Como
si de una pequeña y diminuta perla encajonada y encerrada entre las gruesas
paredes de una robusta ostra se tratara, mi amada conciencia cayó presa en
aquella dichosa penitenciaría. Maniatada y amordazada por la maliciosa actitud
de un remordimiento cruel y hostil. Una celda, con aspecto de velatorio, decorada
con un sucio y pueril inodoro, embriagada por el refrescante tufo a humedad que
desprendían las vigorosas paredes que custodiaban aquella asfixiante jaula.
Había
sido apresado por mi propia culpa. Si, quizás, me presentase ante el juez que
instruye y dirige el caso podría confesar y reducir mi condena. Podría volver a
disfrutar de la vida, del extasiado canto de los solemnes pájaros acompañado de
una sinfonía folclórica compuesta por el recurrente sonido que nace del choque
entre la indescriptible agua contra las férreas e inamovibles rocas. Podría
volver a vivir en mi estado de bondad y templanza, podría sumergirme entre los
angostos y dulces caminos del sueño sin miedo a tropezar y revolcarme por el
polvoriento suelo de mis interminables pesadillas.
Pero,
por otro lado, si confesaba todos y cada uno de mis pecados relacionados con el
asesinato de Fran, quizás estaría cometiendo el mayor pecado de todos:
desprenderme, desmembrarme, abandonar u obstaculizar la travesía de ese
deleitoso y rojizo néctar que nutre y bombea mi corazón. Perdería la razón de mi
existencia, la esencia de mis lágrimas, la saliva de mi boca. Y no, no podía
permitirlo.
Debía
de ingeniar un nuevo plan para asegurar el futuro de Rosalinda, y debía hacerlo
con la mayor brevedad que me fuera posible pues, al alba, mis pasos tendrían
que partir entre las siniestras lluvias
que azotaban la inmensidad selvática de mi amada Sevilla en dirección a los campos
de cultivo, para coquetear, seducir e interactuar con los complejos y huraños
olivos que se habían convertido en los mayores distribuidores de comida de un
famélico hogar.
Sin
embargo, toda aquella condena, todo aquel sacrificio, se vería recompensado al
pensar que yo, Rubén, podría suplantar y reemplazar las funciones y las hazañas
de mi heroico hermano. Cuántas veces, desde que era un bebé que caminaba con
sus gasas, (ya que los paquetes de pañales no se inventaron hasta años más
tarde por lo que las madres tenían la “gustosa” ocasión de limpiar todos
aquellos desechos humanos que se hubieran arraigado en las blanquecinas paredes
de las gasas, para luego reutilizarlas) las despedida de mi hermano se
producían bajo la cálida mirada de admiración de toda su familia. Ahora empiezo
a comprender que, mi hermano, no solo portaba unos cuantos guantes y, de vez en
cuando, algún que otro chubasquero, no. Mi hermano cargaba con una mochila
inmensa llena de responsabilidades que funcionaban como pesadas piedras que le
impedían avanzar hacia el desvío de la libertad, de la comodidad, de la libre
elección. He tardado demasiado en comprender que el camino de rosas, que
comencé desde el mismo día en que nací, se había convertido en una senda de
afiladas espinas en la que mis pies se despojarían de todo aquello que sirviera
para su protección.
La
rueda giratoria de mis pensamientos no cesaba de parar. Los ojos hundidos por
el insomnio y los pies doloridos por el largo paseo nocturno que protagonizamos
el día anterior me convirtieron en una especie de ser sonámbulo, en una especie
de fantasmagórico personaje que deambulaba por el lóbrego dormitorio como un
alma en pena.
-Pss…
pss… Rú…-pronunció una escondida voz, sepultada por la oscuridad que inundaba
la habitación-.
-
¿Qué es?-pregunté a cualquier ente que hubiera emitido aquel discreto ruido-.
-
¿Adónde vas?- cuestionó la atronadora voz, señal inequívoca de que se acababa
de despertar-.
-
Voy a prepararme para irme. La hora acordada queda muy próxima y no me gustaría
quedarme rezagado en mi primer día de trabajo- contesté ante un repentino brote
de orgullo que había florecido dentro de mi ser-.
-Ah…
pues si no te importa, yo seguiré durmiendo- pronunció el hastiado Tomás, cuya
voz había sido capaz de reconocer-.
-Tomás,
necesito pedirte un favor. Soy consciente del enorme riesgo que corriste al
excusar mi ausencia delante de mamá. También quería agradecerte que acogieras a
Rosa entre nuestras pueriles sábanas. Gracias de corazón. Pero me gustaría que
me hicieses un último favor. Quiero que protejas y ocultes a Rosa, por favor te
lo pido.
Un
estrepitoso silencio se apoderó de Tomás. O eso creía…
-¿Tomás?
¿Tomás?-cuestioné intrigado-.
-¡Tomás,
hostia!-exclamé abordado por un poderoso nerviosismo-.
-¡Ah…
Joder, Rú! ¿Qué quieres ahora?- respondió el sobresaltado Tomás-.
-Increíble,
absolutamente increíble. Yo aquí mostrándote toda mi gratitud y resulta que te
habías vuelto a dormir. Alucino cada vez más contigo…-añadí un tanto
enfurecido-.
De
repente, una espectral carcajada sonó en toda la habitación. La puerta estaba
entreabierta y, el ruido, procedía del exterior. Con el mayor sigilo que mis
veloces movimientos me permitían cometer, me aproximé a la puerta y la abrí en
su totalidad. Cuando me asomé al pasillo de aquella vetusta casa, pude apreciar
la silueta de una niña tumbada en el suelo en posición fetal, con las manos
rodeando su vientre y las lágrimas sobresaltadas. Era Araceli.
-¿Qué
haces aquí, Ara?-interrogué con el rostro totalmente pálido-.
-Tranquilo,
Rú, tranquilo. Lo sé todo- respondió Araceli- yo la cuidaré.
-Puedo
explicártelo. Verás, todo comenzó…-empecé a explicar-.
-Rubén,
Tomás me lo contó todo. ¿De verdad crees que con su magnificada inteligencia,
por sí solo, sería capaz de engañar a mamá? Claro que no-añadió la todavía
risueña Araceli-.
-¿Es
eso cierto, Tomás?... ¿Tomás?- cuestioné irritado-. ¡Será posible! Se ha vuelto
a dormir… Ese maldito zángano…
-¡Qué
esperas de tu hermano! Anda ve, ve a trabajar. Yo te cubro pero, a cambio,
quiero una explicación minuciosa y detallada de todo lo que ha ocurrido. ¿Está
claro?- pronunció la personificación de la bondad y la salvación-.
-¡Trato
hecho!- exclamé entusiasmado-.
Después
de endosar una decena de besos a mi querida hermanita, descendí por las
obsoletas escaleras para, posteriormente, aproximarme a la cocina donde un
refrescante zumo permanecía expectante. Una vez comprobado que reunía todos los
instrumentos necesarios que iba a utilizar, me dispuse a marcharme. De repente,
un blanquecino rectángulo se deslizó por debajo de la puerta. Era una carta.
Una carta que parecía del ejército. Entonces, comenzó un tenso conflicto entre
el deber y la curiosidad, entre la curiosidad y el deber. Cuando levanté la
mirada para ver la hora que marcaban las
estrechas agujas del reloj, la curiosidad se esfumó. Llegaba tarde,
llegaba tarde. Puse la extraña carta encima del armario y me marché. Llegaba
tarde.
Las
serpenteantes calles que me conducirían a mi laborioso trabajo estaban
abarrotadas de gente. Una auténtica marabunta de adormecidas hormigas que
caminaban en busca de su recóndito hormiguero. Jamás pensé que Sevilla abriera
sus somnolientos ojos, desayunara con tanta velocidad y se vistiera con su
respectivo mono de trabajo para madrugar más que el caluroso sol.
La
venenosa prisa que había sido inyectada a las exhaustas presas de aquella
inhumana jornada laboral provocaba una oleada de inconfundibles pisotones y numerosos
empujones que acabaron arrojándome contra el desaliñado suelo. Esperaba que
alguno de aquellos tan elegantes caballeros me ofreciera su pulcra y aseada
mano para levantarme pero nadie lo hizo. Fue entonces cuando una alocada
carcajada me sobresaltó.
-Amigo,
como tengas que esperar a que alguno de esos robóticos tipos se disculpe por
haberte tirado al suelo vas a acabar con el culo anestesiado. Tan anestesiado
que no vas a saber ni cuando te estás peyendo – exclamó una resquebrajada voz
que provenía del lúgubre callejón que tenía al lado-.
-¡Y
qué lo digas! Si se hubieran despertado antes no caminarían con tanta bulla…- añadí-.
Otra
estruendosa carcajada se hizo eco de aquel estrecho callejón.
-¿Eres
nuevo en esto de trabajar no, chaval?- cuestionó la misteriosa silueta que se
refugiaba tras una sólida cortina de oscuridad-.
-
Este es mi primer día de trabajo, sí- respondí mientras hacía esfuerzos con la
intención de levantarme-.
-
Estos pobres hombres no se han quedado dormidos ni se han pasado toda la noche
de marcha, ni siquiera se acostaron tarde viendo alguna película…- pronunció la
oculta voz-.
-¿Entonces
por qué caminan con tanta prisa?- interrogué desconcertado-.
-Por
conservar su birria de sueldo. Los magnates que lideran las empresas tratan a sus empleados como si
fueran míseros seres sin personalidad ni voluntad. Si quieres pertenecer a una
empresa debes cumplir cada uno de los requisitos y objetivos que te mandan,
sino acabas en la calle con cuatro hijos, una mujer que alimentar y un
esquelético perro que no para de ladrar durante toda la noche. Por eso caminan
con prisa- añadió el jovial personaje que se escondía tras los húmedos cartones
que compartía junto a aquel extraño bulto que no se movía-.
-Yo
no quiero ser alguien como ellos-confesé preocupado-.
-
Tendrás que estudiar muy duro, hijo. Por cierto, ¿tú no tienes que irte a
trabajar?- preguntó aquella intrigante voz-.
-¡Hostias!
¡Llego tarde! ¡Llego tarde!- exclamé desatado por la locura-.
-¿Hacia
dónde vas, campeón?- cuestionó -.
-A
los terrenos del señor Romeo Arias- respondí mientras me disponía a correr-.
Mientras
mis apresurados y atrevidos pasos esquivaban los continuos golpetazos de
aquellas estresadas y envenenadas hormigas que vestían traje y corbata, la
atronadora y resquebrajada voz sonó desde el fondo: “Chaval, chaval. Gira por
el tercer callejón a la izquierda y luego atraviesa el descampado, llegarás
allí en un periquete.” No tenía nada que perder así que lo hice.
Sorteé
con una inigualable destreza cada una de las dichosas ramas que constituían el
árbol urbano de mi ciudad. Atravesé sin ningún tipo de pudor aquel gigantesco
descampado cargado de peligrosas y asquerosas boñigas que se camuflaban con el
amarillento polvo del suelo como si fueran una especie de minas anti-persona.
Aun
así, llegué tarde. Cuando alcancé mi objetivo y visualicé el decrépito y
enojado rostro de aquella especie de pasa campesina, no pude evitar agachar la
cabeza y, en cierta medida, las orejas.
-Disculpe,
señor Romeo, por mi tardanza-dije avergonzado.
-Ya…-pronunció
aquella chimenea con sombrero-.
-Verá
es que…-comencé a explicar-.
-Déjate
de absurdas explicaciones, niñato. ¿Te crees que esto es un juego?
-No,
señor. Lo lamento…-tartamudeé-.
-Estoy
perdiendo mi tiempo y, por tanto, mi dinero-gruñó aquel enrabietado buldog-.
-Le
estoy haciendo un favor a tu madre y ¿así me lo paga?… Mira que sabía que los
negocios no se pueden mezclar con la amistad…-parloteó-.
-Señor,
de verdad, no volverá a ocurrir. Estoy aquí para sacar a mi familia del
profundo pozo en el que estamos atrapados y, pienso hacerlo, sea como sea. Si
no me quiere aquí con usted, dígamelo, porque en lugar de perder mi tiempo
podré buscar mil trabajos mucho mejores que éste para dar de comer a mi
familia…-enuncié corroído por la interpretación y la ira. En este juego de
cartas estaba marcándome la madre de todos los faroles. Si aquella estropeada
pasa con sombrero me despedía sin ni siquiera empezar a trabajar, estaba
perdido.
Tras
pronunciar aquellas insensatas palabras, la saliva que se deslizaba por mi seca
y desértica garganta se volvió de una espesura considerable. Era incapaz de
tragar ni una sola gota de aquella húmeda sustancia. Finalmente, ante la inmóvil
mirada de aquel ancestral gruñón, mis nervios florecieron al exterior.
-Vamos
al lío y dejémonos de pamplinas- murmuró Romeo Arias-.
Aquellas
gloriosas palabras resultaron la llave para librarme del continuo estrangulamiento
que estaba padeciendo ante el inminente silencio que se había proliferado en aquel
dichoso instante.
-¿Qué
parcela de olivos es la que tengo que recoger, don Romeo?-interrogué acongojado
por la regañina que acababa de recibir unos minutos antes-.
-¿Olivos?
Chaval estás más perdido que los maricones esos…-estableció Romeo-. Tus sucias
y asquerosas manos no van a palpar el dulce tacto de mis golosas aceitunas,
Carlos-.
-¿Carlos?
Mi nombre es Rubén ,señor- exclamé -.
-Hijo,
mírame a la cara.¿Creés que me importa
cómo te llames?-pronunció el huraño anciano cuyo escupitajo aterrizó en la
superficie derecha de mi zapato-. Para mí, tu nombre no es otro que hambre.
-Sí,
señor- respondí-.
-En
definitiva, vas a recoger algodón, chaval-. añadió Romeo-. Volveré aquí dentro
de una hora. Si completas la cantidad estimada tu sombra será bienvenida en mis
tierras. Buena suerte.
El
cojeante anciano se marchó y yo me puse manos a la obra. Después de pasar unos
cuantos minutos en aquellos tediosos campos, mi cabeza comenzó a retumbar. La
poderosa luz del sol azotaba con sus calurosos e hervientes látigos de fuego mi
quemada espalda, castigada por los arañazos y los sudores que se precipitaban
por la pendiente trasera de mi torso. Un diluvio de agua salada que humedeció
todo mi cuerpo. Un cuerpo agitado por las convulsas corrientes de tórrido fuego
que abrasaban todo a su paso.
Las
celestiales hojas del árbol de mi ilusión día que parloteaban y danzaban
mecidas por la suavidad y dulzura del viento se transformaron en una hojarasca
seca y marchita, recostada entre el fangoso y mugriento suelo de un espeso
pantano.
Las resquebrajadas manos formaban junto a mis mareados pies todo un recital de baile
protagonizado por unos ebrios y alocados pasos. La insolación penetró en mi
mirada y la cautivó. Fue entonces cuando me percaté de que , aquellas peculiares
tierras, no eran los campos de un honorable y terco capataz. No eran el hogar
de los insultos y los desprecios laborales. No eran la mazmorra de un ardiente
verdugo. Ni tan siquiera era una horrible pesadilla. No, nada de eso.
Simplemente era una horno, una parrilla. Un lugar donde se quemaba y se
horneaba a los trabajadores para alimentarse de sus laboriosos trabajos mientras
que, ellos, se tostaban ante la penetrante mirada de una risueña bola de fuego.
Cocinaban trabajadores, los sazonaban, hasta que acababan con sus ilusiones,
con sus pensamientos. Con esa parte humana que los caracteriza. Sólo era
cuestión de gustos y de tiempo. ¿Hechos, muy hechos o al punto?
No hay comentarios:
Publicar un comentario