domingo, 4 de octubre de 2015

La Rosa de Los Vientos(Capítulo 8)

8. Cadena perpetua.

Como si de una pequeña y diminuta perla encajonada y encerrada entre las gruesas paredes de una robusta ostra se tratara, mi amada conciencia cayó presa en aquella dichosa penitenciaría. Maniatada y amordazada por la maliciosa actitud de un remordimiento cruel y hostil. Una celda, con aspecto de velatorio, decorada con un sucio y pueril inodoro, embriagada por el refrescante tufo a humedad que desprendían las vigorosas paredes que custodiaban aquella asfixiante jaula.

Había sido apresado por mi propia culpa. Si, quizás, me presentase ante el juez que instruye y dirige el caso podría confesar y reducir mi condena. Podría volver a disfrutar de la vida, del extasiado canto de los solemnes pájaros acompañado de una sinfonía folclórica compuesta por el recurrente sonido que nace del choque entre la indescriptible agua contra las férreas e inamovibles rocas. Podría volver a vivir en mi estado de bondad y templanza, podría sumergirme entre los angostos y dulces caminos del sueño sin miedo a tropezar y revolcarme por el polvoriento suelo de mis interminables pesadillas.

Pero, por otro lado, si confesaba todos y cada uno de mis pecados relacionados con el asesinato de Fran, quizás estaría cometiendo el mayor pecado de todos: desprenderme, desmembrarme, abandonar u obstaculizar la travesía de ese deleitoso y rojizo néctar que nutre y bombea  mi corazón. Perdería la razón de mi existencia, la esencia de mis lágrimas, la saliva de mi boca. Y no, no podía permitirlo.

Debía de ingeniar un nuevo plan para asegurar el futuro de Rosalinda, y debía hacerlo con la mayor brevedad que me fuera posible pues, al alba, mis pasos tendrían que  partir entre las siniestras lluvias que azotaban la inmensidad selvática de mi amada Sevilla en dirección a los campos de cultivo, para coquetear, seducir e interactuar con los complejos y huraños olivos que se habían convertido en los mayores distribuidores de comida de un famélico hogar.

Sin embargo, toda aquella condena, todo aquel sacrificio, se vería recompensado al pensar que yo, Rubén, podría suplantar y reemplazar las funciones y las hazañas de mi heroico hermano. Cuántas veces, desde que era un bebé que caminaba con sus gasas, (ya que los paquetes de pañales no se inventaron hasta años más tarde por lo que las madres tenían la “gustosa” ocasión de limpiar todos aquellos desechos humanos que se hubieran arraigado en las blanquecinas paredes de las gasas, para luego reutilizarlas) las despedida de mi hermano se producían bajo la cálida mirada de admiración de toda su familia. Ahora empiezo a comprender que, mi hermano, no solo portaba unos cuantos guantes y, de vez en cuando, algún que otro chubasquero, no. Mi hermano cargaba con una mochila inmensa llena de responsabilidades que funcionaban como pesadas piedras que le impedían avanzar hacia el desvío de la libertad, de la comodidad, de la libre elección. He tardado demasiado en comprender que el camino de rosas, que comencé desde el mismo día en que nací, se había convertido en una senda de afiladas espinas en la que mis pies se despojarían de todo aquello que sirviera para su protección.

La rueda giratoria de mis pensamientos no cesaba de parar. Los ojos hundidos por el insomnio y los pies doloridos por el largo paseo nocturno que protagonizamos el día anterior me convirtieron en una especie de ser sonámbulo, en una especie de fantasmagórico personaje que deambulaba por el lóbrego dormitorio como un alma en pena.

-Pss… pss… Rú…-pronunció una escondida voz, sepultada por la oscuridad que inundaba la habitación-.

- ¿Qué es?-pregunté a cualquier ente que hubiera emitido aquel discreto ruido-.

- ¿Adónde vas?- cuestionó la atronadora voz, señal inequívoca de que se acababa de despertar-.

- Voy a prepararme para irme. La hora acordada queda muy próxima y no me gustaría quedarme rezagado en mi primer día de trabajo- contesté ante un repentino brote de orgullo que había florecido dentro de mi ser-.

-Ah… pues si no te importa, yo seguiré durmiendo- pronunció el hastiado Tomás, cuya voz había sido capaz de reconocer-.

-Tomás, necesito pedirte un favor. Soy consciente del enorme riesgo que corriste al excusar mi ausencia delante de mamá. También quería agradecerte que acogieras a Rosa entre nuestras pueriles sábanas. Gracias de corazón. Pero me gustaría que me hicieses un último favor. Quiero que protejas y ocultes a Rosa, por favor te lo pido.

Un estrepitoso silencio se apoderó de Tomás. O eso creía…

-¿Tomás? ¿Tomás?-cuestioné intrigado-.

-¡Tomás, hostia!-exclamé abordado por un poderoso nerviosismo-.

-¡Ah… Joder, Rú! ¿Qué quieres ahora?- respondió el sobresaltado Tomás-.

-Increíble, absolutamente increíble. Yo aquí mostrándote toda mi gratitud y resulta que te habías vuelto a dormir. Alucino cada vez más contigo…-añadí un tanto enfurecido-.

De repente, una espectral carcajada sonó en toda la habitación. La puerta estaba entreabierta y, el ruido, procedía del exterior. Con el mayor sigilo que mis veloces movimientos me permitían cometer, me aproximé a la puerta y la abrí en su totalidad. Cuando me asomé al pasillo de aquella vetusta casa, pude apreciar la silueta de una niña tumbada en el suelo en posición fetal, con las manos rodeando su vientre y las lágrimas sobresaltadas. Era Araceli.

-¿Qué haces aquí, Ara?-interrogué con el rostro totalmente pálido-.

-Tranquilo, Rú, tranquilo. Lo sé todo- respondió Araceli- yo la cuidaré.

-Puedo explicártelo. Verás, todo comenzó…-empecé a explicar-.

-Rubén, Tomás me lo contó todo. ¿De verdad crees que con su magnificada inteligencia, por sí solo, sería capaz de engañar a mamá? Claro que no-añadió la todavía risueña Araceli-.

-¿Es eso cierto, Tomás?... ¿Tomás?- cuestioné irritado-. ¡Será posible! Se ha vuelto a dormir… Ese maldito zángano…

-¡Qué esperas de tu hermano! Anda ve, ve a trabajar. Yo te cubro pero, a cambio, quiero una explicación minuciosa y detallada de todo lo que ha ocurrido. ¿Está claro?- pronunció la personificación de la bondad y la salvación-.

-¡Trato hecho!- exclamé entusiasmado-.

Después de endosar una decena de besos a mi querida hermanita, descendí por las obsoletas escaleras para, posteriormente, aproximarme a la cocina donde un refrescante zumo permanecía expectante. Una vez comprobado que reunía todos los instrumentos necesarios que iba a utilizar, me dispuse a marcharme. De repente, un blanquecino rectángulo se deslizó por debajo de la puerta. Era una carta. Una carta que parecía del ejército. Entonces, comenzó un tenso conflicto entre el deber y la curiosidad, entre la curiosidad y el deber. Cuando levanté la mirada para ver la hora que marcaban las  estrechas agujas del reloj, la curiosidad se esfumó. Llegaba tarde, llegaba tarde. Puse la extraña carta encima del armario y me marché. Llegaba tarde.

Las serpenteantes calles que me conducirían a mi laborioso trabajo estaban abarrotadas de gente. Una auténtica marabunta de adormecidas hormigas que caminaban en busca de su recóndito hormiguero. Jamás pensé que Sevilla abriera sus somnolientos ojos, desayunara con tanta velocidad y se vistiera con su respectivo mono de trabajo para madrugar más que el caluroso sol.

La venenosa prisa que había sido inyectada a las exhaustas presas de aquella inhumana jornada laboral provocaba una oleada de inconfundibles pisotones y numerosos empujones que acabaron arrojándome contra el desaliñado suelo. Esperaba que alguno de aquellos tan elegantes caballeros me ofreciera su pulcra y aseada mano para levantarme pero nadie lo hizo. Fue entonces cuando una alocada carcajada me sobresaltó.

-Amigo, como tengas que esperar a que alguno de esos robóticos tipos se disculpe por haberte tirado al suelo vas a acabar con el culo anestesiado. Tan anestesiado que no vas a saber ni cuando te estás peyendo – exclamó una resquebrajada voz que provenía del lúgubre callejón que tenía al lado-.

-¡Y qué lo digas! Si se hubieran despertado antes no caminarían con tanta bulla…- añadí-.

Otra estruendosa carcajada se hizo eco de aquel estrecho callejón.

-¿Eres nuevo en esto de trabajar no, chaval?- cuestionó la misteriosa silueta que se refugiaba tras una sólida cortina de oscuridad-.

- Este es mi primer día de trabajo, sí- respondí mientras hacía esfuerzos con la intención de levantarme-.

- Estos pobres hombres no se han quedado dormidos ni se han pasado toda la noche de marcha, ni siquiera se acostaron tarde viendo alguna película…- pronunció la oculta voz-.

-¿Entonces por qué caminan con tanta prisa?- interrogué desconcertado-.

-Por conservar su birria de sueldo. Los magnates que lideran  las empresas tratan a sus empleados como si fueran míseros seres sin personalidad ni voluntad. Si quieres pertenecer a una empresa debes cumplir cada uno de los requisitos y objetivos que te mandan, sino acabas en la calle con cuatro hijos, una mujer que alimentar y un esquelético perro que no para de ladrar durante toda la noche. Por eso caminan con prisa- añadió el jovial personaje que se escondía tras los húmedos cartones que compartía junto a aquel extraño bulto que no se movía-.

-Yo no quiero ser alguien como ellos-confesé preocupado-.

- Tendrás que estudiar muy duro, hijo. Por cierto, ¿tú no tienes que irte a trabajar?- preguntó aquella intrigante voz-.

-¡Hostias! ¡Llego tarde! ¡Llego tarde!- exclamé desatado por la locura-.

-¿Hacia dónde vas, campeón?- cuestionó -.

-A los terrenos del señor Romeo Arias- respondí mientras me disponía a correr-.

Mientras mis apresurados y atrevidos pasos esquivaban los continuos golpetazos de aquellas estresadas y envenenadas hormigas que vestían traje y corbata, la atronadora y resquebrajada voz sonó desde el fondo: “Chaval, chaval. Gira por el tercer callejón a la izquierda y luego atraviesa el descampado, llegarás allí en un periquete.” No tenía nada que perder así que lo hice.

Sorteé con una inigualable destreza cada una de las dichosas ramas que constituían el árbol urbano de mi ciudad. Atravesé sin ningún tipo de pudor aquel gigantesco descampado cargado de peligrosas y asquerosas boñigas que se camuflaban con el amarillento polvo del suelo como si fueran una especie de minas anti-persona.

Aun así, llegué tarde. Cuando alcancé mi objetivo y visualicé el decrépito y enojado rostro de aquella especie de pasa campesina, no pude evitar agachar la cabeza y, en cierta medida, las orejas.

-Disculpe, señor Romeo, por mi tardanza-dije avergonzado.

-Ya…-pronunció aquella chimenea con sombrero-.

-Verá es que…-comencé a explicar-.

-Déjate de absurdas explicaciones, niñato. ¿Te crees que esto es un juego?

-No, señor. Lo lamento…-tartamudeé-.

-Estoy perdiendo mi tiempo y, por tanto, mi dinero-gruñó aquel enrabietado buldog-.
-Le estoy haciendo un favor a tu madre y ¿así me lo paga?… Mira que sabía que los negocios no se pueden mezclar con la amistad…-parloteó-.

-Señor, de verdad, no volverá a ocurrir. Estoy aquí para sacar a mi familia del profundo pozo en el que estamos atrapados y, pienso hacerlo, sea como sea. Si no me quiere aquí con usted, dígamelo, porque en lugar de perder mi tiempo podré buscar mil trabajos mucho mejores que éste para dar de comer a mi familia…-enuncié corroído por la interpretación y la ira. En este juego de cartas estaba marcándome la madre de todos los faroles. Si aquella estropeada pasa con sombrero me despedía sin ni siquiera empezar a trabajar, estaba perdido.

Tras pronunciar aquellas insensatas palabras, la saliva que se deslizaba por mi seca y desértica garganta se volvió de una espesura considerable. Era incapaz de tragar ni una sola gota de aquella húmeda sustancia. Finalmente, ante la inmóvil mirada de aquel ancestral gruñón, mis nervios florecieron al exterior.

-Vamos al lío y dejémonos de pamplinas- murmuró Romeo Arias-.

Aquellas gloriosas palabras resultaron la llave para librarme del continuo estrangulamiento que estaba padeciendo ante el inminente silencio que se había proliferado en aquel dichoso instante.
-¿Qué parcela de olivos es la que tengo que recoger, don Romeo?-interrogué acongojado por la regañina que acababa de recibir unos minutos antes-.

-¿Olivos? Chaval estás más perdido que los maricones esos…-estableció Romeo-. Tus sucias y asquerosas manos no van a palpar el dulce tacto de mis golosas aceitunas, Carlos-.
-¿Carlos? Mi nombre es Rubén ,señor- exclamé -.

-Hijo, mírame  a la cara.¿Creés que me importa cómo te llames?-pronunció el huraño anciano cuyo escupitajo aterrizó en la superficie derecha de mi zapato-. Para mí, tu nombre no es otro que hambre.
-Sí, señor- respondí-.

-En definitiva, vas a recoger algodón, chaval-. añadió Romeo-. Volveré aquí dentro de una hora. Si completas la cantidad estimada tu sombra será bienvenida en mis tierras. Buena suerte.

El cojeante anciano se marchó y yo me puse manos a la obra. Después de pasar unos cuantos minutos en aquellos tediosos campos, mi cabeza comenzó a retumbar. La poderosa luz del sol azotaba con sus calurosos e hervientes látigos de fuego mi quemada espalda, castigada por los arañazos y los sudores que se precipitaban por la pendiente trasera de mi torso. Un diluvio de agua salada que humedeció todo mi cuerpo. Un cuerpo agitado por las convulsas corrientes de tórrido fuego que abrasaban todo a su paso.

Las celestiales hojas del árbol de mi ilusión día que parloteaban y danzaban mecidas por la suavidad y dulzura del viento se transformaron en una hojarasca seca y marchita, recostada entre el fangoso y mugriento suelo de un espeso pantano.


Las resquebrajadas manos formaban junto a mis mareados pies todo un recital de baile protagonizado por unos ebrios y alocados pasos. La insolación penetró en mi mirada y la cautivó. Fue entonces cuando me percaté de que , aquellas peculiares tierras, no eran los campos de un honorable y terco capataz. No eran el hogar de los insultos y los desprecios laborales. No eran la mazmorra de un ardiente verdugo. Ni tan siquiera era una horrible pesadilla. No, nada de eso. Simplemente era una horno, una parrilla. Un lugar donde se quemaba y se horneaba a los trabajadores para alimentarse de sus laboriosos trabajos mientras que, ellos, se tostaban ante la penetrante mirada de una risueña bola de fuego. Cocinaban trabajadores, los sazonaban, hasta que acababan con sus ilusiones, con sus pensamientos. Con esa parte humana que los caracteriza. Sólo era cuestión de gustos y de tiempo. ¿Hechos, muy hechos o al punto?

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