martes, 21 de julio de 2015

La Rosa de los Vientos (Capítulo 3)

"Rumores de un alcohólico empedernido"
La esquizofrenia de la mentalidad corrompida de la gente logró difundir toda una serie de rumores y ecos en torno a la misteriosa personalidad de Fran, el padre de Rosalinda. Absorbía tal cantidad de alcohol que los poros de su piel dejaron de supurar sudor para derrochar ron y vodka. Principalmente ron. Fran mostraba una apariencia un tanto peculiar: Sus vestimentas eran pobres como las de casi todo el pueblo, pero empleaba un chaleco negro y lúgubre que potenciaba esa dosis de terror que generaba en la propia gente. Sus ojos escondían ira, escondían rabia, escondían dolor. Jamás se le había visto recoger a su hija del colegio, jamás se le había visto tirar la basura o sacar al perro, y, sobre todo, jamás se le había visto en otro sitio que no fuera un bar.
El bautizo de su apodo se produjo nada más llegar al pueblo. Debido a la enfermedad que padecía su hija, empezó a ser conocido bajo el nombre de “El padre de la tonta”. La hipocresía de una sociedad que ni siente ni padece les había asignado el adjetivo de tontos. En incontables ocasiones, Rosalinda volvía a la mañana siguiente al colegio con una serie de heridas y moratones. Las costras se habían convertido en los cuadros que decoraban sus diminutas rodillas. Todo el pueblo pensaba que la niña recibía brutales palizas de su progenitor. Todo el pueblo consideraba que la preciosa, dulce y tonta niña, era maltratada.
También se llegó a pensar que Fran era un detective privado que servía al régimen fascista. Su función como la de muchos otros no sería otra que la chivatear a cerca del comportamiento “indebido” de sus vecinos, o eso se pensaba. El padre de Rosalinda sería el emisario o mensajero de las invitaciones que reunían a los pobres moribundos con los temidos barrancos de lodo.
Otro rumor asolaba o rotaba en torno a la figura de Fran. Era un consumidor de droga. En más de una ocasión, se le había visto trapichear a escondidas con determinadas personas, pero nunca al producto. Se desconocía prácticamente todo sobre su persona, excepto su extraordinaria pasión por el alcohol. Principalmente por el ron.
Todas estas cuestiones se habían deslizado por mi mente. Era jueves y estaba sentado en la incómoda silla de mi asiento. A esa hora teníamos la asignatura de religión pero mis pensamientos me habían conducido fuera del alcance de aquella terrible aula. Mis días en aquel lugar estaban contados, ¿para qué atender?
Recuerdo que aquel día mi gran amiga Verónica recibiría un severo castigo “ético y moral”. Semanalmente, las chicas de mi clase debían informar a la profesora en cuestión de qué color eran las prendas íntimas que guardaban sus respectivos tesoros. La familia de Verónica era extremadamente  pobre por lo que compraban en el mercadillo un paquete de bragas blancas e idénticas entre sí. El día anterior ya había citado el adjetivo “blancas”. Cuando volvió a preguntarle la profesora…
-Señorita Verónica, le toca… ¿podría decirme cuál es el color de sus bragas? –preguntó la profesora de religión con una amenazadora sonrisa-.
- Verá doña Marga… Es que mi mamá no tiene mucho dinero y me ha comprado un paquete de esta prenda, todas del mismo color -respondió la acongojada niña-.
El estruendo de la clase se había silenciado radicalmente. Los susurros y los cuchicheos se habían convertido en la banda sonora de esa tragicomedia. Las miradas de nuestros compañeros eran de compasión y de pena. Todos sabían la “cruz” que le iba a venir encima. Y es que la profesora de religión, Marga (probablemente de Amargada),le asestó una sonora bofetada. La silla se deslizó por la resbaladiza aula y, Verónica, acabó besando el suelo. Acto seguido, levantó a la aterrorizada niña, cuyas delicadas lágrimas parecían gotitas de cristal, y la obligó a ponerse de rodillas con los brazos extendidos en una curiosa forma de cruz. En cada mano debía mantener el peso de tres grandes libros y aguantar o soportar el dolor hasta el final de la clase.
Este hecho, al principio, nos sorprendió a todos los niños pero cuando uno lo lleva viendo a lo largo de todo un curso se convierte en parte  y miembro de esa agua estancada de la monotonía.
Era incapaz de entender por qué el castigo debía ser en forma de cruz. Parece ser que cualquier signo religioso actúa como una especie de parche que oculta y cubre  la herida del perdón por cualquier pecado, pero no hay peor pecado que el de la violación.
En este mundo, compañeros, el pecado que paga por su viaje puede viajar libremente y sin pasaporte, mientras que la virtud, si es pobre, es detenida en todas las fronteras.
La barca de mis recuerdos volvió a flote. Era imposible olvidar como era todo antes de la llegada de Rosalinda. No me refiero al dulce néctar del amor sino a la forma en la que me trataban los matones de mi pueblo. Cuando una persona se sale de las modas o  de la sumisión a la que pretenden someterle, empieza a convertirse en  todo un peligro. Leer no era solo salirse de las normas, leer  no solo suponía escapar de la monotonía y las modas, sino que leer era mucho más que eso. Leer era reforzar la coraza de un barco para convertirlo en todo un trasatlántico. Leer simbolizaba la vida, pues mi generación fue tan pobre que nacimos con una metáfora debajo del brazo.
Finalmente, los matones acabaron por olvidarse de mí. Dejaron de pedirme el bocadillo de salchichón con mantequilla que todos los días me echaba mi madre a la mochila para almorzar aunque, a juzgar por la cantidad de ambos alimentos, el bocadillo era más bien de mantequilla con salchichón. Se acabaron los empujones, los pellizcos y las continuas humillaciones. Aquellos insufribles días en los que volvía a casa llorando, triste, melancólico, abrumado.
El interminable jueves había  acabado. Un viernes. El último día que mi  barco de la infancia divisaría el puerto de la enseñanza sería un viernes. Recuerdo que, aquel jueves, regresé completamente nostálgico a mi hogar. Era menester volver a quedar con mi compañera de agresiones en nuestro punto de encuentro. Siempre solíamos quedar en una explanada que había en el montecillo, rodeado de esplendorosas luciérnagas. Los olivos y las flores de los almendros decoraban el hermoso paisaje que nos cortejaba. El aire puro penetraba en nuestros sucios pulmones haciéndonos esbozar una gran sonrisa.
Aquellas insignificantes luces reflejadas en el paisaje me traían a la memoria las imágenes de millones de estrellas protegiendo y decorando la travesía marítima de un valeroso y atrevido trasatlántico. Entre los dos logramos crear una burbuja cálida de amor y cariño que nos permitía sobrevivir a aquel espantoso frío. La melodía de una orquesta de grillos perfectamente sintonizados y el leve pasar de alguna que otra estrella fugaz terminaban por crear un paisaje muy superior al de los cuentos de hadas.
Nuestras suaves cabezas eran apoyadas en un par de mantas extendidas en el campo. Gracias a la desaparición del acoso elaborado por los matones del pueblo podía reservar mi bocadillo de mantequilla con salchichón y mi zumo de melocotón con uva para compartirlo con mi dulce Rosalinda y su dulce fragancia de rosas. Jamás un bucanero como yo había soñado con un tesoro mayor que  el inmenso corazón de aquella niña. Nuestras manos entrelazadas, unidas, fusionadas, nos permitían compartir el dulce tacto de nuestra piel.
De repente el tiempo se paró. Todo se ralentizó. Los grillos cantaban en un tono más débil, las luciérnagas comenzaron a expandirse y los almendros, acompañados por los olivos, comenzaron a imitar y plagiar la sensación de un gran oleaje movidos por la marea del viento. Y pasó. Al fin pasó. Dos años esperando a que sucediera y, finalmente, sucedió. Me besó. La besé. Nos besamos.
Quizás hubiera sido más romántico si mi pestilente aliento no oliera a mantequilla pero qué se le va a hacer. Las ilusiones se siembran en un pequeño e íntimo huerto donde no se recogen tempestades sino recompensas. El tío de la guadaña no podía segar mi cortijo particular gracias a la presencia del espantapájaros del amor. Gracias a Rosalinda descubrí que el oro era la menor de las recompensas que un corsario de la libertad enamorado como yo podía conseguir.
Nunca pude olvidar aquella noche, aquella casi despedida pues recordar es fácil para el que tiene memoria,  pero olvidar es difícil para el que tiene corazón.
Cuando regresé a casa debido al famoso toque de queda, era el niño más feliz del mundo. Seguramente los dientes de un feroz león me esperaban al cruzar la puerta de ese circo romano al que llamo hogar. No obstante, a pesar de las numerosas latas esparcidas por el suelo, decidí renegar del juego azaroso de la suerte. No me hacía falta, pues sudaba suerte y lloraba felicidad.
De camino a casa sucedió algo un tanto extraño. De repente, noté en el ambiente un fuerte olor a vodka y a ron. Principalmente a ron. Era Fran. Estaba iluminado por la leve luz de una farola. Vi cómo se sacaba algún extraño y cuadrado producto del bolsillo del bolsillo izquierdo de su negra chaqueta y se lo entregaba a otro harapiento hombre. Después, Fran, cabreado y enfurecido, volvió por el camino en el que estaba yo y, sin decir nada, se marchó. Aunque su fuerte olor a ron persistía en el lúgubre ambiente de aquel desastroso camino.
“Al final va a ser verdad el rumor que afirma que este borracho es un drogadicto que trapichea y ensucia el buen nombre de esta elegante patria (esta frase se me había quedado en la mente de tanto oírla por la televisión) “ pensé. Ahora lo tengo claro, debo sacar a Rosalinda de allí y esconderla en mi casa. Mis camaradas me ayudarían a elaborar un complejo y exitoso plan para deshacernos de aquel corrompido hombre.
Tras tocar el timbre y entrar en casa, una sonora y atronadora  voz se alzaría desde el comedor. Mamá estaba muy cabreada. La regañina que tuvo que aguantar, al menos, una parte de mí fue tremenda pero, por suerte, yo estaba muy lejos de aquella gélida habitación. Conspirar y planear se iba a convertir en mi más abominable obsesión. Cuando subí las escaleras para dirigirme al dormitorio común, escuché una pequeña  parte del diálogo entre mis dos hermanos mayores Tomás y Juanfran.
-Vamos a pensar Tomás… ¿Dónde demonios va mamá con frecuencia?-preguntó el confuso Juanfran- Tiene que ser un lugar conocido y discreto.
-Al quiosco, al mercadillo, al reparto de la comida, a misa…-respondió Tomás “El Campestre” con su característico dedo posicionado entre sus carnosos labios-.
La repartición de la comida era un elemento tradicional en la época franquista. Básicamente consistía en racionalizar los víveres necesarios para subsistir en base al número de hijos que contribuyeran a la formación de la familia. Cuanto más hijos, más comida. Así de simple.
-Pues hermanito…Uno de esos caballeros es el padre de nuestro nuevo huésped-reflexionó el incesante Juanfran- Estamos cerca, realmente cerca. El padre Camilo José es un hombre honesto e inteligente. Si mamá ha cometido algún pecado seguramente se haya confesado al párroco del pueblo. Le haremos una visita pues ¿quién mejor para guardar un secreto que un emisario de Dios?

Eso es. Debía acudir al padre Camilo José, ¿quién sino podría tener la solución para este complicado dilema? Él sabría cómo deshacernos del pestilente Fran y sus sucios trapicheos mientras que, Rosalinda, se mudaría a mi casa. Todo encajaba, todo era perfecto. ¡Muchas gracias hermanito!

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