desagüe de aguas estancadas y malolientes compuestas por la monotonía, la mediocridad y la desigualdad. Ese insoportable hedor es el reflejo de una raza hambrienta que, aunque se vista de patriota, continúa sin llevarse ni un bocado a la boca.
La llegada de una nueva vida me iba impedir surcar los mares  y desmelenarme al viento con esa suave  brisa marina  cuyo oxígeno es capaz de purificar al más recóndito veneno oculto dentro de mis pulmones. Se acabaron las misiones de camaradería, se acabaron los enormes festines presidenciales que nos permitían recaudar los víveres necesarios para nuestras largas travesías.
Las cataratas salinas que caían muy lentamente por los bordes de mis mejillas y culminaban en la enorme laguna que poco a  poco se iba gestando entre mis labios  no contenían en su totalidad la  esencia de  una tragedia o melancolía sino que el miedo se había apoderado de ellas. De los ojos se vertía temor, no tristeza. Cada gota que se deslizaba por todo mi rostro esbozaba a su vez otro espejismo  en mi mente: Rosalinda.
No podía dejar de pensar en su reconfortante y refrescante perfume a rosas que embriagaban lo más profundo de mi ser. La leña que prendía la  verdadera llama de mi corazón, de mi coraje, de mi amor. Su sonrisa mostraba la claridad de un alma pura e inmortal. Estaba convencido de que con sus desternillantes dientes el naufragio de un barco volcado por la lacra de la tristeza volvería a flote. Si tuviera que vender mi alma al diablo para ver  tan solo una vez más su mirada, probablemente, ya lo habría hecho.
Busqué en el diccionario las palabras adecuadas con las que confesar al amor de mi vida que nuestras reuniones campestres se tenían que acabar pero no las encontré. Ni siquiera supe adivinar  las letras por las que empezaban. El tiempo que rescataba para conversar y observar su cálido rostro había desaparecido. La llegada de una nueva vida me iba a suponer la pérdida de otra.
Aquella noche la cena no fue lo único que se enfrió. Recuerdo que durante mis entrecortados llantos, tanto mi hermano Juanfran como mi hermano Tomás murmuraban a escondidas en nuestra habitación pues el sueño no tenía más dormitorios que visitar.
-Tomás… Algo no me termina de cuadrar- murmuró Juanfran, el mayor de todos los hermanos-. Si no recuerdo mal papá lleva un año y medio sin venir por aquí.
-Exacto, la vendimia este año ha sido muy dura. ¿Recuerdas la carta que nos envió diciendo que su llegada se retrasaría unos cuantos meses pero que no nos preocupásemos porque terminaría por producirse?-preguntó el inocente y torpe Tomás-.
Bien es cierto que a pesar de sus grandes dotes de escalador y de explorador, Tomás, era un tanto corto a la hora de adivinar o intentar develar algún misterio. Lo cierto es que estaba como una cabra, y vestía como tal a pesar de sus trece añazos. Por desgracia, mi hermano era conocido en el pueblo como “El Castrojo” pero como no sabía cuál era el auténtico y preciso significado de esa palabra decidí bautizarlo  personalmente bajo el nombre de “El Campestre”. Lo peor de sus harapientas vestimentas era que el siguiente en la línea sucesoria era yo, por lo que podía garantizar que esos ropajes de cabra iban a acabar decorando tanto mi torso como mis pantorrillas.
La extraña conversación fraternal empezó a sonar un tanto misteriosa pero como no estaba de humor para acertijos y adivinanzas dejé de prestarle atención. Aunque antes de irme pude escuchar un pelín más de ese desastroso y confuso diálogo.
-¡Ay, Dios mío! Dame paciencia porque como me des fuerza…-exclamó exhaustivamente mi hermano Juanfran- ¡Pues claro que me acuerdo melón! ¡Si fui yo quién le leí la carta a mamá!
-Esto…Yo no lo recuerdo así… ¿Por qué no la leyó directamente la mamá? – interrogó Tomás con una expresión un tanto desorientada- . Siempre que el intelectual de mi hermanito se proponía o se planteaba elaborar cualquier pregunta repetía una y otra vez el mismo gesto (colocaba su dedo índice en una posición vertical que culminaba en el labio inferior de su boca).
-¡Serás castrojo! ¿Tú no has cenado hoy, no?- le respondió Juanfran quien había empezado a perder la poca paciencia que le caracterizaba- Mamá no sabe leer ni tampoco sabe escribir. ¡Si apenas sabe firmar!
-Pues no estoy de acuerdo, listillo. ¿Acaso no recuerdas cómo se conocieron papá y mamá?- le recriminó con una solemne tonalidad de rebeldía- Se empezaron a intercambiar cartas en las que se propugnaban el amor que se tenían. No olvides que nos lo contaron a mí y a ti.
-¡Idiota, el burro se pone el último! Se dice a ti y a mí. Claro que lo recuerdo pero ellos no eran los que se escribían las cartas. Sus respectivos hermanos se las leían y se las redactaban – pronunció Juanfran-. Si existiera una balsa de la ignorancia y la insensatez me temo que Tomás sería el capitán.
- ¿Y quién se las leía a sus hermanos? – preguntó el despistado Tomás-.
- Desde luego… ¡Jamás entenderé como consigues recolectar tantas setas! Anda vámonos que la cena se nos enfría- solventó Juanfran-.
- Vale. Oye, ¿y por qué tienes el ojo morado?- volvió a preguntar el incansable Tomás-.
-¡Cállate, imbécil!- dijo Juanfran tras abrir la puerta- Indagaré yo sólo.
La suerte se había posicionado esta vez de mi parte pues, previamente, pude escuchar cómo se acercaban a la puerta desde la que los estaba espiando y así ocultarme tras la escalera.
Cuando bajé al comedor para intentar hincar el diente a la sopa que, recientemente, mi hermana Araceli había cocinado, me percaté de que sostenía un libro entre sus suaves manos. La curiosidad me obligó a preguntarme qué tipo de escrito era aquel libro (fantasía, cuento, etc.). Lancé un par de discretas miradas para intentar leer el título pero las manos de mi hermana suponían un dificultoso impedimento. Finalmente me cansé, no tenía más ganas que las de dormir para regresar a mi eterno navío de los sueños. No obstante, mi madre llegó a la habitación y preguntó directamente a mi hermana por qué motivo no hacía los deberes en lugar de ojear ese libro.
-Pero mamá... Me lo han mandado en el colegio- excusó mi querida y cariñosa hermana con esa voz tan dulce como la miel.
- ¿Un libro recomendado en el colegio? Ya me imagino de lo que puede hablar…-murmuró mi mareada madre. ¿Cómo diablos se llama? ¿De qué trata el libro?
- Bueno, un libro lo que se dice un libro no es. Se trata, más bien, de un manual. Según nuestro profesor, instruye a la mujer en su desarrollo psicológico, social y funcional para proporcionar una mayor comodidad y productividad a este nuestro país – manifestó la inocencia vestida de niña con sus larga cabellera rubia- Y se titula “Cómo ser una buena esposa”.
El cansancio me impedía continuar y seguir aquella sofisticada conversación, por lo que me subí a mi cuarto, me tiré a la cama y cerré los ojos en busca de un nuevo puerto donde mi barco pudiera desembarcar.
Iba a ser mi última semana en aquella insólita escuela. Solo deseaba volver a contemplar los cristalinos ojos de Rosalinda, esa niña  tan hermosa como un atardecer. Sin embargo, una  gran preocupación se había cobijado  en  lo más profundo de mi corazón como una especie de hielo capaz de solidificar al alma más caliente. Mi ausencia sería mucho peor para ella que para mí. No es que la semilla del amor estuviera más desarrollada en Rosalinda sino que, desde su llegada al pueblo, habían intentado fumigar cualquier rastro de afecto o cariño hacia su persona.
Nunca en toda mi vida he conocido a nadie como ella. Desde su llegada al vecindario, me sorprendía continuamente por su alegría, su ilusión y sus ganas de comerse el mundo. A menudo, solía observarla desde la ventana de mi habitación, donde era capaz de apreciar su dulce y sosegada voz, aunque a su vez, Rosa mostraba una cierta incapacidad para pronunciar en su totalidad las palabras que pretendía emplear para comunicarse con los demás.
La dureza y el maltrato constituían la cubierta de su barco. Al parecer, la vida de Rosalinda nunca había sido fácil. Durante el embarazo de su madre, muchas personas cercanas intentaron convencerles para que abortase. Sus abuelos, tanto por parte de padre como por parte de madre, renegaron de ella porque la relación marital entre sus padres se había producido en concubinato concupiscente. Es decir, la propensión natural de los seres humanos a obrar el mal, como consecuencia del pecado original (según la teología cristiana).
Desde pequeñita, le diagnosticaron una curiosa enfermedad que, con toda posibilidad, iba a acabar con su vida antes de alcanzar los diez años. Pero al igual que un barco a la deriva desafía a un hambriento y enfurecido mar, Rosa desafió a la muerte y, ya, había conseguido cumplir la docena de edad. Era un milagro que siguiese viva pues más de un conocido les recomendó a los padres, en más de una ocasión, abandonarla.
La madre era consciente de las reducidas y mínimas posibilidades de supervivencia de las que podía disfrutar su hija. Era conocedora de la breve travesía que su hija viviría. Sabía perfectamente que recibiría una continua lluvia de tempestades e insultos que le amargarían la existencia. Pero, aun así, lo hizo. La madre falleció al dar a luz a su hija. Una vida por otra. Un ojo por ojo. Un diente por diente. Pues Rosalinda, padecía la curiosa enfermedad del síndrome de Down.
El pobre padre, tras la muerte de su mujer, decidió cobijarse en la bebida. El gran sustituto del amor y la compañía es, por defecto, el cenicero y la botella. Un padre viudo. Un padre desolado por la pérdida de su media naranja. Un padre desconsolado por los murmullos de una cama vacía, fría y sola. Y es que no solo había perdido a lo más importante de su vida sino que, él mismo, había perdido parte de su alma.

Todas las mañanas, desde primera hora, el padre descendía a las profundidades lúgubres del sótano. Se encerraba y no volvía a salir hasta la noche. Sin embargo, en esta ocasión, no era la bebida la incógnita del misterio sino algo más profundo, más complicado, más peligroso.

viernes, 17 de julio de 2015

"Llamamiento a la cordura"

Como citó en más de una ocasión  uno de los mejores escritores de la literatura española: "Se habla de una guerra de ideas, pero en esta guerra no hay ninguna idea a debatir".  La ingenuidad humana ha sobrepasado los límites del esperpento, de la ignorancia y de la pasividad. Así es, el pueblo se ha convertido en un  mero sujeto paciente incapaz de intervenir para solventar la problemática mundial.
Primeramente, estamos siendo testigos de como nuestro tan apreciado Estado Social Democrático de Derecho se encuentra en vías de extinción. Es decir, las ideologías socialistas europeas  están siendo encadenadas a las paredes de un capitalismo radical. La gran mayoría de países que pertenecen a la Unión Europea (UE) se encuentran lideradas por políticas derechistas, cuando hace quince años la socialdemocracia primaba por encima de cualquier otra concepción política , y si me apuráis incluso social. Desconozco el motivo pero el Todopoderoso Capitalismo está creando su propio imperio. El imperio de lo superficial, de lo económico, de la no humanidad. 
La cuna que meció a dicho movimiento no fue otra que la denominada Revolución Industrial. Bien es cierto que Adam Smith (considerado padre del capitalismo)  ya había introducido algunas ideas de este concepto en su libro " La riqueza de las naciones"(1776), no obstante, el desarrollo de la industria durante la época victoriana de Inglaterra fue el verdadero factor que condicionó su consolidación. Muchos consideran que fenómenos como la especialización, la producción en cadena o incluso la especulación provocaron únicamente aspectos positivos para la sociedad, por supuesto europea, pero no es así. Esta concepción "mecanizada" se basa en la idea de la irracionalidad. Es decir, los seres humanos no pensamos, sino que actuamos. El resto de nuestra vida iba a consistir en realizar una determinada función monótona dentro de las fábricas. Nada más ni nada menos.
Sin embargo, la sociedad pareció olvidar que el ser humano siente, ama y padece. Es decir, no somos unos sumisos intelectuales como se nos ha considerado y se nos ha hecho creer  a lo largo de  nuestra historia, no, poseemos nuestra mayor virtud, la razón. Ese elemento que "necesitaban los fascistas para convencer" en palabras del propio Unamuno. La ilustración pretendió iluminarnos, pero nosotros ya estábamos ciegos.
Muchos autores como Dickens, han escrito acerca de esta visualización moral y humana del mundo. Tanto sus ojos como los míos han sido capaces de percibir el asesinato de la creatividad. El hombre no puede razonar ni juzgar, el hombre tiene que cumplir órdenes y no hay más. Éste es uno de los homicidios más graves para el ser humano. La obstrucción de nuestro pensamiento, de nuestra ideología. Tanto es así que el propio Dickens manifiesta  a los aprendices de su libro titulado "Tiempos difíciles" como "tarros vacíos", seres sin voz ni voto.
Tardamos bastantes años en esperar a que la semillita de la ilustración brotase. La democracia dio sus frutos y nos condujo a la aprobación del sufragio universal, a la libertad de pensamiento , a la especialización optativa. Pero ahora el"tío vivo" parece girar marcha atrás. La sociedad está "acangrejada".
La socialdemocracia es la única herramienta de la que disponemos para prolongar la bondad y la racionalidad frente al imperio de lo material. Nos podrán arrebatar la biblia de la democracia e incluso podrán limitar nuestros bienes materiales, pero no podrán evadir el hecho de que la palabra humanidad cobre sentido.

lunes, 13 de julio de 2015

"La Rosa de los vientos"

La Rosa de los Vientos
1. Náufrago de un barco llamado Infancia.
La infancia es ese momento íntimo en el que comienzas a utilizar los sueños como brújula  o como faro que indican el angosto camino hacia el mar de la libertad, de la juventud, de la magia. Realmente, para llegar a la fuente de la juventud  Ponce de León no utilizó  ni las coordenadas adecuadas ni el periodo del día correcto, pues es la noche y no el día, son los sueños y no la realidad ,los que otorgan esa agua bendita de la inmortalidad del alma.
Eternamente jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos. Este era el lema de mi compañía de aventureros inundados o sumergidos por el espíritu de la fantasía y de la magia. Nuestras armas no eran tan afiladas como las de una espada pero sus astillas eran mil veces peores pues penetraban en la carne e incordiaban como una mosca de campo cojonera. Estaba orgulloso de pertenecer a esa tripulación de borrachos y valientes prófugos de esa sociedad inmunda. Lo cierto es que tras la puesta de Sol, nuestro escondite se convertía en uno de los mayores eventos festivos que jamás se han divisado por las tierras de Sevilla. Zumos de toda clase de sabores, refrescos gaseosos e incluso, de vez en cuando, salchichón y mantequilla para acompañar esas sabrosas bebidas que constituían parte de nuestro banquete.
La tripulación de la Rosa de los Vientos nos hacíamos llamar. ¡Qué curioso! Es precisamente el sentido de la orientación el que flaqueaba entre nuestra gente. El capitán fue quien bautizó a nuestra tripulación con ese nombre ya que poseía un dibujo en su hombro con esa forma. El motivo fundamental de ser capitán era precisamente ese: había sido capaz de soportar el eterno dolor de una  punzante aguja y de la turbia tinta. Con el tiempo descubrimos, Alonso y yo, que se trataba de un tatuaje-pegatina, como lo llamábamos nosotros, que había conseguido en una bolsa de patatas fritas.
Mi padre fue el que construyó una especie de balsa que, muy probablemente, por el aspecto tan diminuto que presentaba, daba la impresión de ser la bañera de un gnomo. Todos dentro de nuestro código de piratería debíamos comprometernos y firmar con un escupitinajo, por supuesto, que nuestras promesas jamás se verían incumplidas.
Además, el capitán, Robert, asignaba a cada miembro su labor correspondiente: Alonso era el timonero. Por sorprendente que parezca, nuestra inocente ceguera nos hacía pensar que un plato de porcelana era capaz de guiar a nuestro sorprendente e inquietante navío. Migue era el segundo de abordo. Repetía de un modo recurrente todas las frases del capitán. Además, mis recuerdos alojan la imagen de un pequeño periquito verde sobre su hombro izquierdo cuya docilidad era el resultado de un severo adiestramiento. Su padre trabajaba en un circo como adiestrador de animales y un periquito no suponía un gran reto al lado de los enormes tigres y leones que conseguía domar. Luego, con el tiempo, mi padre me desveló la verdad sobre su arriesgado trabajo: Las  fieras que domaba poseían muy malas pulgas (nunca mejor dicho).
Dionisio era el guerrero más feroz. Poseía un complejo tirachinas formado, exclusivamente, por un globo y la parte superior de una botella de plástico. Aunque eso sí, era el más gordito de todos. Su pelirroja cabellera le proporcionó el apodo de “El Remolacho”. Ibáñez era el miembro  más cómico y gracioso del grupo. No mentiría si dijese que sus poros supuraban alegría, felicidad y una crueldad sobrehumana para elaborar complejas burlas y mofas. Finalmente, la tripulación finalizaba con el explorador Rubén, es decir, conmigo. El cargo que en mí recaía consistía en comprobar y explorar aquellas áreas que podía resultar un peligro para nuestra compañía de camaradas.
La compañía o la tripulación de la Rosa de los Vientos poseía una grotesca y peculiar característica: Era una embarcación de agua dulce (provisionalmente). Sevilla no es una ciudad muy marítima que digamos. Para apreciar algún tipo de agua salada en la calurosa capital de Andalucía debía ocurrir un milagro. Eso o que alguien orinara río arriba.
Si tacho como épicas  a todas nuestras aventuras me estaría quedando corto. La imaginación era el condimento principal para nuestra salsa infantil. Era el verdadero timón de nuestro barco de la Infancia. Entre nuestras aventuras más enloquecedoras recuerdo esencialmente dos: La que apodamos bajo el nombre de “Operación Concha” y la llamada “Misión Arañazo”.
La ingenuidad de un simple niño pirata ligado a la barbarie provocada por la bidireccionalidad del lenguaje puede ser una combinación harto explosiva. En mi hogar, había escuchado conversaciones entre mi padre y sus amigos. Estaban balbuceando sobre las mujeres hasta que logré descifrar una parte del código gracias a mis dotes de explorador: “{…} Las mujeres tienen un tesoro entre sus patas”. Como buen pirata debía de informar a mi capitán inmediatamente para dar parte de la situación.
Al principio me tomaron por un loco. Estuvimos divagando en nuestra balsa hasta altas horas de la tarde (aproximadamente las seis o seis y media). Algunos proponían que era imposible que las mujeres tuviesen un tesoro escondido ahí. Además era un tanto repugnante. Para otros, no perdíamos nada por intentarlo pero podía resultar peligroso por lo que debían enviar al explorador de la tripulación para confirmar los hechos.
El plan consistía en lo siguiente: Nuestras fuentes nos confirmaron que se iba a producir una acampada el día veinticinco de abril con motivo de San Marcos. Ese día, la tripulación me acompañaría hasta desembarcar en una zona considerablemente próxima al objetivo. En ese momento, Dionisio cogería su tirachinas y, desde una posición elevada, se encargaría de bombardear con chinos a las chicas para arrinconarlas contra el río. La tripulación estaría a la espera mientras que yo debía atrapar ese tesoro. Luego nos repartiríamos el botín a partes iguales. Una vez trazado el plan lo pondríamos en marcha.
Dionisio cumplió con su parte. Mientras que ellas se acercaban al gélido y profundo río, yo las esperaba en un árbol cercano. Pensé que la chica de la falda rosa sería el objetivo más sencillo. Así que cuando la oí gritar me aproxime por su espalda y la asusté. Su férreo chirrido parecía el incesante sonido de un pitido que atraviesa el tímpano o, mejor dicho, los dos. Ella cerró los ojos y, yo, con mi dedo corazón, me agaché y extendí la mano para alcanzar ese tesoro que, según mi padre, “toda mujer tiene entre sus patas”.
No recuerdo demasiadas cosas de lo que sucedió a continuación. Sólo un permanente e incesante mareo que me tenía desconcertado. Los árboles rociados de un verde esperanza y el canto de los insectos que sintonizaban con la armonía campestre constituían mi única fuente visual y auditiva. Notaba como si los mocos de mi nariz estuviesen demasiado escuetos y líquidos pues apreciaba o sentía como si una cascada de agua cayera por mis orificios nasales. De repente, escuché la suave tonalidad de nuestro capitán Robert.
-Hey, tío. ¿Cómo estás?- preguntó Robert- como si se extrañase de que continuase con vida.
-Me duele un poco la cabeza y la nariz. ¿Qué diablos ha pasado?- el desconcierto se había apoderado de mi cuerpo.
En ese instante, apareció Dionisio. Mientras emprendía una metodología algo complicada para descender por el tronco de aquel gigantesco árbol.
-Cuando metiste tu mano en su entrepierna, ella achinó los ojos, cerró el puño y digamos que te concedió una audiencia privada con sus nudillos- dijo Dionisio-quien mostraba una gran expresión de alegría en su cara.
-Vaya… Pues esta chica está fuerte…- añadí-.
La tripulación me puso una especie de pañuelo en la nariz para taponar el chorro de sangre que, al parecer, no había dejado de cesar desde aquel golpe. Todos cuchicheaban a mi alrededor como si estuviesen debatiendo sobre algo. Finalmente, el capitán mandó a Migue que me formulara la pregunta que tarde o temprano acabaría por aparecer.
- Rubén… ¿Y ese famoso tesoro?- cuestionó el segundo de abordo- con un color rojizo entre sus mejillas.
-Pues, no lo sé. Ciertamente, me parece un lugar bastante estrecho para ocultar todo un tesoro-respondí-.
-Y… ¿qué notaste? ¿Cómo es?- preguntó Migue- aunque, en realidad, toda la tripulación adoptó una postura boquiabierta.
- ¿Cuándo me asestó los golpes?-dije- lo cierto es que duele mucho. Tengo una sensación de mareo horripilante. Estoy algo exhausto y me duele al respirar. Además…
-Sí, sí… Pero… ¿y de su entrepierna?- intervino Robert impacientemente-.
- Ah vale…-exclamé- es increíble como el ansia apadrinada en el espíritu de los bucaneros se había apoderado de la tripulación. Estaba convencido de que era el tesoro lo que potenciaba ese bombardeo de preguntas  pero, en realidad, no se trataba del afán por el dinero sino la peligrosa curiosidad asignada al nacer en la mentalidad infantil.
Todos los truhanes allí presentes enfocaban sus impacientes miradas hacia mi boca. Como si, de este modo, pudieran escuchar con mayor claridad e interpretar con una inmensa rapidez el significado de mis palabras.
Por un momento creía notar como todo el acogedor ambiente de aquella esplendorosa naturaleza decorada con pintorescas mariquitas y alegres zumbidos de abejas  que habían enriquecido la musicalidad de aquel paraje natural se había silenciado, como si quisieran atrapar cada una de las palabras que iban a partir desde mis labios. Ni tan siquiera el relajante y sinuoso río mantenía su melodía natural.
-Todo ha sucedido muy rápido. Solo recuerdo una leve sensación de calor en mi dedo- añadí-.
Las cómplices miradas entre los miembros de la tripulación se sucedían intrínsecamente. Parecía como si sus ojos hubieran adoptado una actitud nostálgica y lastimera. Probablemente, pensaran que aquel impactante golpe propiciado por el puño diestro de aquella hermosa chica me hubiera envuelto la mente con una adhesiva locura.
-¿Cómo caliente?-preguntó Ibañez- esto no tiene ningún sentido. Se supone que debías averiguar un tesoro no que metieras la mano en un volcán. La carcajada se convirtió en la banda sonora de esa ridícula situación.
-Lo estoy diciendo enserio bobo- respondí con un tono bastante molesto.
-¡Cuidado, cuidado! Llamad al camión de bomberos que nuestro explorador está que arde- comentó Ibáñez -.Todos se echaron al suelo y comenzaron a rodar promovidos por el exitoso chiste que había elaborado nuestro “querido cómico”.
- ¡Ya estoy harto de tus estúpidas bromas, Ibáñez!- exclamé- asediado por una ira que apenas dejaba latir mi corazón.
- Tranquilícese camarada- ordenó el capitán que previa la posibilidad de que se estableciese una seria disputa física-. Cuéntanos que más percibiste.
-Verás, sentí como si “su tesoro” estuviese protegido por unas porciones bastantes reducidas de pelo. Como si estuviese arrugado.
Toda la tripulación pronunció un profundo “oh” al unísono. Estaban consternados por la información que les acababa de facilitar su explorador. No obstante, una vez acabado aquel inverosímil coro de voces anonadadas, Ibáñez volvió a las andadas.
-Pues Rubén, si algún día te apetece jugar a la isla del tesoro con alguien cuenta conmigo, ya que mi tesoro es más alargado y podrás agarrarlo mejor. Incluso posee una porción de pelos reducida- la carcajada de ese bufón fue la gota que colmó el vaso de la impaciencia. Derramando, ira, furia y agresividad. Esta vez, había ido demasiado lejos.
En ese momento estaba tan molesto que ni sabía lo que hacía ni me importaba. Emprendí un bombardeo de insultos, gritos y empujones que acabarían con la ropa de Ibáñez en el río. En aquella época, Miguel Gila y Paco Martínez Soria eran los principales referentes del humor español.
-Ya estoy harto de tu actitud de payaso. Melón que eres un melón. Realmente desconozco si te crees Paco Martínez Soria o Miguel Gila pero lo cierto es que no tienes ni puta gracia. Maldito imbécil- dije tras estallar y sumergirme en el mar de la crueldad.
Finalmente, conseguí que mantuviera la lengua inmóvil dentro de su boca. Todos se quedaron embobados con mi reacción. Era el torpe y el hazme reír del grupo de camaradas así que no era de esperar que alguien como yo actuara así.
Y menos que me levantara con tal  ímpetu  como para asestarle un gran empujón que culminara con sus calzoncillos empapados en el río. Finalmente el capitán intervino y me pidió que fuese a casa a descansar. No como un superior al mando, sino como un colega que se preocupa por sus relaciones fraternales de amistad.
De camino a casa, las farolas fueron encendiéndose como velas. Se hacía tarde y el toque de queda estaba a punto de establecerse por lo que más me valía presentarme en mi casa. No era la prohibición de divagar por las calles a altas horas de la noche lo que me preocupaba sino las zapatillas de mi madre. Mi madre, Victoria, tenía una gran puntería con el calzado. Da igual qué clase fuera: Chanclas, zapatillas de andar por casa, botas, etc.
Mis ganas de volver a casa se empequeñecían cada vez más. No me apetecía ver a mi madre, ni a mis numerosos hermanos pues, en aquella época, las madres concebían muchos hijos para destinarlos a trabajar  y que, de esta manera, pudieran contribuir a la llegada o recogida de dinero a la casa. En cuanto a mi padre, era el hombre invisible. Nunca estaba en casa. Se iba todos los años a la vendimia de Francia y apenas se le veía el pelo (nunca mejor dicho). Eso sí, su índice de precisión oscilaba el noventa por ciento pues cada vez que llegaba a mi casa y dormía con mi madre un nuevo hermanito estaba por llegar.
El feto del presentimiento se estaba gestando en el vientre de la madre incertidumbre. Tenía la extraña sensación de que iba a suceder algo malo. Entonces, decidí recurrir a lo que yo denominaba “desafío mágico”, es decir, cuando la inocencia e ingenuidad de un niño se aferra a la esperanza de que si al patear la lata de refresco lograba alcanzar la farola, todo saldría bien, pero, si por el contrario, golpeaba el recipiente y no conseguía precisar, se cumpliría la conocida  ley de Murphy: Si algo puede salir mal, saldrá mal. Se trata de un mero juego azaroso que enriquece el tópico de la vida como una ruleta de la fortuna en la que  se plantea una apuesta y uno se arriesga a ganar o a perderla.
Atiné. Pude golpear con el efecto adecuado. La autoestima se acrecentó como la espuma al igual que mi ahora resplandeciente seguridad. Sin embargo, todo se torció cuando al asomarme a mi calle observé a la chica de la falda rosa junto a la que debía ser su madre en pleno diálogo con mi progenitora, así que decidí pegar la oreja y mantener el pico cerrado.
-¿Sí?-se escuchó desde la puerta de casa como respuesta a los repetitivos golpes que se habían asestado sobre la puerta-. Siempre me ha llamado la atención el hecho de tener que golpear hasta en tres ocasiones una puerta cuando simplemente con una sola vez sería suficiente.
- Querría hablar con la dueña de la casa por un altercado que tiene que ver con su hijo- respondió la madre de la chica con la falda rosa-.
- Voy…- añadió una voz un tanto femenina mientras se escuchaba el chillido de dos niños ante el sonido de una “galleta” asestada por la zapatilla de su madre.
La puerta se abrió y mi corazón se rompió. Esta vez ni mil latas de refresco me librarían de la paliza que estaba a punto de alcanzarme. Mientras yo rezaba a todos los apósteles que recordaba de ir a misa, aparecieron dos siluetas situadas una a cada lado de mi madre. Eran mis dos hermanos mayores. Estaban sujetos por la patilla.
-Dígame señora, ¿Cuál de estos descerebrados ha cometido dicho altercado?- preguntó mi madre. A un lado sostenía a mi hermana Araceli mientras que, al otro, se ubicaba mi hermano Juanfran.
- Le comunico (ya que no me ha preguntado) cuál ha sido el motivo de esta reclamación. Resulta que uno de sus hijos ha introducido el dedo corazón en las partes íntimas de mi hijita. Exijo, en la medida de lo posible, saber el castigo al que se verá sometido. Nena, señala al niño que ha cometido semejante infamia.-añadió la señorita Villalobos-. Sabía que era ella por los caros ropajes con los que se vestía  en comparación a los sucios harapos que teníamos que portar el resto de los mortales. La niña señaló a Juanfran. Mi hermana estaba obviamente descartada ya que , aunque hubiera sido ella, cualquier gesto de homosexualidad  se podía pagar con un paseo a los barrancos de lodo.
A continuación, mi madre soltó a mi hermana y con la mano que le quedó libre cruzó la cara a mi querido hermano. Desconocía por qué motivo había confundido a mi hermano conmigo pero lo cierto es que me alegraba. Los hermanos mayores están para proteger a los hermanos que no lo son tanto.
Cuando se fueron aquellas señoras de la puerta de mi casa, aparecí yo. Al entrar, observé como mi madre seguía regañando y atizando la colleja de mi pobre e inocente hermano ante la risa diabólica de mi hermana Araceli y mi hermano Tomás que había vuelto de recoger sus amadas setas.
-¿Y tú de dónde vienes? ¿Qué te ha pasado en la napia?     - me interrogó mamá quien todavía mostraba una feroz sed de sangre. ¿Otra vez vuelves de esas estúpidas “misiones de arañazos”? Algún día te darás cuenta de que la vida te reserva algo peor que arañazos. Anda, cámbiate que se te enfría la cena.
Dichas misiones consistían en citarnos a las cuatro de la tarde, en la plaza del arcipreste, todos los miembros de la tripulación cargados con cualquier instrumento o utensilio alargado que cumpliera la complicada y arriesgada misión de decapitar a todo un ejército de pinchos. No obstante, siempre acababa lleno de arañazos por todas partes y semidesnudo pues nuestros harapos no eran nuestra mejor armadura que digamos.
-Mamá…Quiero ducharme…-sugerí aterrorizado por miedo a recibir un chancletazo.
-¿Cómo? ¿Puedes repetir esto que acabas de decir?-preguntó un tanto aturdida mamá-.
-Que me gustaría bañarme mamá. Me he tumbado en el campo, he estado sudando como un poseso y, además, la nariz la tengo llena de sangre por un golpe que me di decapitando pinchos-volví a repetir por segunda vez pero manteniendo ese temor incesante que se había apoderado de mi piel (y de mis esfínteres)-.
-¿Decapi…qué?- intentó repetir mi madre obteniendo por ello un notable fracaso.
- Cortando pinchos mamá, cortando pinchos- añadió mi hermana que estaba intentando ver una película de esas españolas de amor. Claro, con un solo canal tampoco había mucha variedad de donde elegir. Digo intentar porque antes de cada película había que tragarse una especie de documental tormentoso en el que exaltaban la figura de un generalísimo militar. De nuestro generalísimo militar. Creo que se llamaba Nodo o algo así… El documental claro.
La blanca tez de mamá estaba considerablemente más pálida de lo normal. La saliva se había convertido en asfixiantes arcadas que la seducían y la invitaban al lecho presidencial de mi casa. Su mal humor se fue acrecentando cada vez más y el olor a miedo se difuminó por toda la casa. No obstante, salió al patio para tomar un poco de ese refrescante aire cargado de humo negro como consecuencia de la estación de locomotoras que se había asentado a unos pocos metros de nuestro hogar. Con el tiempo la bestialidad y la osadía de un malvado y cruel padre le llevarían a conseguir el puesto de capataz dirigente.
Éramos cinco hermanos los que dormíamos en aquella casa. Yo llegué en cuarta posición. Al parecer, no cogí el rebufo suficiente como para adelantar a mi hermano Tomás “El campestre”. Cuando solíamos marchar de excursión al campo, mi hermano Tomás era el encargado de portar una mochila con los víveres necesarios para subsistir toda una tarde en el mes de agosto de mi amada Sevilla. Pues él, se perdía por los montes hasta altas horas de la mañana en busca de esas verduras alargadas que si las tomas provocan un  cierto color algo amarillento en la orina, los espárragos.
En esos años yo era el más pequeño de la casa pero, a la vez, el que más odio despertaba en los demás. Pues todos se veían en edad de trabajar excepto yo por lo que mientras  por sus espaldas descendía la gota del esfuerzo, del trabajo y, en definitiva, del sudor, mis glúteos estaban cómodamente asentados en los pupitres del colegio. Aunque lo cierto es que detestaba ir al colegio desde que tuvo lugar aquel espantoso castigo. Solía redactar todos y cada uno de mis deberes con la intención de recibir un reconocimiento por mi labor. Y así fue hasta que mis hermanos  decidieron advertirme. Pedro y Juan eran los dos hermanos mayores al “El campestre”. Un día decidieron gastarme una broma que les saldría por la culata.
Las palabras que pronunciaron fueron el murmullo de un corazón helado, gélido, congelado. Antes que yo, ellos disfrutaban con el aprendizaje obtenido en las aulas. Sin embargo, cada vez que un hermano nacía, uno de los mayores debía abandonar la escuela para aportar una porción de pesetas lo suficientemente amplia como para mantener a una pobre familia en el amplio sentido de la palabra. Aunque era temor lo que me producían los profesores debido a los numerosos castigos físicos ejercidos a los alumnos, no quería dejar al lado mi sueño de ser un pirata poeta. No quería dejar de hablar con Rosalinda y, tampoco, quería dejar mi tripulación para trabajar. No alcanzaba a entender como una figura tan diminuta como la mía se iba a poner a arreglar cocinas o a recoger olivos. La intencionalidad de su satírica confesión se orientaba hacia la idea de gestar poco a poco la purga de la desconfianza y la desilusión haciéndome creer que mamá estaba embarazada.
Finalmente, cuando mi madre volvió, mis primeras palabras fueron donde estaba la cena. Mi madre deshidratada, exhausta y blanquecina nos reunió a todos en el comedor.
-Hijos tengo que contaros algo… - pronunció con un horripilante misterio la dueña de aquella casa-. De nuevo, estoy embarazada.
Por el semejante silencio que se cosechó en aquel estrecho, húmedo y putrefacto habitáculo, se me vino a la mente ese extraordinario momento de la tripulación y el tesoro que había palpado. Bueno, por el silencio y por la desfigurada cara de mi pobre hermano que había recibido una bestial paliza (por mi culpa). En aquel instante, mi mirada adoptó la forma y la esencia de una brújula que buscaba el destellante brillo en los ojos de mis hermanos bajo el mensaje de “llevabais razón”.
No se produjo un contacto visual. No se produjo ni una inocente mirada, al menos hacia a mí. Mis hermanos se miraban intrínsecamente ante el desconcertante tic-tac del reloj de mi abuela. La broma ya no era tal. Sentí que sus susurros y sus murmullos hacían referencia a mi persona y, entonces, lo vi. La compasión se convirtió en el iris de la dramática mirada que mis cómicos hermanos me lanzaron: algo así como “bienvenido al mundo real”.
Parece impredecible que un niño de tan solo nueve primaveras fuese capaz de percibir su destino. El algodón o las aceitunas iban a convertirse en mi  nueva tripulación. El barco de la infancia había zarpado sin mí. El puerto quedaba vacío. Mi madre iba a traer una nueva vida al mundo que se iba a convertir en la asesina de mi fantasía. En la ladrona de mi corazón, y en la destructora de mis sueños.

Fin del primer capítulo.