La Rosa de los Vientos
1. Náufrago de un barco llamado
Infancia.
La
infancia es ese momento íntimo en el que comienzas a utilizar los sueños como
brújula o como faro que indican el
angosto camino hacia el mar de la libertad, de la juventud, de la magia.
Realmente, para llegar a la fuente de la juventud Ponce de León no utilizó ni las coordenadas adecuadas ni el periodo
del día correcto, pues es la noche y no el día, son los sueños y no la realidad
,los que otorgan esa agua bendita de la inmortalidad del alma.
Eternamente
jóvenes. Eternamente piratas. Eternamente eternos. Este era el lema de mi compañía
de aventureros inundados o sumergidos por el espíritu de la fantasía y de la
magia. Nuestras armas no eran tan afiladas como las de una espada pero sus
astillas eran mil veces peores pues penetraban en la carne e incordiaban como
una mosca de campo cojonera. Estaba orgulloso de pertenecer a esa tripulación
de borrachos y valientes prófugos de esa sociedad inmunda. Lo cierto es que
tras la puesta de Sol, nuestro escondite se convertía en uno de los mayores
eventos festivos que jamás se han divisado por las tierras de Sevilla. Zumos de
toda clase de sabores, refrescos gaseosos e incluso, de vez en cuando,
salchichón y mantequilla para acompañar esas sabrosas bebidas que constituían
parte de nuestro banquete.
La
tripulación de la Rosa de los Vientos nos hacíamos llamar. ¡Qué curioso! Es
precisamente el sentido de la orientación el que flaqueaba entre nuestra gente.
El capitán fue quien bautizó a nuestra tripulación con ese nombre ya que poseía
un dibujo en su hombro con esa forma. El motivo fundamental de ser capitán era
precisamente ese: había sido capaz de soportar el eterno dolor de una punzante aguja y de la turbia tinta. Con el
tiempo descubrimos, Alonso y yo, que se trataba de un tatuaje-pegatina, como lo
llamábamos nosotros, que había conseguido en una bolsa de patatas fritas.
Mi
padre fue el que construyó una especie de balsa que, muy probablemente, por el
aspecto tan diminuto que presentaba, daba la impresión de ser la bañera de un
gnomo. Todos dentro de nuestro código de piratería debíamos comprometernos y
firmar con un escupitinajo, por supuesto, que nuestras promesas jamás se verían
incumplidas.
Además,
el capitán, Robert, asignaba a cada miembro su labor correspondiente: Alonso
era el timonero. Por sorprendente que parezca, nuestra inocente ceguera nos
hacía pensar que un plato de porcelana era capaz de guiar a nuestro
sorprendente e inquietante navío. Migue era el segundo de abordo. Repetía de un
modo recurrente todas las frases del capitán. Además, mis recuerdos alojan la
imagen de un pequeño periquito verde sobre su hombro izquierdo cuya docilidad
era el resultado de un severo adiestramiento. Su padre trabajaba en un circo
como adiestrador de animales y un periquito no suponía un gran reto al lado de
los enormes tigres y leones que conseguía domar. Luego, con el tiempo, mi padre
me desveló la verdad sobre su arriesgado trabajo: Las fieras que domaba poseían muy malas pulgas
(nunca mejor dicho).
Dionisio
era el guerrero más feroz. Poseía un complejo tirachinas formado,
exclusivamente, por un globo y la parte superior de una botella de plástico.
Aunque eso sí, era el más gordito de todos. Su pelirroja cabellera le
proporcionó el apodo de “El Remolacho”. Ibáñez era el miembro más cómico y gracioso del grupo. No mentiría
si dijese que sus poros supuraban alegría, felicidad y una crueldad sobrehumana
para elaborar complejas burlas y mofas. Finalmente, la tripulación finalizaba
con el explorador Rubén, es decir, conmigo. El cargo que en mí recaía consistía
en comprobar y explorar aquellas áreas que podía resultar un peligro para
nuestra compañía de camaradas.
La
compañía o la tripulación de la Rosa de los Vientos poseía una grotesca y
peculiar característica: Era una embarcación de agua dulce (provisionalmente).
Sevilla no es una ciudad muy marítima que digamos. Para apreciar algún tipo de
agua salada en la calurosa capital de Andalucía debía ocurrir un milagro. Eso o
que alguien orinara río arriba.
Si
tacho como épicas a todas nuestras aventuras
me estaría quedando corto. La imaginación era el condimento principal para
nuestra salsa infantil. Era el verdadero timón de nuestro barco de la Infancia.
Entre nuestras aventuras más enloquecedoras recuerdo esencialmente dos: La que
apodamos bajo el nombre de “Operación Concha” y la llamada “Misión Arañazo”.
La
ingenuidad de un simple niño pirata ligado a la barbarie provocada por la
bidireccionalidad del lenguaje puede ser una combinación harto explosiva. En mi
hogar, había escuchado conversaciones entre mi padre y sus amigos. Estaban
balbuceando sobre las mujeres hasta que logré descifrar una parte del código
gracias a mis dotes de explorador: “{…} Las mujeres tienen un tesoro entre sus
patas”. Como buen pirata debía de informar a mi capitán inmediatamente para dar
parte de la situación.
Al
principio me tomaron por un loco. Estuvimos divagando en nuestra balsa hasta
altas horas de la tarde (aproximadamente las seis o seis y media). Algunos
proponían que era imposible que las mujeres tuviesen un tesoro escondido ahí.
Además era un tanto repugnante. Para otros, no perdíamos nada por intentarlo
pero podía resultar peligroso por lo que debían enviar al explorador de la
tripulación para confirmar los hechos.
El
plan consistía en lo siguiente: Nuestras fuentes nos confirmaron que se iba a
producir una acampada el día veinticinco de abril con motivo de San Marcos. Ese
día, la tripulación me acompañaría hasta desembarcar en una zona
considerablemente próxima al objetivo. En ese momento, Dionisio cogería su tirachinas
y, desde una posición elevada, se encargaría de bombardear con chinos a las
chicas para arrinconarlas contra el río. La tripulación estaría a la espera
mientras que yo debía atrapar ese tesoro. Luego nos repartiríamos el botín a
partes iguales. Una vez trazado el plan lo pondríamos en marcha.
Dionisio
cumplió con su parte. Mientras que ellas se acercaban al gélido y profundo río,
yo las esperaba en un árbol cercano. Pensé que la chica de la falda rosa sería
el objetivo más sencillo. Así que cuando la oí gritar me aproxime por su
espalda y la asusté. Su férreo chirrido parecía el incesante sonido de un
pitido que atraviesa el tímpano o, mejor dicho, los dos. Ella cerró los ojos y,
yo, con mi dedo corazón, me agaché y extendí la mano para alcanzar ese tesoro
que, según mi padre, “toda mujer tiene entre sus patas”.
No
recuerdo demasiadas cosas de lo que sucedió a continuación. Sólo un permanente
e incesante mareo que me tenía desconcertado. Los árboles rociados de un verde
esperanza y el canto de los insectos que sintonizaban con la armonía campestre
constituían mi única fuente visual y auditiva. Notaba como si los mocos de mi
nariz estuviesen demasiado escuetos y líquidos pues apreciaba o sentía como si
una cascada de agua cayera por mis orificios nasales. De repente, escuché la
suave tonalidad de nuestro capitán Robert.
-Hey,
tío. ¿Cómo estás?- preguntó Robert- como si se extrañase de que continuase con
vida.
-Me
duele un poco la cabeza y la nariz. ¿Qué diablos ha pasado?- el desconcierto se
había apoderado de mi cuerpo.
En
ese instante, apareció Dionisio. Mientras emprendía una metodología algo
complicada para descender por el tronco de aquel gigantesco árbol.
-Cuando
metiste tu mano en su entrepierna, ella achinó los ojos, cerró el puño y
digamos que te concedió una audiencia privada con sus nudillos- dijo
Dionisio-quien mostraba una gran expresión de alegría en su cara.
-Vaya…
Pues esta chica está fuerte…- añadí-.
La
tripulación me puso una especie de pañuelo en la nariz para taponar el chorro
de sangre que, al parecer, no había dejado de cesar desde aquel golpe. Todos
cuchicheaban a mi alrededor como si estuviesen debatiendo sobre algo.
Finalmente, el capitán mandó a Migue que me formulara la pregunta que tarde o
temprano acabaría por aparecer.
-
Rubén… ¿Y ese famoso tesoro?- cuestionó el segundo de abordo- con un color
rojizo entre sus mejillas.
-Pues,
no lo sé. Ciertamente, me parece un lugar bastante estrecho para ocultar todo
un tesoro-respondí-.
-Y…
¿qué notaste? ¿Cómo es?- preguntó Migue- aunque, en realidad, toda la
tripulación adoptó una postura boquiabierta.
-
¿Cuándo me asestó los golpes?-dije- lo cierto es que duele mucho. Tengo una
sensación de mareo horripilante. Estoy algo exhausto y me duele al respirar.
Además…
-Sí,
sí… Pero… ¿y de su entrepierna?- intervino Robert impacientemente-.
-
Ah vale…-exclamé- es increíble como el ansia apadrinada en el espíritu de los
bucaneros se había apoderado de la tripulación. Estaba convencido de que era el
tesoro lo que potenciaba ese bombardeo de preguntas pero, en realidad, no se trataba del afán por
el dinero sino la peligrosa curiosidad asignada al nacer en la mentalidad
infantil.
Todos
los truhanes allí presentes enfocaban sus impacientes miradas hacia mi boca.
Como si, de este modo, pudieran escuchar con mayor claridad e interpretar con
una inmensa rapidez el significado de mis palabras.
Por
un momento creía notar como todo el acogedor ambiente de aquella esplendorosa
naturaleza decorada con pintorescas mariquitas y alegres zumbidos de abejas que habían enriquecido la musicalidad de aquel
paraje natural se había silenciado, como si quisieran atrapar cada una de las
palabras que iban a partir desde mis labios. Ni tan siquiera el relajante y
sinuoso río mantenía su melodía natural.
-Todo
ha sucedido muy rápido. Solo recuerdo una leve sensación de calor en mi dedo-
añadí-.
Las
cómplices miradas entre los miembros de la tripulación se sucedían
intrínsecamente. Parecía como si sus ojos hubieran adoptado una actitud
nostálgica y lastimera. Probablemente, pensaran que aquel impactante golpe
propiciado por el puño diestro de aquella hermosa chica me hubiera envuelto la
mente con una adhesiva locura.
-¿Cómo
caliente?-preguntó Ibañez- esto no tiene ningún sentido. Se supone que debías
averiguar un tesoro no que metieras la mano en un volcán. La carcajada se
convirtió en la banda sonora de esa ridícula situación.
-Lo
estoy diciendo enserio bobo- respondí con un tono bastante molesto.
-¡Cuidado,
cuidado! Llamad al camión de bomberos que nuestro explorador está que arde-
comentó Ibáñez -.Todos se echaron al suelo y comenzaron a rodar promovidos por
el exitoso chiste que había elaborado nuestro “querido cómico”.
-
¡Ya estoy harto de tus estúpidas bromas, Ibáñez!- exclamé- asediado por una ira
que apenas dejaba latir mi corazón.
-
Tranquilícese camarada- ordenó el capitán que previa la posibilidad de que se
estableciese una seria disputa física-. Cuéntanos que más percibiste.
-Verás,
sentí como si “su tesoro” estuviese protegido por unas porciones bastantes reducidas
de pelo. Como si estuviese arrugado.
Toda
la tripulación pronunció un profundo “oh” al unísono. Estaban consternados por
la información que les acababa de facilitar su explorador. No obstante, una vez
acabado aquel inverosímil coro de voces anonadadas, Ibáñez volvió a las
andadas.
-Pues
Rubén, si algún día te apetece jugar a la isla del tesoro con alguien cuenta
conmigo, ya que mi tesoro es más alargado y podrás agarrarlo mejor. Incluso
posee una porción de pelos reducida- la carcajada de ese bufón fue la gota que
colmó el vaso de la impaciencia. Derramando, ira, furia y agresividad. Esta
vez, había ido demasiado lejos.
En
ese momento estaba tan molesto que ni sabía lo que hacía ni me importaba.
Emprendí un bombardeo de insultos, gritos y empujones que acabarían con la ropa
de Ibáñez en el río. En aquella época, Miguel Gila y Paco Martínez Soria eran
los principales referentes del humor español.
-Ya
estoy harto de tu actitud de payaso. Melón que eres un melón. Realmente
desconozco si te crees Paco Martínez Soria o Miguel Gila pero lo cierto es que no
tienes ni puta gracia. Maldito imbécil- dije tras estallar y sumergirme en el
mar de la crueldad.
Finalmente,
conseguí que mantuviera la lengua inmóvil dentro de su boca. Todos se quedaron
embobados con mi reacción. Era el torpe y el hazme reír del grupo de camaradas
así que no era de esperar que alguien como yo actuara así.
Y
menos que me levantara con tal
ímpetu como para asestarle un
gran empujón que culminara con sus calzoncillos empapados en el río. Finalmente
el capitán intervino y me pidió que fuese a casa a descansar. No como un
superior al mando, sino como un colega que se preocupa por sus relaciones fraternales
de amistad.
De
camino a casa, las farolas fueron encendiéndose como velas. Se hacía tarde y el
toque de queda estaba a punto de establecerse por lo que más me valía
presentarme en mi casa. No era la prohibición de divagar por las calles a altas
horas de la noche lo que me preocupaba sino las zapatillas de mi madre. Mi madre,
Victoria, tenía una gran puntería con el calzado. Da igual qué clase fuera:
Chanclas, zapatillas de andar por casa, botas, etc.
Mis
ganas de volver a casa se empequeñecían cada vez más. No me apetecía ver a mi
madre, ni a mis numerosos hermanos pues, en aquella época, las madres concebían
muchos hijos para destinarlos a trabajar y que, de esta manera, pudieran contribuir a
la llegada o recogida de dinero a la casa. En cuanto a mi padre, era el hombre
invisible. Nunca estaba en casa. Se iba todos los años a la vendimia de Francia
y apenas se le veía el pelo (nunca mejor dicho). Eso sí, su índice de precisión
oscilaba el noventa por ciento pues cada vez que llegaba a mi casa y dormía con
mi madre un nuevo hermanito estaba por llegar.
El
feto del presentimiento se estaba gestando en el vientre de la madre
incertidumbre. Tenía la extraña sensación de que iba a suceder algo malo.
Entonces, decidí recurrir a lo que yo denominaba “desafío mágico”, es decir,
cuando la inocencia e ingenuidad de un niño se aferra a la esperanza de que si
al patear la lata de refresco lograba alcanzar la farola, todo saldría bien,
pero, si por el contrario, golpeaba el recipiente y no conseguía precisar, se
cumpliría la conocida ley de Murphy: Si
algo puede salir mal, saldrá mal. Se trata de un mero juego azaroso que
enriquece el tópico de la vida como una ruleta de la fortuna en la que se plantea una apuesta y uno se arriesga a
ganar o a perderla.
Atiné.
Pude golpear con el efecto adecuado. La autoestima se acrecentó como la espuma
al igual que mi ahora resplandeciente seguridad. Sin embargo, todo se torció
cuando al asomarme a mi calle observé a la chica de la falda rosa junto a la
que debía ser su madre en pleno diálogo con mi progenitora, así que decidí
pegar la oreja y mantener el pico cerrado.
-¿Sí?-se
escuchó desde la puerta de casa como respuesta a los repetitivos golpes que se
habían asestado sobre la puerta-. Siempre me ha llamado la atención el hecho de
tener que golpear hasta en tres ocasiones una puerta cuando simplemente con una
sola vez sería suficiente.
-
Querría hablar con la dueña de la casa por un altercado que tiene que ver con
su hijo- respondió la madre de la chica con la falda rosa-.
-
Voy…- añadió una voz un tanto femenina mientras se escuchaba el chillido de dos
niños ante el sonido de una “galleta” asestada por la zapatilla de su madre.
La
puerta se abrió y mi corazón se rompió. Esta vez ni mil latas de refresco me
librarían de la paliza que estaba a punto de alcanzarme. Mientras yo rezaba a
todos los apósteles que recordaba de ir a misa, aparecieron dos siluetas
situadas una a cada lado de mi madre. Eran mis dos hermanos mayores. Estaban
sujetos por la patilla.
-Dígame
señora, ¿Cuál de estos descerebrados ha cometido dicho altercado?- preguntó mi
madre. A un lado sostenía a mi hermana Araceli mientras que, al otro, se
ubicaba mi hermano Juanfran.
-
Le comunico (ya que no me ha preguntado) cuál ha sido el motivo de esta
reclamación. Resulta que uno de sus hijos ha introducido el dedo corazón en las
partes íntimas de mi hijita. Exijo, en la medida de lo posible, saber el
castigo al que se verá sometido. Nena, señala al niño que ha cometido semejante
infamia.-añadió la señorita Villalobos-. Sabía que era ella por los caros
ropajes con los que se vestía en
comparación a los sucios harapos que teníamos que portar el resto de los
mortales. La niña señaló a Juanfran. Mi hermana estaba obviamente descartada ya
que , aunque hubiera sido ella, cualquier gesto de homosexualidad se podía pagar con un paseo a los barrancos
de lodo.
A
continuación, mi madre soltó a mi hermana y con la mano que le quedó libre
cruzó la cara a mi querido hermano. Desconocía por qué motivo había confundido
a mi hermano conmigo pero lo cierto es que me alegraba. Los hermanos mayores
están para proteger a los hermanos que no lo son tanto.
Cuando
se fueron aquellas señoras de la puerta de mi casa, aparecí yo. Al entrar,
observé como mi madre seguía regañando y atizando la colleja de mi pobre e
inocente hermano ante la risa diabólica de mi hermana Araceli y mi hermano
Tomás que había vuelto de recoger sus amadas setas.
-¿Y
tú de dónde vienes? ¿Qué te ha pasado en la napia? - me interrogó mamá quien todavía mostraba una feroz sed de
sangre. ¿Otra vez vuelves de esas estúpidas “misiones de arañazos”? Algún día
te darás cuenta de que la vida te reserva algo peor que arañazos. Anda,
cámbiate que se te enfría la cena.
Dichas
misiones consistían en citarnos a las cuatro de la tarde, en la plaza del
arcipreste, todos los miembros de la tripulación cargados con cualquier
instrumento o utensilio alargado que cumpliera la complicada y arriesgada
misión de decapitar a todo un ejército de pinchos. No obstante, siempre acababa
lleno de arañazos por todas partes y semidesnudo pues nuestros harapos no eran
nuestra mejor armadura que digamos.
-Mamá…Quiero
ducharme…-sugerí aterrorizado por miedo a recibir un chancletazo.
-¿Cómo?
¿Puedes repetir esto que acabas de decir?-preguntó un tanto aturdida mamá-.
-Que
me gustaría bañarme mamá. Me he tumbado en el campo, he estado sudando como un
poseso y, además, la nariz la tengo llena de sangre por un golpe que me di
decapitando pinchos-volví a repetir por segunda vez pero manteniendo ese temor
incesante que se había apoderado de mi piel (y de mis esfínteres)-.
-¿Decapi…qué?-
intentó repetir mi madre obteniendo por ello un notable fracaso.
-
Cortando pinchos mamá, cortando pinchos- añadió mi hermana que estaba
intentando ver una película de esas españolas de amor. Claro, con un solo canal
tampoco había mucha variedad de donde elegir. Digo intentar porque antes de
cada película había que tragarse una especie de documental tormentoso en el que
exaltaban la figura de un generalísimo militar. De nuestro generalísimo
militar. Creo que se llamaba Nodo o algo así… El documental claro.
La
blanca tez de mamá estaba considerablemente más pálida de lo normal. La saliva
se había convertido en asfixiantes arcadas que la seducían y la invitaban al lecho
presidencial de mi casa. Su mal humor se fue acrecentando cada vez más y el
olor a miedo se difuminó por toda la casa. No obstante, salió al patio para
tomar un poco de ese refrescante aire cargado de humo negro como consecuencia
de la estación de locomotoras que se había asentado a unos pocos metros de
nuestro hogar. Con el tiempo la bestialidad y la osadía de un malvado y cruel
padre le llevarían a conseguir el puesto de capataz dirigente.
Éramos
cinco hermanos los que dormíamos en aquella casa. Yo llegué en cuarta posición.
Al parecer, no cogí el rebufo suficiente como para adelantar a mi hermano Tomás
“El campestre”. Cuando solíamos marchar de excursión al campo, mi hermano Tomás
era el encargado de portar una mochila con los víveres necesarios para
subsistir toda una tarde en el mes de agosto de mi amada Sevilla. Pues él, se
perdía por los montes hasta altas horas de la mañana en busca de esas verduras
alargadas que si las tomas provocan un cierto color algo amarillento en la orina, los
espárragos.
En
esos años yo era el más pequeño de la casa pero, a la vez, el que más odio
despertaba en los demás. Pues todos se veían en edad de trabajar excepto yo por
lo que mientras por sus espaldas descendía
la gota del esfuerzo, del trabajo y, en definitiva, del sudor, mis glúteos
estaban cómodamente asentados en los pupitres del colegio. Aunque lo cierto es
que detestaba ir al colegio desde que tuvo lugar aquel espantoso castigo. Solía
redactar todos y cada uno de mis deberes con la intención de recibir un
reconocimiento por mi labor. Y así fue hasta que mis hermanos decidieron advertirme. Pedro y Juan eran los
dos hermanos mayores al “El campestre”. Un día decidieron gastarme una broma
que les saldría por la culata.
Las
palabras que pronunciaron fueron el murmullo de un corazón helado, gélido, congelado.
Antes que yo, ellos disfrutaban con el aprendizaje obtenido en las aulas. Sin
embargo, cada vez que un hermano nacía, uno de los mayores debía abandonar la
escuela para aportar una porción de pesetas lo suficientemente amplia como para
mantener a una pobre familia en el amplio sentido de la palabra. Aunque era
temor lo que me producían los profesores debido a los numerosos castigos
físicos ejercidos a los alumnos, no quería dejar al lado mi sueño de ser un
pirata poeta. No quería dejar de hablar con Rosalinda y, tampoco, quería dejar
mi tripulación para trabajar. No alcanzaba a entender como una figura tan
diminuta como la mía se iba a poner a arreglar cocinas o a recoger olivos. La
intencionalidad de su satírica confesión se orientaba hacia la idea de gestar
poco a poco la purga de la desconfianza y la desilusión haciéndome creer que
mamá estaba embarazada.
Finalmente,
cuando mi madre volvió, mis primeras palabras fueron donde estaba la cena. Mi
madre deshidratada, exhausta y blanquecina nos reunió a todos en el comedor.
-Hijos
tengo que contaros algo… - pronunció con un horripilante misterio la dueña de
aquella casa-. De nuevo, estoy embarazada.
Por
el semejante silencio que se cosechó en aquel estrecho, húmedo y putrefacto
habitáculo, se me vino a la mente ese extraordinario momento de la tripulación
y el tesoro que había palpado. Bueno, por el silencio y por la desfigurada cara
de mi pobre hermano que había recibido una bestial paliza (por mi culpa). En aquel
instante, mi mirada adoptó la forma y la esencia de una brújula que buscaba el destellante
brillo en los ojos de mis hermanos bajo el mensaje de “llevabais razón”.
No
se produjo un contacto visual. No se produjo ni una inocente mirada, al menos
hacia a mí. Mis hermanos se miraban intrínsecamente ante el desconcertante
tic-tac del reloj de mi abuela. La broma ya no era tal. Sentí que sus susurros
y sus murmullos hacían referencia a mi persona y, entonces, lo vi. La compasión
se convirtió en el iris de la dramática mirada que mis cómicos hermanos me
lanzaron: algo así como “bienvenido al mundo real”.
Parece
impredecible que un niño de tan solo nueve primaveras fuese capaz de percibir
su destino. El algodón o las aceitunas iban a convertirse en mi nueva tripulación. El barco de la infancia
había zarpado sin mí. El puerto quedaba vacío. Mi madre iba a traer una nueva
vida al mundo que se iba a convertir en la asesina de mi fantasía. En la ladrona de
mi corazón, y en la destructora de mis sueños.
Fin
del primer capítulo.
Unos minutos de lectura bien invertidos. Gracias Sergio ;)
ResponderEliminarMuchísimas gracias Jordi. No sabes lo importante que es para mí.
EliminarUn primer capítulo donde nos enseñas al protagonista y todo el mundo que le rodea. Como llega el con de la infancia, esos juegos de piratas con sus amigos, por el nuevo embarazo de su madre. Me ha gustado. Espero el segundo capítulo. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias , María. Espero poder complacerte.
EliminarUn primer capítulo de una historia que promete. me ha resultado ameno y entretenido estos recuerdos juveniles. Gracias amigo. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias a ti:)
EliminarMe ha gustado mucho. Espero el siguiente con ganas.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu tiempo, Eva:)
EliminarMe ha gustado. Enhorabuena. Un buen capítulo introductorio: sitúa al lector y le despierta la curiosidad por los siguientes, o sea, engancha. Solo un detalle de estilo: No olvides repasar antes de publicar cualquier discordancia de número o género. No es raro que durante la redacción se produzca alguna, pero no deben aparecer en el texto a publicar.
ResponderEliminar¡Felicidades!
Disculpa, se me habrá pasado!! Muchas gracias!!
EliminarMe ha gustado mucho, es muy entretenido. Espero el siguiente. :)
ResponderEliminarMuchas gracias Andrea:()
Eliminar¡Me ha gustado muchísimo! Enhorabuena Sergio, espero que puedas seguir mejorando poco a poco y que llegues muy lejos, te mereces lo mejor. :)
ResponderEliminarMuchas gracias Alba!!! Un besazooo
ResponderEliminarRealmente excelente , por un momento me imagine dentro de los personajes y de la historia esto parece loco pero en verdad muy buena me encanto .
ResponderEliminarMe encanta, suerte y sugue
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