"Rumores de un alcohólico empedernido"
La
esquizofrenia de la mentalidad corrompida de la gente logró difundir toda una
serie de rumores y ecos en torno a la misteriosa personalidad de Fran, el padre
de Rosalinda. Absorbía tal cantidad de alcohol que los poros de su piel dejaron
de supurar sudor para derrochar ron y vodka. Principalmente ron. Fran mostraba
una apariencia un tanto peculiar: Sus vestimentas eran pobres como las de casi
todo el pueblo, pero empleaba un chaleco negro y lúgubre que potenciaba esa
dosis de terror que generaba en la propia gente. Sus ojos escondían ira,
escondían rabia, escondían dolor. Jamás se le había visto recoger a su hija del
colegio, jamás se le había visto tirar la basura o sacar al perro, y, sobre
todo, jamás se le había visto en otro sitio que no fuera un bar.
El
bautizo de su apodo se produjo nada más llegar al pueblo. Debido a la
enfermedad que padecía su hija, empezó a ser conocido bajo el nombre de “El
padre de la tonta”. La hipocresía de una sociedad que ni siente ni padece les
había asignado el adjetivo de tontos. En incontables ocasiones, Rosalinda
volvía a la mañana siguiente al colegio con una serie de heridas y moratones.
Las costras se habían convertido en los cuadros que decoraban sus diminutas
rodillas. Todo el pueblo pensaba que la niña recibía brutales palizas de su
progenitor. Todo el pueblo consideraba que la preciosa, dulce y tonta niña, era
maltratada.
También
se llegó a pensar que Fran era un detective privado que servía al régimen
fascista. Su función como la de muchos otros no sería otra que la chivatear a
cerca del comportamiento “indebido” de sus vecinos, o eso se pensaba. El padre
de Rosalinda sería el emisario o mensajero de las invitaciones que reunían a
los pobres moribundos con los temidos barrancos de lodo.
Otro
rumor asolaba o rotaba en torno a la figura de Fran. Era un consumidor de
droga. En más de una ocasión, se le había visto trapichear a escondidas con
determinadas personas, pero nunca al producto. Se desconocía prácticamente todo
sobre su persona, excepto su extraordinaria pasión por el alcohol. Principalmente
por el ron.
Todas
estas cuestiones se habían deslizado por mi mente. Era jueves y estaba sentado
en la incómoda silla de mi asiento. A esa hora teníamos la asignatura de
religión pero mis pensamientos me habían conducido fuera del alcance de aquella
terrible aula. Mis días en aquel lugar estaban contados, ¿para qué atender?
Recuerdo
que aquel día mi gran amiga Verónica recibiría un severo castigo “ético y
moral”. Semanalmente, las chicas de mi clase debían informar a la profesora en
cuestión de qué color eran las prendas íntimas que guardaban sus respectivos tesoros.
La familia de Verónica era extremadamente
pobre por lo que compraban en el mercadillo un paquete de bragas blancas
e idénticas entre sí. El día anterior ya había citado el adjetivo “blancas”.
Cuando volvió a preguntarle la profesora…
-Señorita
Verónica, le toca… ¿podría decirme cuál es el color de sus bragas? –preguntó la
profesora de religión con una amenazadora sonrisa-.
-
Verá doña Marga… Es que mi mamá no tiene mucho dinero y me ha comprado un
paquete de esta prenda, todas del mismo color -respondió la acongojada niña-.
El
estruendo de la clase se había silenciado radicalmente. Los susurros y los
cuchicheos se habían convertido en la banda sonora de esa tragicomedia. Las
miradas de nuestros compañeros eran de compasión y de pena. Todos sabían la
“cruz” que le iba a venir encima. Y es que la profesora de religión, Marga
(probablemente de Amargada),le asestó una sonora bofetada. La silla se deslizó
por la resbaladiza aula y, Verónica, acabó besando el suelo. Acto seguido,
levantó a la aterrorizada niña, cuyas delicadas lágrimas parecían gotitas de
cristal, y la obligó a ponerse de rodillas con los brazos extendidos en una
curiosa forma de cruz. En cada mano debía mantener el peso de tres grandes
libros y aguantar o soportar el dolor hasta el final de la clase.
Este
hecho, al principio, nos sorprendió a todos los niños pero cuando uno lo lleva
viendo a lo largo de todo un curso se convierte en parte y miembro de esa agua estancada de la monotonía.
Era
incapaz de entender por qué el castigo debía ser en forma de cruz. Parece ser
que cualquier signo religioso actúa como una especie de parche que oculta y
cubre la herida del perdón por cualquier
pecado, pero no hay peor pecado que el de la violación.
En
este mundo, compañeros, el pecado que paga por su viaje puede viajar libremente
y sin pasaporte, mientras que la virtud, si es pobre, es detenida en todas las
fronteras.
La
barca de mis recuerdos volvió a flote. Era imposible olvidar como era todo
antes de la llegada de Rosalinda. No me refiero al dulce néctar del amor sino a
la forma en la que me trataban los matones de mi pueblo. Cuando una persona se
sale de las modas o de la sumisión a la
que pretenden someterle, empieza a convertirse en todo un peligro. Leer no era solo salirse de las
normas, leer no solo suponía escapar de
la monotonía y las modas, sino que leer era mucho más que eso. Leer era
reforzar la coraza de un barco para convertirlo en todo un trasatlántico. Leer
simbolizaba la vida, pues mi generación fue tan pobre que nacimos con una
metáfora debajo del brazo.
Finalmente,
los matones acabaron por olvidarse de mí. Dejaron de pedirme el bocadillo de
salchichón con mantequilla que todos los días me echaba mi madre a la mochila
para almorzar aunque, a juzgar por la cantidad de ambos alimentos, el bocadillo
era más bien de mantequilla con salchichón. Se acabaron los empujones, los
pellizcos y las continuas humillaciones. Aquellos insufribles días en los que
volvía a casa llorando, triste, melancólico, abrumado.
El
interminable jueves había acabado. Un
viernes. El último día que mi barco de
la infancia divisaría el puerto de la enseñanza sería un viernes. Recuerdo que,
aquel jueves, regresé completamente nostálgico a mi hogar. Era menester volver
a quedar con mi compañera de agresiones en nuestro punto de encuentro. Siempre
solíamos quedar en una explanada que había en el montecillo, rodeado de
esplendorosas luciérnagas. Los olivos y las flores de los almendros decoraban
el hermoso paisaje que nos cortejaba. El aire puro penetraba en nuestros sucios
pulmones haciéndonos esbozar una gran sonrisa.
Aquellas
insignificantes luces reflejadas en el paisaje me traían a la memoria las
imágenes de millones de estrellas protegiendo y decorando la travesía marítima
de un valeroso y atrevido trasatlántico. Entre los dos logramos crear una
burbuja cálida de amor y cariño que nos permitía sobrevivir a aquel espantoso
frío. La melodía de una orquesta de grillos perfectamente sintonizados y el
leve pasar de alguna que otra estrella fugaz terminaban por crear un paisaje
muy superior al de los cuentos de hadas.
Nuestras
suaves cabezas eran apoyadas en un par de mantas extendidas en el campo.
Gracias a la desaparición del acoso elaborado por los matones del pueblo podía
reservar mi bocadillo de mantequilla con salchichón y mi zumo de melocotón con
uva para compartirlo con mi dulce Rosalinda y su dulce fragancia de rosas.
Jamás un bucanero como yo había soñado con un tesoro mayor que el inmenso corazón de aquella niña. Nuestras
manos entrelazadas, unidas, fusionadas, nos permitían compartir el dulce tacto
de nuestra piel.
De
repente el tiempo se paró. Todo se ralentizó. Los grillos cantaban en un tono
más débil, las luciérnagas comenzaron a expandirse y los almendros, acompañados
por los olivos, comenzaron a imitar y plagiar la sensación de un gran oleaje
movidos por la marea del viento. Y pasó. Al fin pasó. Dos años esperando a que
sucediera y, finalmente, sucedió. Me besó. La besé. Nos besamos.
Quizás
hubiera sido más romántico si mi pestilente aliento no oliera a mantequilla
pero qué se le va a hacer. Las ilusiones se siembran en un pequeño e íntimo
huerto donde no se recogen tempestades sino recompensas. El tío de la guadaña
no podía segar mi cortijo particular gracias a la presencia del espantapájaros
del amor. Gracias a Rosalinda descubrí que el oro era la menor de las
recompensas que un corsario de la libertad enamorado como yo podía conseguir.
Nunca
pude olvidar aquella noche, aquella casi despedida pues recordar es fácil para
el que tiene memoria, pero olvidar es
difícil para el que tiene corazón.
Cuando
regresé a casa debido al famoso toque de queda, era el niño más feliz del
mundo. Seguramente los dientes de un feroz león me esperaban al cruzar la puerta
de ese circo romano al que llamo hogar. No obstante, a pesar de las numerosas
latas esparcidas por el suelo, decidí renegar del juego azaroso de la suerte.
No me hacía falta, pues sudaba suerte y lloraba felicidad.
De
camino a casa sucedió algo un tanto extraño. De repente, noté en el ambiente un
fuerte olor a vodka y a ron. Principalmente a ron. Era Fran. Estaba iluminado
por la leve luz de una farola. Vi cómo se sacaba algún extraño y cuadrado
producto del bolsillo del bolsillo izquierdo de su negra chaqueta y se lo
entregaba a otro harapiento hombre. Después, Fran, cabreado y enfurecido,
volvió por el camino en el que estaba yo y, sin decir nada, se marchó. Aunque
su fuerte olor a ron persistía en el lúgubre ambiente de aquel desastroso
camino.
“Al
final va a ser verdad el rumor que afirma que este borracho es un drogadicto
que trapichea y ensucia el buen nombre de esta elegante patria (esta frase se
me había quedado en la mente de tanto oírla por la televisión) “ pensé. Ahora
lo tengo claro, debo sacar a Rosalinda de allí y esconderla en mi casa. Mis
camaradas me ayudarían a elaborar un complejo y exitoso plan para deshacernos
de aquel corrompido hombre.
Tras
tocar el timbre y entrar en casa, una sonora y atronadora voz se alzaría desde el comedor. Mamá estaba
muy cabreada. La regañina que tuvo que aguantar, al menos, una parte de mí fue tremenda
pero, por suerte, yo estaba muy lejos de aquella gélida habitación. Conspirar y
planear se iba a convertir en mi más abominable obsesión. Cuando subí las escaleras
para dirigirme al dormitorio común, escuché una pequeña parte del diálogo entre mis dos hermanos
mayores Tomás y Juanfran.
-Vamos
a pensar Tomás… ¿Dónde demonios va mamá con frecuencia?-preguntó el confuso
Juanfran- Tiene que ser un lugar conocido y discreto.
-Al
quiosco, al mercadillo, al reparto de la comida, a misa…-respondió Tomás “El
Campestre” con su característico dedo posicionado entre sus carnosos labios-.
La
repartición de la comida era un elemento tradicional en la época franquista.
Básicamente consistía en racionalizar los víveres necesarios para subsistir en
base al número de hijos que contribuyeran a la formación de la familia. Cuanto
más hijos, más comida. Así de simple.
-Pues
hermanito…Uno de esos caballeros es el padre de nuestro nuevo
huésped-reflexionó el incesante Juanfran- Estamos cerca, realmente cerca. El
padre Camilo José es un hombre honesto e inteligente. Si mamá ha cometido algún
pecado seguramente se haya confesado al párroco del pueblo. Le haremos una
visita pues ¿quién mejor para guardar un secreto que un emisario de Dios?
Eso
es. Debía acudir al padre Camilo José, ¿quién sino podría tener la solución
para este complicado dilema? Él sabría cómo deshacernos del pestilente Fran y
sus sucios trapicheos mientras que, Rosalinda, se mudaría a mi casa. Todo
encajaba, todo era perfecto. ¡Muchas gracias hermanito!
Nuevamente me ha encantado. Me quedo deseando saber qué sucede
ResponderEliminarJajajaj Muchas gracias! Tendrás que esperar!
EliminarRealmente eres Genial
ResponderEliminarGenial, como siempre.
ResponderEliminarGuauuuuu
ResponderEliminarA por el próximo...
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