7.Un paseo nocturno
Como náufragos abandonados en la intemperie
de un mar embravecido, nuestros pasos avanzaban por la pedregosa senda de
aquella bruna montaña. El espeluznante eco de aquel dichoso disparo combinado
con el embriagador aroma a pólvora quemada gestaba un panorama de guerra y
desolación. La oscuridad se transformó en un arma de doble filo pues, aunque su
espeso y brillante manto de estrellas no lograba protegernos de la inmensidad
del frío y la negrura, nos permitía permanecer ocultos, entre incontables tinieblas,
a través de los apagados focos de aquella dramática escena.
Por un instante, tan solo por un mísero
instante, deseé haber nacido ciego. Bueno, haber nacido ciego y sordo. Deseé no
haber presenciado aquella repugnante escena. No haber escuchado jamás los
numerosos y vituperables rumores que ondeaban en torno a la figura de Fran.
Deseé no haber salido de mi incómoda y agujereada cama. Deseé no haber sacado a
toda mi tripulación ante el incontrolable mar de infortunios por el que
acabábamos de navegar pero, sobre todo, deseé que aquél honesto hombre que
ahora yacía entre el calor de la hoguera y la escarcha del suelo, entre la
pureza de la vida y la podredumbre de la muerte, estuviera vivo.
Debíamos escapar o, mejor dicho, teníamos que
escapar de aquel luctuoso lugar. Nuestros empapados rostros cubiertos de
incesantes lágrimas debían encontrar el mismo
camino a través del cual habíamos llegado. Los nervios se habían
apoderado de mí, sin embargo, era admirable el carácter impávido y sosegado que
presentaba Robert quien poseía un gran don para interiorizar el dolor. Una vez
sincronizadas nuestras miradas, el mensaje era claro: Huir sin mirar atrás,
escapar de aquella vorágine de oscuridad, viento y frío.
Cuando al fin respiramos el contaminado
oxígeno de las fábricas de ladrillos nuestro corazón retomó su ritmo habitual.
Regresar cada uno por su cuenta suponía todo un riesgo pues la noche estaba
constantemente vigilada por los numerosos guardias civiles que custodiaban la
discreción de los asesinatos y la impunidad de los inocentes. Vástagos de una
sociedad que no siente pero que sí padece. Vástagos de un ser maligno que
habita en los cuadros de las casas vestido de uniforme militar y con un
insignificante mostacho recortado a lápiz. Vástagos de un ser que se nutre de
la inocencia y la gallardía para expandir su imperio del terror, del miedo, del
dolor.
-Robert, ¿qué vamos a hacer? Somos testigos
de un asesinato- dije-.
-Sí, lo somos-respondió secamente Robert
quien andaba un tanto pensativo-.
-¿Estás bien?-cuestioné intrigado-.
-Rubén, ¿te has fijado en esos dos
policías?-preguntó el sudoroso y sorprendido Robert-.
-¡Claro que me he fijado! Aunque la oscuridad
ocultaba su rostro, ya los había visto antes. Discutían por las solitarias calles
de la ciudad cuando me dirigía al domicilio de Rosa. Al parecer, uno es el
capitán y, el otro, es un simple soldado raso. ¿Por qué lo preguntas?- añadí
desconcertado-.
-¿Sobre qué discutían?- preguntó Robert-.
- No lo recuerdo muy bien. Estaba más preocupado
en pasar inadvertido ante su presencia que de otra cosa -respondí con una
agresiva tonalidad ante la ignorancia que estaba mostrando el capitán respecto
a mi pequeño interrogatorio-. Robert, me estás asustando. ¿Qué sucede?
- Está bien. Te lo contaré. Durante la
reyerta entre el padre de Rosa, uno de los guardias y el cura, el otro guardia
permanecía callado y silencioso oteando cada palabra que salía disparada por
sus respectivas bocas. Pues bien, ¿cómo es posible que no interviniera ni una
sola vez? –pronunció el angustiado capitán-.
-Supongo que estaba de acuerdo con sus
compañeros. ¡Qué sé yo! Además, ¿qué más da eso ahora, Robert?-dije turbado
ante el extraño comportamiento que mostraba mi compañero-.
-Rubén, aquel misterioso picoleto… el que permanecía
distanciado de los demás… nos vio…- añadió Robert-.
Aquellas afiladas palabras sobrevolaron la
inmensidad oscura que nos rodeaba para impactar directas en el centro de mi
corazón. Unas simples y meras palabras que acallaron el latir de un acelerado
tambor.
-Es imposible. Completamente imposible. ¿Cómo
diablos explicas que aquel monstruoso cómplice nos dejara escapar?- interrogué
exaltado-.
-La lacia cabellera de aquel extraño picoleto vestía un tono rojizo…-musitó
Robert, probablemente, paralizado por sus pensamientos-.
- Ah, claro. La rojiza cabellera le aconsejó
que nos dejase escapar. No digas chorradas, capitán. Creo que lo mejor será
salir de aquí. Necesitamos descansar-respondí aparentando una cierta
tranquilidad.
- Sí, será lo mejor…- balbuceó Robert-.
Vestí mi considerable intriga de una sólida
capa de tranquilidad y serenidad. La curiosidad
actuaba como un hambriento y despiadado gusano interno que, paulatinamente, iba consumiendo cada
una de mis respectivas extremidades. Los nervios se habían asentado en lo más
profundo de mi estómago. ¿Qué querría decir Robert con aquel extravagante
comentario?
Fuera lo que fuera, la prioridad era
hospedarse en un lugar seguro. Y así lo hicimos. Los dos descuidados
transeúntes andábamos deambulando por
una silenciosa marea cargada de luces de farola y coches aparcados. Un
inconfundible piélago urbano de calzadas y aceras que nos sumían en las
mismísimas entrañas de una sociedad moribunda.
Finalmente alcanzamos nuestro tan ansiado
destino: El escondite de la Rosa de los Vientos. Se trataba de una diminuta
choza recostada en una de las zonas más enrevesadas y ocultas de la orilla del
río Guadalquivir. Una fortaleza recubierta de espinas, barro y madera capaz de
soportar las continuas crecidas del
incontrolable río. Una zona custodiada por gigantescos guardianes poseedores de
las más afiladas ramas y cuya altura acariciaba la más sensible piel de la luna. En lo más alto
de aquella grandiosa morada desfilaba orgullosa una bandera tatuada con un
sobrenombre en la parte inferior del dibujo en la que se podía leer: “La Flor
de Lis”. Así se llamaba nuestro escondite, nuestra morada, nuestro hogar.
“La Flor de Lis” heredó su nombre de uno de
los cuatro elementos que constituyen la
heráldica francesa junto a la cruz, el león y el águila. Un nombre que se puede
traducir como “flor del lirio”. Se trata de una especie de flor cuya figura se
asemeja a la del lirio que apareció durante muchos años en las cartas de
navegación. Lo sabemos porque el padre de Robert era pescadero y le apasionaba
el mar. Se sabía cada uno de los distintos elementos cartográficos que
constituían la ruta de navegación. Gracias a él, nuestra tripulación de piratas
fue bautizada bajo el nombre de “La Rosa
de los Vientos”.
Cuando nos adentramos en las fangosas
profundidades de aquella cabaña, el silencio se irrumpió. Sentíamos la
persistente presencia de algo más entre la lúgubre flora de aquel destartalado
lugar. La presencia indescriptible de numerosos susurros cuchicheando a nuestro
alrededor. No estábamos solos. Robert hizo un gesto para que retrocediéramos
hacia atrás cuando, de repente, el frío tacto de una insignificante mano se
posó en el hombro izquierdo del capitán. Enormes calambres sacudían la ennegrecida
piel de un corsario sucio, asustado y
cabreado. No obstante, una voz bastante conocida sonó entre la tenebrosa
oscuridad de la noche.
-¿Capitán, eres tú?- cuestionó Ibáñez-.
-La madre que te parió Ibáñez pero, ¿tú sabes
el tremendo susto que me acabo de llevar, desgraciado?- respondió el alterado
capitán-.
-Camaradas, ¿sois vosotros?- añadí-.
-Pues claro que somos nosotros. ¿No pensarías
enserio que os íbamos a abandonar, no? Suponíamos que tarde o temprano
volveríais aquí…-dijo “El remolacho”-.
- ¿No está con vosotros?-interrogó Ibáñez-.
-¡Cómo va a estar con nosotros si se marchó
con vosotros, so capullo!-exclamé promovido por la furia-.
-¡Qué no, qué está ahí dentro! Estaba tan
cansada que nos pidió que la dejásemos descansar un poco. Para no molestarla,
decidimos ir a inspeccionar la zona. Vamos lo que viene ser pasear y tal-musitó
Ibáñez con una solaz carcajada esbozada en su rostro-.
Mientras mis pasos me dirigían a la humedad
de aquella extravagante cabaña, era capaz de percibir como proseguía la
conversación sin mí.
-¡Qué os ha pasado en el ojo! ¿No os habréis
vuelto a pelear no?-interpeló Robert-.
-Esto…Díselo tú, cabeza quemada- respondió
Ibáñez-.
- ¡Qué no me digas cabeza quemada! Con esa
nariz puntiaguda que te gastas…-añadió el “Remolacho”-.
-¡Eh, Chicos… chicos…Rosa no está! – exclamé
aterrorizado-. ¿Cuánto hace que la dejasteis aquí?
- Hará una hora o así… -comentó el sigiloso
Alonso-.
-¿Qué? ¿Una hora? ¡Pero vosotros estáis locos
o qué! Tenemos que ir a buscarla, no podemos abandonarla a la intemperie-
comenté exaltado-.
-Cálmate, marinero. Daremos con ella.
“Remolacho” y Alonso venid conmigo. Volveremos a su casa a ver si está
allí. Ibáñez acompañará a Rubén a
inspeccionar la zona. Así, al menos, conseguiremos evitar una de vuestras
estúpidas peleas- dictó Robert-.
-Roberto, esta vez no. Déjame ir solo.
Conozco a Rosa, creo que sé dónde puede estar.- añadí con una actitud
decisiva-.
-Mmm… está bien, dejaré que vayas donde
quieras pero nunca irás sólo. Ibáñez te acompañará. –volvió a dictar el
valeroso capitán-.
-Está bien. Andad con cuidado, mucha suerte
–respondí entusiasmado-.
Sabía a la perfección donde podía estar. Era
bastante improbable que Rosa hubiera regresado a su casa pues la llegada de
aquellas aves carroñeras vestidas con sus altivos trajes militares sería
inminente. Regresarían en busca de carne fresca.
El resto de la tripulación salió escopeteada
en busca de nuestra amada doncella. Si nos cogieran, no podíamos señalar a Rosa
como la culpable del encierro. En su dulce mirada deslumbraba la poderosa
pasión que su padre despertaba en ella. La pasión y el amor son los únicos
navíos que el mar nunca conseguirá hundir. Dos navíos capaces de aguantar las
continuas sacudidas de una vida robada. Poco a poco, empiezo a entender que la
vida no es sinónimo de libertad, no lo es. La libertad es esa sonrisa
descuidada que se escapa en un suspiro de tiempo determinado. Ese veloz
instante que nos permite evadirnos de la realidad para sumergirnos y bucear en
el mar de la libertad.
Aún recuerdo la extraña canción que mi
hermano solía cantar para enviarme al país de los sueños. Unas singulares
letras que, aunadas bajo una manta de inteligencia y corazón, era temida por
los mandatarios de aquél inhóspito lugar. Aunque, por desgracia, mi vagabunda
memoria solo hizo sitio para una única estrofa:
“Qué es mi barco: mi tesoro,
qué es mi dios: la libertad,
mi
ley, la fuerza y el viento, mi única patria a la mar.”
Esa afable canción se convertiría en mi otro
compañero de viaje. Los tres osados camaradas corríamos veloces como si
estuviésemos castigados por las continuas sacudidas de un látigo certero y
cruel. Como si la noche nos torturase por cometer la semejante estupidez de
caminar bajo el vuelo de un desvelado depredador.
Nuestros agotados pulmones, estrangulados por
la rápida velocidad que habíamos logrado alcanzar, comenzaron a privarnos de
oxígeno y de aliento. El chistoso Ibáñez yacía detrás de mí, cautivado por el
lujoso cansancio que no podíamos permitirnos. Suplicaba una y otra vez, como si
de un repetido loro se tratase, que nos tomásemos un respiro, pero si lo
hacíamos, puede que nuestro encuentro con Rosalinda se retrasara para siempre.
-Vamos compañero, no puedes rendirte ahora.
Rosa confía en nosotros- pronuncié con decisión-.
- Lo estoy intentando pero no puedo, no
puedo- respondió el chistoso camarada-.
Debía de encontrar las palabras adecuadas que
sedujesen a aquel exhausto bucanero. La cuestión es que Ibáñez nunca ha perdido
su sentido satírico de las cosas. Hubiese sido demasiado pedir que aquel amante
de la comedia se tomase aquella situación en serio por lo que opté por cometer
una alocada estrategia.
-Ibáñez… ¡Qué decepción!-comenté adoptando un
tono un tanto irritado-.
-Me da igual lo que pienses no voy a mover un
solo centímetro de mi cuerpo- añadió el alterado Ibáñez.
¿Estás completamente seguro?-cuestioné
esbozando una leve sonrisa en mi cara-.
-Seguro, no. Segurísimo- respondió firmemente
Ibáñez-.
-Bueno, me encantará escuchar las
interminables burlas que se le ocurrirán al “Remolacho” cuando se entere de tu
rápido abandono.
-No serás capaz…-señaló el descompuesto
rostro del hastiado Ibáñez.
-¿A cuánto asciende la suma de tu
apuesta?-pregunté intrigado-.
-Jeje… ¡Era broma, camarada! ¡Solo te estaba
tomando el pelo! En fin… ¿a qué estamos esperando?-culminó el milagrosamente
recuperado Ibáñez-.
El diminuto hálito de los dos se fue recomponiendo
poco a poco, de modo que acordamos proseguir con nuestra entrañable aventura.
Cada vez nos aproximábamos más al objetivo hasta que, finalmente, lo
alcanzamos: Nuestro amoroso descampado, nuestro oasis. En el preciso instante
en el que mis debilitados pies se deslizan por las refrescantes hierbas de
aquel embelesador lugar, una especie de escalofrío asciende, poco a poco, por
las tímidas piernas cargadas de cicatrices que mi piel suele soportar.
Posteriormente, esa discreta y húmeda sacudida sigue trepando por la cintura y
los brazos hasta que, inevitablemente, acaba por acariciarme el cuello.
El viento intentaba exterminar un aroma
imperturbable, inamovible. Elaboraba
complejas y feroces ráfagas de aire que intentaban esparcir y difuminar
el dulce olor a néctar y a vida, pero no lo conseguía. Cuando todo mi cuerpo
acabó de regocijarse en aquel oasis del amor, mis ojos presenciaron unas
temblorosas y diminutas luces alojadas en torno a la hermosa figura de una
pequeña silueta. Una delicada rosa agitada por el viento: Rosalinda.
Cuando miré hacia atrás, Ibáñez se encontraba
tumbado en mitad de la hierba con una postura muy semejante a la de un ángel de
nieve. Estaba agotado, adormecido, destrozado, así que decidí adentrarme en
aquél desfile de sigilosas luciérnagas para asegurarme y conversar sobre el
bienestar de Rosa. Pero su rostro, parecía dominado por las caudalosas lágrimas
que discurrían por sus redondeadas mejillas. El sonido que emitía los
entrecortados sollozos intentaba huir y escapar por su sepultada boquita.
-¿Dónde está papá?- susurró entre ilimitados
balbuceos-.
-No lo sé- respondí precipitadamente-.
-Mientes…-replicó la entristecida niña-.
-No, de verdad que no. Roberto y yo vimos
cómo tu padre se desprendió de aquellos dos policías de un puñetazo y se
sumergió entre la oscuridad de la noche- mentí-.
-¿Lo dices enserio?-cuestionó entusiasmada
Rosa-.
-Pues claro, acaso te mentiría yo- señalé
mientras aparentaba una serenidad impecable-.
Era consciente de las carencias y
deficiencias éticas y morales que mostraba mi enclenque estrategia pero no
podía permitir que, la reencarnación de la alegría, perdiese su incomparable
aura de vida, de diversión y de libertad.
-Por eso tienes que ser fuerte…-añadí
conmocionado-.
-Sí, tienes razón- respondió con una
resplandeciente sonrisa-.
Aquella situación me pareció muy similar a la
de la inexplicable aparición de ese bello arco en el que se combinan casi todos
los colores después de la explosión de una devastadora y atronadora tormenta.
-Rosa, hay algo que me gustaría preguntarte-
interrogué con cierta delicadeza-.
-¿Si?...-musitó mientras se enjugaba las
lágrimas que se habían consolidado como pequeños charcos en el surco de sus
jugosos labios-.
-Aquellos desalmados guardias civiles que
interrogaron a tu padre pretendían que les
confesase algo…-sugerí-.
-¿Los libros?-preguntó con cierta confusión-.
-No, no puede ser, de lo contrario aquellos
emisarios hubieran raptado los libros. Dudo encarecidamente que se refirieran a
esos manuscritos. Es más, hacían una constante
referencia a “ellos”… ¿tienes alguna idea de quiénes pueden
ser?-aclaré-.
-Mmm…-pronunció la pensativa Rosalinda-.
-Alguien con quién se viese tu padre… algún
conocido o…-dije-.
-Ahora que lo dices, recuerdo que, una noche, escuché a mi padre conversar
con alguien pero no pude identificar su rostro pues portaba un grisáceo
pasamontañas.
-Y su voz… ¿pudiste escuchar su voz?-pregunté
un tanto desesperado-.
No, no escuché nada. Excepto, el relincho de
un caballo un tanto sofocado-señaló la reflexiva chica cuyas lágrimas habían
cesado-.
-¿Un relincho? Mm, ¡qué extraño!- pensé
dubitativo ante semejante declaración.
-No se me ocurre otra cosa… Desde que yo nací
mi padre nunca ha vuelto a ser el mismo-exclamó agitada por los continuos
remordimientos que parecían venirle a la cabeza-.
-¿Quieres decir… desde la ausencia de tu
madre?- añadí sorprendido-.
- Sí, así es. Mi tío solía contarme como era
mi padre de joven. La exquisita felicidad que desprendía por las calles que
pisaba y su enorme pasión por la lectura lo condujeron a una afortunada
niñez-confesó la acongojada doncella-. Sin embargo, tras la muerte de mi madre,
papá comenzó a actuar de un modo un tanto extraño. Se encerraba a todas horas
en ese lúgubre sótano rodeado de gloriosas estanterías y no salía hasta la
noche, probablemente, intentando retomar su tan añorada juventud-señaló Rosa,
cuyo semblante esbozaba una entristecida mirada-.
-¿Toda la tarde leyendo libros?- cuestioné
intrigado ya que no podía borrar de mi mente la desagradable mezcla de vodka y
ron-.
-Bueno, ¿puedo confiar en ti?-preguntó un
tanto avergonzada-.
-Claro-respondí-.
-Papá consumía una enorme cantidad de
alcohol…-sugirió Rosa totalmente ruborizada-.
-No tienes por qué avergonzarte. Hay mucha
gente que comparte ese gusto por el alcohol- aclaré-.
-¿Gusto? Papá detesta el sabor del alcohol.
De hecho, lo repudia- pronunció la turbada doncella-.
-¿Cómo? ¿Entonces? No entiendo nada, Rosa-
cuestioné exhausto-.
-Un día mi padre se vio superado por el
cansancio, la tristeza y la desolación. Decidió abrir un par de botellas que,
mi padre, tenía guardado para los festejos y se las bebió. Mientras lo
observaba con la puerta del sótano entreabierta pude ver algo excepcional.
Papá, ebrio y exhausto, creyó haber visualizado a mamá. Tuvo una alucinación en
la que entabló toda una conversación con ella. Le oía murmurar, en repetidas ocasiones,
su nombre…-declaró conmocionada-.
La misma e imperturbable frase retumbaba una
y otra vez, no ya en mi cabeza sino en
mi corazón: ¿Qué habíamos hecho?
Fin del capítulo
bien, bien, esto debe continuar, me intriga cada vez más. Enhorabuena Sergio
ResponderEliminarMuchas gracias, profesor.
EliminarMuy buen capítulo, machote. Nos tienes comiéndonos las uñas.
ResponderEliminarP.D.: Por favor, asesina ya al cura jajaj.
Muchas gracias!!!
EliminarUn gran capítulo. La intriga sigue presente. Un abrazo.
ResponderEliminar:D
ResponderEliminargran capitulo, se que no he comentado pero me los he leído ;) sigue así!!!
ResponderEliminarMuchas gracias:D
ResponderEliminarDe nada :)
ResponderEliminar